Material de Lectura

Madrepoltrona

 

Luisito volvió a casa al sonar el cañón de mediodía. Estaba jadeante y desgarrado. Había recorrido el trayecto a toda carrera. Mientras forzaba los músculos de las piernas para derrotar a los minutos, un granuja que pasaba cantando en medio de la calle le había gritado desde lo alto de su triciclo: “¡Pero qué bonita bandera vas ondeando!”. Luisito se llevó la mano al trasero y sintió en la palma la frescura de las nalgas. Con un escalofrío que recorrió toda su espalda, imaginó la escena en casa por la rotura del pantalón, pero aceleró el paso.

Las lecciones habían terminado a las diez. Luisito y todos los condiscípulos de tercero se dirigieron al Prado del Abad Muerto, guiados por Pastita, su jefe. Los de cuarto año los estaban esperando ya junto a su jefe Lorí. Ni tardos ni perezosos, los contendientes de ambas escuadras enemigas echaron mano a sus hondas. La batalla fue muy cruenta, y antes de la lucha cuerpo a cuerpo, Luisito tenía ya una herida en lo alto de la frente, resultado de un rozón con una piedra; tenía las manos manchadas de sangre, igualmente el pañuelo y parte del traje.

Luisito no entra en la casa por la puerta principal, sino por la del servicio. Pasa la mano a través del cancel, jala el pestillo y después cierra la puerta tras de sí, con mucho cuidado. Con paso de ladrón sube al primer piso, va por el corredor pegado a la pared, y, estando a punto de alcanzar la escalera principal, saliendo de quién sabe dónde, su madre se para frente a él, dejándolo como clavado en su lugar.

El ataque comienza de manera calmada y glacial, algo que Luisito no se esperaba.

—¿De dónde vienes? Luisito no responde. La madre Le pone las manos sobre los hombros y lo hace dar media vuelta sobre sí mismo, como a un torniquete manual.

—¡Tus pantalones nuevos!

Toca con el índice la correa del reloj pulsera del niño, del cual pende la caja del reloj, vacía.

—¡El reloj regalo de tu padre!

Vuelve a poner las manos sobre los hombros de Luisito y, puesto que lo hace girar sobre sí mismo para ponerlo en la posición de antes, coloca el índice sobre la frente, muy cerca del raspón ensangrentado, del cual pende, como una perla negra, un grumo de sangre.

—¡Y herido!

Con esta palabra termina la primera fase del ataque y empieza la segunda. Luisito percibe que la cara de la madre está irreconocible. Encrespada de ironía. Hasta parece sonreír. ¿Pero qué amenaza se oculta detrás de esa sonrisa? Poco a poco, la madre comienza a arremangarse con la izquierda la manga de la bata sobre el brazo derecho. El silencio encantado del mediodía domina también en esa parte más interna de la casa, fresca y sombreada. A través de la puerta cerrada llega un tintineo metálico, señal de que Rosa está preparando la mesa en el comedor. No obstante la gravedad de la situación, Luisito le manda al anuncio del almuerzo un adiós desesperado.

Turgente de venas turquinas y rostrada de uñas filosas, la mano seguía preparándose lentamente, como un instrumento de tortura alrededor de la manga floreal. La cara se hinchaba y enrojecía, semejante a la cabeza de un gallinazo, la papada se le alargaba como si fuera una barba de gallo. Los ojos estaban teñidos de negro y espantosos de maldad, como cercados por patas de escarabajos. ¿Esa mano, pues, estaba a punto de golpearlo? ¿Estaba por caer en la cara de Luisito un bofetón doloroso y quemante como un azote que, por añadidura, tiene un nombre burlesco, porque también se llama “soplamocos”? La mano se alza lentamente...

Luisito estaba todavía caldeado por la batalla. Estaba caldeado de orgullo, del “honor” de la batalla. Una espiral roja giró dentro de su cabeza, le nubló la mirada. Sin calcular la altura a la que había llegado la mano amenazadora, la aferró instintivamente con la izquierda y, al mismo tiempo, como un pistón, con la derecha asestó un puñetazo contra aquel pecho, blanco como un relleno de aguata y tembloroso como gelatina.

Luisito apenas pudo ver, como a través de un velo, la mole gorda y floreal que reculaba tambaleándose, la cara de su madre con los ojos de par en par, naufragando en la niebla; le pareció oír el plaf del blando cuerpo en el suelo, pero no estaba seguro de ello porque subió la escalera de tres en tres, entró inmediatamente en su cuarto y cerró la puerta con llave. Jadeante como un perro que ha corrido, estuvo mucho tiempo junto a la puerta, hasta que, vencido por un sueño extraño, se tendió en el suelo y se puso a soñar con los ojos abiertos.

Los ojos metálicos de Luisito miraban el tapete. Grandes flores rojas se persiguen sin fin sobre el fondo azul, ventrudas y enroscadas como la ese mayúscula de los modelos de caligrafía. Luisito ve sólo de vez en cuando las flores del tapete de su cuarto. Cuando está enfermo, y en esas larguísimas horas de tedio en que su mirada viaja interminablemente por el tapete, por las paredes, por el techo. El es la nave, y el fondo azul del tapete es el mar. La abstracta fijeza de su mirada lo obliga a mirar con un solo ojo y la vista se le paraliza. Para volver a mirar con ambos ojos, Luisito tiene que hacer de cuando en cuando un esfuerzo, que le devuelve al fin la visión correcta al ojo desbandado. En compensación, este viaje entre las flores del tapete arroja un poco de claridad en la penumbra que rodea a Luisito, un rumbo en la confusión, una línea precisa en la ruta de oquedad que lo trastorna. Luisito piensa en su presente, en su porvenir.

Así, no puede durar. Es una vida de esclavo. ¿Para qué han luchado tanto los hombres por la libertad? ¿De qué ha servido tanta sangre? Es preciso acabar con eso a cualquier costo. Luisito planea matarse, para terminar con su vida de esclavo y, al mismo tiempo, para castigar a sus padres. Elabora mentalmente este proyecto, pero al fin lo descarta al considerar su difícil realización y, sobre todo, porque muerto no podría ver el efecto de su muerte en sus padres. ¡Quién pudiera aparecer tendido en el suelo, con la cabeza ensangrentada y, a través de un agujero en la pared, gozar con la sorpresa, la consternación y el dolor de su padre y de su madre! Sigue pensando un poco más en una muerte ficticia. ¿Mas cómo simular hábilmente la muerte sin que descubran el engaño y no sufrir castigos más graves? Piensa en hacerse una herida, pero una herida muy leve, que no le procure un gran daño y, sobre todo, que no duela mucho. ¿Cómo? Gregorio Staloro, que va en segundo año de liceo, un día se paró frente al espejo, con el torso desnudo, con la mano izquierda se jaló la piel a la altura de la tetilla y se la agujeró con un disparo de pistola. Pero Gregorio ya es grande y tiene una pistola. ¿Qué puede hacer Luisito?

Sigue un momento de absoluto vacío. La mirada de Luisito vuelve a metalizarse sobre las flores del tapete. Ideas informes ruedan en su cabeza. Sus labios musitan palabras insensatas: “téumi, solicuto, inchessumera”. Pronuncian con dificultad nombres de personas imaginarios: Woltínguera, Ganaressa, Toss...

Se oye en el piso de abajo una puerta que se cierra.

Luisito se despierta y se pone a escuchar. Quiere identificar cuál de las puertas hizo aquel ruido. Le parece que se trata de la puerta del salón. Señal de que sus padres no han subido aún a su recámara a dormir la siesta acostumbrada. Eso quiere decir que él ha turbado hoy el ritmo de vida de sus padres. Se siente feliz, halagado. ¿Qué han hecho sus padres hasta el momento? Antes que otra cosa, se sentaron a la mesa y comieron. Luisito “ve” su lugar vacío entre los dos de sus padres; ve su servilleta enrollada, dentro de su aro; ve el vaso de plata, en el que están grabadas las iniciales L. F. R., y los ojos se le inundan de llanto. Sus padres se sentaron a la mesa, pero quizá no comieron. Su madre dice que cuando “ese díscolo” la inquieta, ella no puede probar bocado; su padre dice a su vez que le causa una crisis hepática. ¡Estúpidos! ¡Quejumbrosos! ¿Qué necesidad tienen ellos de inquietarse? ¿Qué necesidad hay de provocarse una crisis hepática?

Luisito tiene una idea aproximada del verdadero significado de la palabra “díscolo”. Esta palabra que le provoca retortijones todas las veces que la oye en boca de su madre, y que Luisito la asocia a las palabras discóbolo y discoteca, palabras que él imagina como algo redondo y rodante. La verdad es que sus padres son unos capitalistas, y a él le dejan la parte del proletario. ¿Y luego? Luego sus padres salen del comedor y se dirigen al salón fumador, donde ahora están discutiendo acaloradamente, porque Luisito sabe que cuando su madre lo castiga el padre siempre lo defiende. Han discutido hasta que su padre, que siempre sale perdiendo cuando pelea con su mujer por causa suya, sale del salón fumador dando un portazo. Así se explica ese ruido...
Es posible que, mientras Luisito reconstruye idealmente los actos invisibles de sus padres, su padre esté subiendo por la escalera. Luisito está angustiado. Se asegura de que el pestillo esté en su debido lugar. Y cuando su padre toque a la puerta, ¿le abrirá o no le abrirá?

No se oye nada. Hay silencio en toda la casa ¡Cuan pesada, cuan absurda, cuan aburrida es esta casa!
Luisito vuelve a pensar en su existencia, en su porvenir. ¡Escapar! ¡Abandonar esta casa llena de prohibiciones, esta vida tan dura y fatigosa

Luisito vivirá una nueva vida. Caminará, caminará, caminará. Bajo la ventana está el jardín. Más allá del jardín está el jardín de los Fischietti. Más allá del jardín de los Fischietti hay otras casas y otros jardines, y muchas otras y muchos otros hasta las orillas de la ciudad. Y más allá de la ciudad están los huertos. Y más allá de los huertos está el campo abierto, hasta el pie de los montes. Caminará. Atravesará el monte. Allende el monte, llegará a un pueblo donde nadie lo conozca, donde se sienta libre
y respetado. En un principio, todo será difícil. Pero luchará y vencerá. Y un día, ya grande, rico, magníficamente vestido, volverá en un espléndido automóvil y les dirá a sus genitores: “Ved cuánto ha cambiado vuestro hijo.”

Sólo falta establecer el momento de la partida. ¿Partir inmediatamente o esperar hasta mañana? En su alcancía Luisito tiene guardadas unas doscientas liras, las cuales empleará en los primeros gastos. Llevará consigo el cortaplumas de tres hojas, por si se presentara alguna eventualidad. El sol está alto todavía, ¿Qué hora será? El reloj podría serle muy útil en el viaje. La caja vacía cuelga de la correa. Luisito se quita la correa y la azota contra el suelo. La culpa es de Fonte, esa carroña. Mientras luchaban en el Prado del Abad Muerto, Fonte le arrebató el reloj de pulso, lo arrojó al suelo y lo pisoteó. Una acción deshonrosa y contraria a las leyes de guerra. Pero Fonte siempre envidió su cronómetro. Se trata de llegar al pie del monte antes de que anochezca. ¿Llegará a tiempo? ¡Quién sabe...! Quizá sería mejor posponer el viaje para mañana.

Acaban de cerrar la puerta de la casa. Su padre ha salido para ir a la oficina.

¡Ahora es cuando!

Luisito se para de un salto. Se asoma al balcón. Duda entre bajar por el tubo de la canaleja, apoyándose en las ramas de la glicina, o habilitando las sábanas como cuerda. En cuanto a trepar la tapia de los Fischietti, es cosa de juego para Luisito. Finalmente decide hacer una cuerda con las sábanas, lo cual le dará a la fuga un carácter novelesco.

Luisito quita la colcha y saca las sábanas. ¿Cuándo descubrirán su fuga? Probablemente esa misma noche. Tocarán a la puerta. Le pedirán a Giovanni que suba, armado de martillo y escoplo. Hallarán el cuarto vacío, la ventana abierta, una punta de sábana amarrada a la reja...

Luisito “ve” a su madre frente a la ventana abierta y llena de noche. Ve el espanto en la cara de su madre. Oye la voz de su madre, llamándolo. Lo llama por toda la casa. Luego lo llama en la calle. Luego por todas las calles de la ciudad. Lo sigue llamando por los campos, lejos, cada vez más lejos. Ve el estupor en el rostro de su madre. Vuelve a ver el estupor en el rostro de su madre, como a mediodía, al pie de la escalera, cuando él “osó” levantar la mano contra su madre; cuando “osó” golpear a su madre, y ésta se fue hacia atrás, tambaleándose como una muñeca borracha, a punto de caer, cayendo al suelo... Esa cara, esa cara, esa cara...

Luisito está en medio de la blancura de las sábanas, como un hombre en la nieve.

La dura luz del día se disuelve en una luz más blanda. Comienza la dulzura del atardecer. Y en la dulzura del atardecer mejora el mundo. Vibra el enorme nogal del jardín con los clamores de los pájaros que, antes de dormirse, parece que quieren hacer estallar el follaje.

Se irá y no volverá a ver a su madre. Nunca más. El único recuerdo que quizá le quede de ella será esa cara hinchada, esos ojos abiertos de par en par, llenos de estupor. El estupor de su madre, a la cual ha “osado” levantarle la mano, a la cual ha “osado” golpear...

En medio del cielo de esmeralda brilla la hoz de la luna. Es luna llena. Luisito la ha visto a mano derecha, señal de buena suerte durante todo el mes. ¿Pero cuál buena suerte si él va a partir y no volverá a ver a su madre nunca más?

Le pesan los pies y no puede despegarlos del piso. La llave se atasca en la cerradura. No hay nadie en el corredor. Luisito apoya un pie, luego el otro, sobre el lado extremo de los peldaños. Apoya los pies en la parte más sólida de los peldaños. Apoya su cuerpo en el pasamanos, con temor a suscitar un rechinido.
Se halla al pie de la escalera. En el preciso “lugar del delito”. Aquí Luisito “osó” levantar la mano contra su madre. Aquí Luisito “osó” golpear a su madre. Precisamente aquí la hizo caer al suelo. Hace algún tiempo Luisito vio en una revista ilustrada a un matricida que caminaba hacia el patíbulo con la cabeza cubierta por una tela negra.

El asesino recobra su fuerza al volver al lugar del crimen, como Anteo, al entrar en contracto con su madre, la Tierra.

Su madre...

Luisito se aleja del pasamanos, como una barca de la boya de amarre, cruza el corredor de puntillas. El corazón le palpita en el pecho como una campana de plomo.

Está frente a la puerta de la sala. Ni un solo rumor, Luisito ve a través del ojo de la cerradura. La sala está arrebujada en la penumbra de los cortinajes. En una parte brilla el marco dorado del espejo. Se ve la poltrona, de lado. Su madre está sentada en la poltrona: “su” poltrona. La blanca mano cuelga del brazo del mueble. Está inmóvil. ¿Piensa...? ¿Duerme...?

Quizá está muerta.

Luisito entra en la sala impetuosamente, sin reflexionar, sin pensar. Atraviesa la sala a toda carrera y cae de rodillas ante la poltrona.

—¡Perdón perdón...!

Los sollozos ahogan su voz.

¿Qué es lo que ha dicho su madre? A Luisito le parece que su madre le ha dicho la misma frase que ella no se cansa de repetir siempre en “la escena del perdón”: Me vas a matar de un infarto.

—¡No! ¡No! No quiero que mueras... ¡Ya voy a ser bueno!

Luisito toma la mano de la madre, para besársela.

Aferra la mano de ella.

Extrañamente, la mano parece muy blanda y pequeña.

Luisito levanta la cabeza, mira: lo que estrecha entre sus manos es la borlita blanca que cuelga del brazo de la poltrona.

¿Y la madre?

La poltrona está vacía, Dos cenefas con hojas en punto de cruz bajan a todo lo largo del respaldo, recorren el asiento, custodiando entre las dos un grueso manojo de rosas rojas y amarillas, bordadas, grandes como coliflores. Se apoyan como dos brazos a ambos lados. El ribete cuelga alrededor, sobre la alfombra, como una corta falda de cintas tubulares.

¿Y la madre...? ¿Sólo esto ha quedado de la madre?

La sombra de los cortinajes es cada vez más espesa. Se empantana en el aire un cansado aroma de violetas. En el ramaje aéreo de la araña brillan las últimas gotas de cristal. La luz cede, poco a poco, ante la marca de la sombra que avanza, abandona los rincones de la sala, se reúne en la poltrona y se detiene en las rosas rojas, grandes como coliflores.

Ha caído la noche, pero las rosas de tela fosforescen todavía.

Luisito tiene ahora sesenta años. Es el profesor Luigi Fos Rospigli. Es padre y abuelo. Su existencia es digna y sosegada. Hasta los cuarenta años de edad, el profesor Fos Rospigli ocupó varias cátedras en muchas universidades, pero en los últimos veinte años reside en la capital. Entre las cajas de varias formas y dimensiones, en las cuales empacaban los muebles de la familia Fos Rospigli todas las veces que ésta se mudaba de casa, estaba en primera fila la caja de la “poltrona”. Así lo quería el profesor. Él llevaba a todas partes la vieja poltrona, como el chino lleva consigo su propio ataúd en el que, al morir, volverá a la tierra de sus antepasados. Cuando se presentaba la ocasión de quedarse a solas en casa, sobre todo en verano, aprovechando la ausencia de la familia que se había ido al campo, y él se demoraba algunos días en la ciudad, saboreaba las delicias de una dicha celosa, porque entonces podía solazarse “libremente” con “su poltrona”. Acariciaba los flancos del mueble, raídos por la carcoma; dejaba pasar sobre la palma de la mano el ribete que el tiempo había estragado, como la dentadura de un anciano; con infinito cuidado acostaba la poltrona sobre un costado, poniendo al desnudo sus partes púdicas; con sabia mano de cirujano tocaba los tirantes relajados, los resortes enmohecidos. Después, avanzando gradualmente como en una calculada operación sexual, tocaba ligeramente la borlita que colgaba del borde del brazo de la poltrona, la tomaba delicadamente con dos dedos, besaba aquella manita blanca y cansada, aquella manita blanda y desarticulada, aquellos dedos de trencilla.

Pero la voluntad de la señora Fos Rospigli acabó por prevalecer. ¿Por qué razón andar cargando aquel viejo bulto inservible y estorboso? El profesor defendió tímidamente a la poltrona, y, por temor a traicionarse, adujo la superioridad de los muebles del siglo XIX sobre los del presente siglo.

Un día la “poltrona” fue sacrificada como si fuera un caballo cojo que ya no puede trabajar y termina en el matadero. Conservaron algunas partes que aún podían utilizarse, a pesar de hallarse en condiciones lamentables. El profesor se quedó con la cenefa de rosas bordadas y se la llevó a su estudio. La señora Fos Rospigli dice que “ese hilacho sólo sirve para acumular polvo”, pero el profesor lo defiende a capa y espada. Sus gustos podrán ser muy raros, pero esas rosas de lana bordada sobre las rodillas a él le gustan más que las flores verdaderas, más que las rosas frescas.

Su mujer no lo sabe. Sus hijos no lo saben. Sus nietos no lo saben. Nadie lo sabe. ¡Qué cosa tan extraña es la familia! ¡Qué casual reunión de extraños! Qué absurda asociación cuyos miembros piensan que tienen intereses comunes, mientras que realmente cada miembro mantiene en secreto sus intereses personales, el cual preferiría morir antes que compartirlos con los demás socios.

Un día Luisito, el nietecito del profesor Fos Rospigli, estaba a punto de entrar en el estudio del abuelo, pero se detuvo a escuchar lo que su abuelo decía, y salió corriendo en busca de su mamá.

—Mamita, el abuelo está llorando... Yo no sabía que los viejos lloraran también como lloramos nosotros, los niños...


Y por la noche, en el estudio del profesor Fos Rospigli, las rosas bordadas fosforescen todavía. Fosforescen en la oscuridad, como fosforescen en la oscuridad las almas de los difuntos.