Poltrón de amor
El comendador Cándido Buey de pronto se apercibe de que está con los ojos abiertos. No es luz diurna ni claridad de lámpara. Parece la glauca luminosidad de un fondo marino. El silencio se parece también al de un fondo marino. En el oído del comendador alienta todavía el recuerdo de una voz. ¿Qué voz...? Cándido empieza a ver lo que hay a su alrededor, lentamente. Mueve la cabeza como si sólo ésta conservara todavía la facultad de movimiento; como si el cuerpo, en cambio, estuviese encerrado fatigosamente en una caja de cura diatérmica. Ve con lentitud, y poco a poco va reconociendo algunas cosas que lo rodean. Redondeadas, opacas, familiares. “¿Por qué”, piensa el comendador Buey, “por qué he despertado entre los muebles del salón principal?” Se estanca en el aire un olor untuoso de cera destilada en lágrimas y un craso perfume de flores. El comendador Buey se halla en la feliz condición entre sueño y realidad que resuelve los problemas arduos y revela los secretos de la vida. El aroma de las flores frescas es ligero y volante. Si se pudiese fotografiar el olor de las flores frescas, aparecerían sobre la placa tantas imágenes de mariposas, y los diferentes colores de sus alas serían la concreción figurada de los distintos perfumes. Las axilas de Teresa también olían a flores frescas, hace mucho, mucho tiempo, en su ralo bosquecillo rubio bajo los sutiles brazos de virgen. Este, en cambio, es un olor avestruz, un olor pavo, el olor pesado y sin vuelo de las flores viejas y mustias. El olor de las flores sentadas. El olor que despiden las flores aplastadas por un trasero. En rápida confrontación que acelera el remolino de nuevos conocimientos, el comendador Cándido Buey asocia este olor a flores viejas y mustias con el acre olor que Teresa despide por la mañana, cuando anda atareada con ciertas labores domésticas, en alpargatas y despeinada, con la crema nocturna todavía untada en la cara y vestida con esa bata sórdida de ramas amarillas, la que, aun estando colgada en el perchero del baño, despide un hedor punzante como si estuviese viva y llena aún de ella. También las flores se fatigan y sudan; y cuando se cansan apestan como apestan los hombres, como apestan las mujeres. El comendador Cándido Buey se exalta con la novedad, sobre todo ton la verdad de este pensamiento. Pero es menester desarrollarlo, analizarlo profundamente. El comendador proyecta la creación de un taller para la limpieza de las flores, con un departamento especial para la desinfección. Imagina artefactos para lavar las flores, instrumentos para perfumarlas con nuevos y frescos perfumes. Tan contento está Cándido con su idea, que quiere confiársela inmediatamente a Teresa. Extiende la mano derecha hacia el lugar de Teresa, pero al no hallar el amado trasero en el lugar acostumbrado, su mano cae en el vacío, en un horrible vacío en cuyo fondo se topa de repente con la dureza de la realidad. ¡Teresa está sepultada! Ésta es la única realidad. A Teresa la enterraron el día anterior. Al regresar del camposanto, Cándido Buey se encontró solo en toda la casa. Incluso Rosa, la “fiel” Rosa lo ha abandonado temporalmente. Le dijo que “el corazón se le partía al ver la casa sin la señora Teresa”, y pidió permiso de pasar un par de días en el campo, con su hermana. Cándido había colgado en el perchero el sombrero de paja, por dentro totalmente bañado de sudor. Y por primera vez en toda su vida, se sentó en la vieja silla de tijera de la antesala: señal de que el orden de su vida estaba profundamente turbado. Nadie hasta entonces se había sentado en esa silla tan solitaria y tan casta, con su respaldó apoyado contra la pared y disciplinada como una educanda en el locutorio; su presencia en la antesala sólo era decorativa. Cándido vería el sombrero de paja, con la copa circundada por un listón negro que se balanceaba en la clavija del perchero; y cuando el sombrero dejó de moverse, Cándido se sintió aún más solo. Calvo, gordo, lustroso de lágrimas y de sudor, y vestido de negro, se inclinó sobre el arquibanco recubierto, como un altar, de un dosel recamado de oro. Ante la idea de que Teresa ya no existe, Cándido se precipita de nuevo en un horrible vacío. ¿Qué cosa queda en el mundo si Teresa ya no existe? Anduvo todo el día por la casa, en busca de su Teresa. Abrió los armarios, sacó los vestidos, extendió los calzoncillos, apretó entre sus manos los corpiños. Buscó a su Teresa detrás de los muebles, en los cajones, en el buró. Halló un viejo corsé que sólo conservaba la mitad de sus varillas, patinado por las secreciones sebáceas, y durante toda una hora lo tuvo pegado a su mejilla, como si quisiera aplacar las dolorosas punzadas de una caries. Besó largo rato las chanclas de Teresa, sobre los talones brillantes por el uso. Encontró la bata de ramas amarillas y lloro sobre el fiel indumento tan agradecido de su hedor. Llegó la noche y a Cándido le faltó valor para subir a la recámara. Lo acobardó la idea de acostarse solo en la cama matrimonial, en la que por cuarenta años seguidos se había acostado junto a su querida Teresa. Buscó un lugar donde los recuerdos fueran menos vivos. El salón principal sólo era abierto en ocasiones muy especiales, como la del día anterior, a fin de que Teresa, acostada entre los cirios y las flores, recibiese la última visita de parientes y amigos. Cándido buscó a tientas uno de los divanes y se sentó. Se estancaba en el aire el olor untuoso de la cera fundida y el craso aroma de las flores. Era evidente que se había quedado dormido en el diván, y que en el sueño había olvidado que Teresa estaba muerta. Qué extraño es el mundo de los sueños, en el cual los muertos vuelven a vivir y los vivos están muertos; en el que encontramos, amamos y odiamos hombres y cosas que solamente allá existen, que se precipitan en un abismo ignoto al desvanecerse el sueño. ¡Muerta! Cándido cae nuevamente en el horrible vacío, y desde el fondo abismal oye su propia voz llamando con infinito dolor: —¡Teresa...! ¡Teresa...! Cándido está asombrado de oír su propia voz, pero más asombrado todavía al oír otra voz que pregunta: —¿Para qué llamas a Teresa, si Teresa ya no existe? Cándido reconoce la voz. Es la voz que le había quedado en el oído. La voz que poco antes lo despertó. Nadie responde; pero poco después la voz agrega: —No importa. De todos los que estamos en el salón, sólo uno tiene voz masculina. ¿Pero también tú estabas enamorado de la señora Teresa...? ¡Pobre de ti! Un coro de risitas recorre el salón y se apaga en la chimenea. Cándido está tenso, escuchando anhelante. Escucha con los oídos, con el estómago, con las puntas de los pies, y para escuchar mejor extiende ambas piernas a guisa de antenas. ¿Pero quién está hablando, si él está a solas? Una vocecita muy joven dice: —Si ese cascarrabias no quiere contestar, allá él; pero sigue hablando tú, abuela. La claridad es muy escasa, pero suficiente para ver que, excepto él, no hay alma viva en el salón. Otra voz, también joven, añade: —Cuando nuestra decana no habla, este salón se muere de aburrimiento. Voces extrañas. Voces sofocadas. Voces de tela. Dice la voz que habló antes y que en comparación con las otras suena muy grave: —Respetemos el luto de la casa que nos alberga. Y responden muchas voces al unísono: —Tiene razón. Al oír tantas voces reunidas, una luz improvisa se enciende en el ánimo del comendador Cándido Buey: esas voces extrañas, esas voces sofocadas, esas voces de tela son las voces de los muebles. El efecto de este descubrimiento es tal, que anula cualquier cosa a su alrededor, incluso el recuerdo de la pobre Teresa. Pero se trata de una sorpresa sin miedo, de una sorpresa casi sin sorpresa. La revelación de este mundo prolongado ensancha el ánimo de Cándido, lo recibe con hondo afecto infantil, y el comendador Cándido Buey experimenta la felicidad de volver al estado candoroso. Vuelven a hablar las vocecitas juveniles, en las cuales Cándido reconoce ahora la voz de los silloncitos de seda carmesí, que están a ambos lados del diván donde él está acostado. Dice uno de los silloncitos: —No te conoces bien, abuela. Lo dices porque estás enojada con nosotros. ¿Qué tiene de malo que hablemos mientras los hombres duermen? Cándido comprende que aquélla a la que los dos silloncitos llaman “abuela” no es otra que la gran poltrona con brazos que está a la izquierda de la chimenea. Toma la palabra la repisita que se halla a la derecha de la chimenea, sobre la que descansan algunos animales estilizados, entre los cuales hay un elefante de cristal con la trompa enrollada como cuerno de caza. Dice la repisita: —Nosotros sabemos cuán púdica eres, abuela. Si tú supieras la risa que nos da cuando la Rosa viene por la mañana a hacer el aseo y te levanta el ribete, para pasar la escoba bajo tu enagua; y tú, mientras la Rosa te da la espalda, te la vuelves a bajar. La Rosa vuelve a levantártela y tú te la vuelves a bajar. Tercia en la conversación el segundo de los silloncitos: —¡Imagínate el miedo que le daría a la Rosa si supiera que tú misma te bajas el ribete todas las veces que ella te lo levanta! Habla ahora la gran poltrona con brazos, la que llaman “abuela”, a los dos silloncitos carmesíes: —Hijitos: no es pudor lo que me hace bajarme el ribete cuando me lo levanta la Rosa. No. He visto demasiadas cosas en mi ya larga vida como para seguir teniendo pudores de ese tipo. No, no es por eso. Me bajo el ribete para que no vean mis resortes rotos. Los silloncitos preguntan, al mismo tiempo: —¿Tienes rotos los resortes, abuelita? Yo no me había dado cuenta. Y la abuela: —Los jóvenes no se dan cuenta de muchas cosas. Ver es un arte difícil que se aprende con el paso de los años. ¿Habéis visto ya que el comendador usa dentadura postiza? ¿Os disteis cuenta de que la pobre señora Teresa usaba peluca? Las personas mayores y con experiencia conocemos muy bien el arte del disimulo, que es la base de la vida civilizada. Pregunta la repisa: —¿Quién le rompió los resortes, abuelita? La abuela le contesta: —Esto no lo puedo decir. —¿Pero por qué? —pregunta a coro todas las vocecillas de los muebles del salón. —Es una historia que tiene que ver con la pobre señora Teresa, y mientras su memoria se mantenga viva en este salón, me gustaría abstenerme de cualquier comentario que pudiera mancharla. Al oír estas palabras, el comendador Cándido Buey dio un brinco en el diván, pero contrariamente a lo que podría suponerse, el motivo de tal brinco no se debía a la sorpresa del comendador al escuchar las palabras de la poltrona, sino a un fuerte movimiento sobresaltado que, bajo la pesada mole del comendador, produjo el propio diván. —¡Oh, cuéntanos; no nos dejes intrigados! —invocan al unísono los muebles— ¡Cuéntanos, cuéntanos! —Sois jóvenes y no podéis saberlo; pero yo, que era coetánea de la pobre señora Teresa, conozco su vida como si fuera la mía. Sí, puedo decirlo con orgullo: solamente yo conozco la vida de mi ama en esté salón; y revocarla ahora, mientras el dolor de su muerte me acompaña, puede servirme de consuelo. Vosotros sois jóvenes, ninguno de vosotros tiene más de diez años y ésta es una circunstancia fundamental. Vosotros sabéis que hace diez años nuestros patrones, por ponerse a la moda, para “actualizarse”, como ahora se dice, vendieron en una bicoca los muebles robustos, suntuosos y opulentos que amueblaban este salón, y los sustituyeron con muebles de este siglo, flacos, desnudos, incómodos. Y me estoy refiriendo a vosotros, para acabar pronto. —¡Incómodos, nosotros! —protesta uno de los silloncitos. —¡Mide bien tus palabras! —añade el otro silloncito—. El hecho de que seas más vieja que nosotros no... —Calma, niñitos— interviene la abuela con tono pacificador—. No soy tan tonta para tomar a pecho vuestros defectos. Sólo digo que al malbaratar los muebles antiguos, ya muy viejos y todo lo que se quiera, y sustituirlos por vosotros, apenas salidos de las fábricas que os engendraron, nuestros amos se comportaron de manera inconsulta e intempestiva, como todos los que en la actualidad se sienten arrastrados por la manía de la renovación. En este mundo, cariños míos, todo es cosa de saber esperar; tanto en el mobiliario como en la política, como en la vida misma. Lo viejo deviene estilo. Si el comendador y la señora Teresa hubieran tenido menos prisa y un poco más de olfato, hoy este salón sería uno de los más apreciados de la ciudad; porque ya sabéis que el siglo XIX ha superado la fase de la antigualla chistosa, para convertirse en un estilo respetabilísimo, no menos que el Luis XV o el Renacimiento florentino. ¡Este era un salón muy hermoso, lleno de fascinación y misterio! ¡Aquellos divanes, blandos como lechos y profundos como barcas! ¡Aquellas poltronas ventrudas y soberbias, graves como tantas tías de trasero bajo, arabescadas de encajes y listones colgantes, con la puntita del pie asomando apenas bajo el ribete! ¡Aquellos pufs, semejantes a tibias cúpulas de terciopelo; aquellas alfombras pesadas, como prados de lana; aquellas columnas en forma de espiral; los cortinajes celosamente abrazados, que mantenían el salón en una penumbra de floresta! Sólo a mí no me vendió nuestra ama al deshacerse de aquellos muebles del siglo XIX, porque yo, y lo digo sin jactarme, no solamente era la coetánea de la señora Teresa, sino su compañera, su amiga, su confidente. ¡Qué bellos años pasamos juntas! Vosotros sois demasiado jóvenes, habéis entrado ya tarde en esta casa y conocisteis a nuestra ama en edad ya avanzada, con cabellos postizos y sus arrugas; pero yo, que la conocí en sus buenos tiempos, puedo decir qué tipo de mujer era. Hermosa, llena de brío y de vida; ingeniosa y alegre, pero sobre todas las cosas, la mujer más amante del amor que yo haya conocido en mi vida. Una profunda conmoción sacude al comendador Cándido Buey al escuchar la revocación de los buenos tiempos de su Teresa, de su brío, de su ingenio, de su alegría; y él está por alzarse del diván y arrojarse entre los brazos de la poltrona parlante, para estrecharla también entre sus brazos, pero las últimas palabras de la “abuela” refrenan de pronto ese impulso y lo hacen recelar. Cándido busca rápidamente en sus recuerdos algunas pruebas que justifiquen semejante fama de amante del amor de su Teresa. Entretanto, bajo el trasero del comendador el diván continúa sacudiéndose trabajosamente, como si quisiera desembarazarse de aquella mole humana y decir lo que piensa; pero el comendador, atento a las palabras de la poltrona, hace caso omiso de los sacudimientos del diván, pensando que éstos se deben a sus propios movimientos y a su nerviosidad, y trata de calmarse frotándose los mulos y las rodillas. La poltrona continúa: —No lo digo por vanagloriarme, pero solamente yo conozco la vida de la pobre de doña Teresa; de su vida en este salón y quizá también fuera de él. Todos la creían una mujer de costumbres intachables, un modelo de fidelidad y una santa, sobre todo su marido; pero si tuviera que hacer una lista de todos los cuernos que esa pimentosa mujer le puso a nuestro buen comendador Cándido Buey, que con tanto esmero inconsciente le ha hecho honor a su nombre y a su apellido, les aseguro que no me bastaría un mes para hablarles del asunto. Y todo ocurría aquí, entre mis brazos amacarronados, sobre mi asiento tan muelle en otros tiempos, tan rebotante. ¡Cuántas veces, cuántas, cuántas! Y el señor Arturo, el socio de nuestro comendador, el que portaba unos bigotes a la káiser, el que murió en la guerra, a causa de un hueso de avellana que se le quedó atravesado en el gañote; y el teniente Flordelís, aquel baboso baboso, el de la cabecita lustrosa como un manubrio y que no hablaba sino de tenis y de bridge; y el profesor Rosci, el célebre cirujano, el que se daba aires de deportista y únicamente viajaba en su avioneta, el que se subía a su avioncito todos los domingos para ir a Venecia a comer bacalao hervido en leche, porque decía que sólo en la “Grançeola” saben cocinar el bacalao con leche... A propósito: cuando Rosci se hizo amante de la señora Teresa y quería planear con ella una luna de miel, fue a buscar a nuestro comendador y le dijo que estaba gravemente enfermo de apendicitis, que era menester operarlo de urgencia. El comendador se negaba, diciendo que se sentía bueno y sano, pero Rosci se lo llevó en peso a su clínica, le abrió la panza y volvió a cosérsela sin quitarle ni ponerle absolutamente nada, y lo internó durante cuarenta días, después de los cuales le presentó la cuenta, que ascendía a veinticinco mil liras; mientras tanto, ¡él y la señora Teresa se divertían de lo lindo sobre mi asiento! Es más: creo que mi primer resorte roto se lo debo al baile que Rosci y doña Teresa bailaron encima de mí, y me asombra que él, siendo un cirujano, no haya pensado en volver a ponerme las tripas en su lugar. ¡Qué carnicería! Y tantos otros, de los que no recuerdo ni la cara, y que probablemente ni ella misma, pobrecita, podía ya recordar... ¡Ah, pero cómo no recordar a Franz, el tenor! Al gordo aquél, rosado como un cerdo, con su cara de lactante. Al tenor Franz le gustaba que le pusieran sobre el trasero una tortilla de huevos caliente cuando llegaba el momento del espasmo; y cuando la señora Teresa intuía que llegaba lo bueno, tocaba el timbre, y la Rosa llegaba corriendo desde la cocina con la sartén humeante. Ninguno se le escapaba. Ni el mismo señorito Enrico, oídlo bien, el sobrino del comendador, que venía a pasar la Navidad y la Pascua vestido de colegial. Su tía lo guiaba hasta este salón y lo sentaba encima de mí, lo desnudaba con muchos halagos y le decía que él era como los angelitos, que era necesario hacer de él un hombrecito. ¿Y cuántos más? Creo que si en lugar de ser una poltrona de salón fuera yo un sillón de dentista, no me habrían pasado por encima tantos traseros de todos los tipos y medidas, y, sobre todo, no habría arruinado mis resortes como me ocurrió en esta casa. Estoy convencida de que la señora Teresa estaba encariñada conmigo, y cuando el comendador se deshizo de los muebles viejos porque “estaban deshilachados” y los cambió por muebles del siglo XX, ella, pobrecita, no quiso que por nada en el mundo se deshiciera también de mí, y me quiso conservar en prueba de afecto y gratitud, como se tiene en casa a una vieja y fiel doméstica, aun cuando ésta ya no se halle en condiciones de trabajar. “¿Pero no ves que esta poltrona destartalada desentona en nuestro salón nuevo?”, decía el comendador. “No importa”, respondía la señora Teresa. “Yo estoy encariñada con esta vieja poltrona, y estoy segura de que me trae suerte.” Después de tantas batallas combatidas en mi campo de batalla, llegó el tiempo de que se marchitaran las gracias de la señora Teresa, pero su fogosidad guerrera no disminuía y tuvo que conformarse con amantes mercenarios. Traía al salón boxeadores con caras de mastines, orejas de coliflor y con la piel del cuello como tallada con piedra pómez; futbolistas y toda clase de atletas; marineros; mensajeros telegráficos y a tipejos de toda clase. Y después de esos amores tormentosos, despachados a la carrera y, podría decirse que con cuentagotas, seguían los chantajes, los llantos y la crisis de desesperación de la pobre señora Teresa. Pero también los amores comprados escasearon, fueron acabándose poco a poco, y de diez años a esta parte, la pobre señora Teresa venía sola a este salón, se me sentaba encima y quedaba mucho tiempo silenciosa, absorta en sus recuerdos... Muchas veces estuve a punto de manifestármele, de decirle que yo compartía su pena; pero los hombres no deben saber nunca que nosotros, los muebles, los vemos y juzgamos. ¡Ay de nosotros si así fuera! Recordadlo bien vosotros, que sois jóvenes: ¡significaría nuestra ruina! Dijo uno de los silloncitos carmesíes: —De modo que tú, abuelita, jamás le revelarías al comendador Cándido que su mujer, la que él considera una santa, era en cambio... Responde la poltrona: —Pero por nada del mundo, hijito. Si hiciera lo que dices, no sólo me traicionaría a mí misma, metiéndoos a vosotros en un verdadero lío, sino que traicionaría también a la vida misma, lo que con gran prudencia y honda sabiduría rodea a cada hombre de un denso velo tejido con tres hilos que son la ficción, la ignorancia, la credulidad sin los cuales los hombres se descuartizarían aún más ferozmente de como lo hacen ahora; y los sobrevivientes, al no hallar a otros hombres en los cuales desahogar su rabia se descuartizarían por sí mismos y morirían por su propia mano. Pregunta a su vez una sillita con patas de metal cromado, onduladas en forma de s, la cual, no obstante haber sido diseñada por un arquitecto funcionalista, posee acumen crítico: —Sácame de una duda, abuela. La señora Teresa tenía una casa muy grande y una cama amplísima, como yo misma tuve ocasión de ver una vez que la patrona estaba enferma y encamada a causa de las fiebres reumáticas, y eran necesarias más sillas para acomodar a sus amigas que vinieron a visitarla. ¿Por qué, pues, escogía el salón para recibir a sus amoríos, y precisamente a ti, que a pesar de ser amplia y mórbida, resultas a la postre un campo de batalla amoroso un tanto estrecho y algo incómodo? Responde la poltrona: —Por honestidad, antes que nada. A la pobre señora Teresa le gustaba satisfacer hasta la saciedad sus apetitos amorosos, pero por nada en el mundo se hubiera atrevido a profanar con extrañas compañías el lecho conyugal, en el que cada semana, puntualmente, el sábado por la noche, ella se entregaba a su marido, “más por deber que por placer”, como solía decirle al señor Arturo, el socio de nuestro comendador. En segundo lugar, por prudencia; porque a este salón, siendo el especial, nadie venía sino los martes, que era el día que le gusta recibir a sus amistades... Cuántas veces, mientras la pobre señora Teresa estaba encima de mí y solazándose con el señor Arturo, o con el teniente Flordelís, o con el cirujano Rosci, o con su sobrino Enrico, o con el tenor Franz, o con cualquier otro, cuántas veces oímos que regresaba el comendador, que cruzaba la antesala con sus zapatos rechinantes; pero la señora Teresa no se inmutaba ni interrumpía la amorosa tenzón, porque sabía que nuestro comendador, excepto el martes, por ninguna razón del mundo entraría en el salón “especial”. Y en lo que respecta a haberme escogido como palestra de sus amores, no puedo menos que reconocer que hay lugares más cómodos e indicados para realizar los ejercicios que a la pobre señora Teresa le gustaba practicar; pero la pobre señora Teresa me tenía confianza y consideraba que los amores consumados en una poltrona eran menos comprometedores que los que se consuman en la cama. A todo esto hay que agregar que me escogió por superstición, porque como ella misma le dijo al comendador, creía que yo le daba buena suerte: Pero yo, y que esto quede bien claro, no hablo sino de lo que sé, y no excluyo que la señora Teresa haya tenido otros lugares para consumar sus amores. Y con toda franqueza os digo que si yo llegara a comprobarlo, no podría evitar ciertos celos. ¡Sólo eso me faltaría! ¡Yo fui su compañera, su confidente! ¡Yo sacrifiqué mis resortes a fin de que ella pudiera “sostener” sus amores...! Oíd en qué condiciones me encuentro ahora... Se hace un gran silencio en el salón, y unos instantes después de una espera palpitante, resuena un largo lamento metálico: “Dannnn...” Al patético lamento producido por un resorte destrozado de la vieja y fiel poltrona responde un quedo rumor como de telas desplegadas, señal de que los muebles estallan en carcajadas. Entre ese rumor destaca un tintineo argentino, lo cual indica que la araña de luces se suma al coro hilarante, sacudiendo sus gotas de cristal como las hojas en los árboles. Pero en este preciso momento el diván en que está sentado el comendador da un brinco aún más violento que los anteriores, y recobrando la voz sofocada bajo el quintal humano que tiene encima y por el asombro, grita con voz entrecortada: —¡Imbéciles! ¡En qué lío nos habéis metido! ¡Aquí encima tengo al comendador que lo ha oído todo! Un nuevo rumor se propaga por el salón al oír el grito de alarma, diferente al anterior y acompañado de un vasto calosfrío, señal de que los muebles se mueren de terror. Y en medio del rumor aterrorizado de los muebles resuenan los gritos histéricos del comendador Cándido Buey, como los de un recién nacido, al que de pronto le hubiese brotado en el ánimo un furor homicida. Y dando un salto prodigioso, el pesadísimo comendador llega hasta la vieja poltrona sin tocar el piso, y comienza a golpearla con sus minúsculos puños, a desgarrarla con la uñas, a morderla ferozmente con su dentadura postiza. Tres días después, muy temprano, Rosa entró en el salón “especial” armada de escoba y plumero, para limpiarlo como de costumbre. Dio tres pasos sobre la alfombra, lanzó un grito, de sus manos cayeron escoba y plumero y salió corriendo del salón, bajó precipitadamente las escaleras, sin dejar de gritar, e irrumpió en la casa del portero. Poco tiempo después, Rosa tras el portero, y éste tras un policía que casualmente pasaba por la calle en esos momentos, entraron en fila india al salón de la casa Buey. El cuerpo del comendador estaba en medio del salón. La piel de las manos estaba hecha pedazos en la parte de los nudillos, con gruesos coágulos de sangre. Sobre la alfombra había un objeto orlado de blanco y, en medio, de color rosado, el mismo que recogió el policía con delicadeza, en el cual reconoció, después de examinarlo largamente, una dentadura postiza. Delante del cadáver del comendador, ya en avanzado estado de descomposición, yacía patas arriba la gran poltrona del salón, semejante a una mujer con las piernas al aire, la poltrona “preferida” de la pobre señora Teresa; el único mueble del siglo pasado entre tantos otros del siglo XX. Y, además de vieja, la poltrona se hallaba en muy malas condiciones: con los encajes del respaldo desprendidos, las borlas de los brazos rotas y con el ribete que la rodeaba hecho jirones. Y puesto que la vieja poltrona estaba patas arriba, podían verse algunos tirantes rotos y los enmohecidos resortes de fuera, como inmóviles serpientes enroscadas. Desde la misma casa del delito el policía habló por teléfono a la comisaría. Poco después llegó un comisario de seguridad pública. Luego un juez instructor, seguido del médico forense. Después del médico llegó un reportero de Il Messaggero. Y, finalmente, un fotógrafo de Il Piccolo. He dicho “la casa del delito” porque nadie, ni el médico forense, ni el juez instructor, ni el comisario de seguridad pública, ni el policía, ni el fotógrafo, ni el portero, ni Rosa dudaban que el comendador Cándido Buey había sido asesinado. Todos los indicios revelaban el delito, y las manos ensangrentadas de la víctima, la dentadura postiza por tierra y la posición de la poltrona demostraban inequívocamente que el comendador Buey se había defendido con encarnizamiento. Sin embargo, nunca se supo el móvil del delito ni se descubrió al asesino, y después de algunos días la práctica relativa al asesinato del comendador Buey fue arrumbada en los archivos de la jefatura de policía. Y aún no han aclarado otro misterio: el cambio de color de los muebles. Rosa se lo dijo al portero inmediatamente después de abrir ventanas y persianas del salón, por orden del policía; lo mismo le dijo al policía, después al comisario de seguridad pública, luego al forense, al reportero de Il Messaggero y al fotógrafo de Il Piccolo; y cuando éstos se marcharon se lo contó también a todos los porteros y a todas las sirvientas del vecindario. Rosa aseguraba que los muebles del salón “principal”, antes del asesinato, eran de distintos colores: azules, amarillos, rojos, verdes... Y que ahora todos eran de color blanco. El comisario, el juez instructor y todos los demás la escucharon con más indulgencia que atención, y se retiraron meneando la cabeza. Estando ya en la calle, el forense, con precisión de especialista, le explicó al juez instructor que el shock había perturbado las facultades mentales de la pobre mujer. Y el cambio de color de los muebles sigue siendo un misterio. Nadie sabe ni sabrá nunca que, en el mismo momento en que el diván dio la voz de alarma para decirles que el comendador estaba ahí presente y que había escuchado todo lo que había dicho la poltrona los muebles del salón “especial” fueron presa de tal terror, que todos ellos, incluso los más jóvenes y los silloncitos que flanqueaban ambos lados del diván, que eran todavía muy niños, encanecieron de golpe. Acostumbrados a ceder a las más burdas impresiones físicas y demasiado torpes aún para percibir las sutilezas inefables que rodean nuestra vida, los hombres no saben escuchar la voz de las cosas que, por ignorancia, ellos creen inexistentes; no saben ver los paisajes que pueblan el aire que creen vacío, a causa de su indiferencia. Y andan entre tantos misterios con sus grandes cabezas que no entienden y con ojos vendados que no miran.
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