Jóvenes esposos
Llegó el día soñado. El amor eslabonaba al fin ambas existencias en medio del espacio, en medio de la gran fuga del tiempo. ¿Habían amado antes, habían sufrido, gozado, vivido? Ya no lo recordaban. La esperanza de unirse, de vivir solamente el uno para el otro los había torturado por un espacio de tiempo que ningún calendario podía medir, que parecía interminable. Llegó el día soñado. A sus ojos no existía otra cosa que no fuera la meta que se habían fijado, a la cual aspiraban con toda la fuerza del cuerpo y de la mente. ¿Qué ocurría en el mundo? Misterio. Un misterio abandonado sin añoranzas, sin curiosidad. Continentes, estados, países, hombres, amigos, parientes, afectos, vínculos, ocupaciones: todo esto había desaparecido, todo se oscurecía delante del único punto luminoso y vivo: su felicidad. Llegó el día soñado. Escenarios, perspectivas de sueño. Ante sus ojos pasó una sala tapizada de rojo y de oro. Un personaje negro se levantó en un pulpito, y dijo palabras incomprensibles. Alguien, a espaldas de ellos, regulaba con leves susurros sus gestos, sus movimientos. Se vieron otra vez afuera, bajo el sol. Persistía aquel perfume de flores frescas que olían a iglesia, a fiesta, a cementerio. Nada vieron de la calle, de los transeúntes. Atravesaron la ciudad: estaba fría y apagada, como una necrópolis. Las casas se hundían en la tierra. Los vehículos pasaban, más silenciosos que el recuerdo. El mundo se había desvanecido en el aire, como humo. Entraron en la alcoba nupcial. Él dijo: —Este es nuestro mundo, nuestro universo. No existe nada más para nosotros. Ella guardó silencio. Eran dos, pero sólo tenían una palabra, sólo un pensamiento, sólo una vida. Cerraron herméticamente puertas y ventanas. Se arrojaron a la felicidad. Su mundo, su universo. La alcoba nupcial reunían la languidez de los trópicos y el aire exultante de las cumbres. Lo mejor de cada estación se juntaba y fundía con armónica dulzura. Al llegar la noche, el techo se llenó de estrellas; lentamente rodaron las constelaciones, y un cometa pasó como un pavo real luminoso. La Vía Láctea brillaba de una pared a otra. La luna apareció detrás de la cama, subió por la pared, recorrió el techo, iluminando a los esposos que jadeaban quedamente y luchaban en silencio, como dos nadadores. Después, poco antes de tramontar, la luna iluminó oblicuamente los dos cuerpos, pálidos en la cama pálida. A la mañana siguiente, el sol despuntó radiante del piso de la alcoba, y despertó a los esposos a un nuevo día de raptos de amor, de felicidad. Olvidados del mundo, solitarios, vivían en su universo particular, en la alcoba de su amor, donde ninguna manecilla contaba los minutos, las horas, el tiempo. Pasaron los días, pasaron las noches. Una mañana, el joven esposo vio la alcoba nupcial con insólita curiosidad. Aquel universo particular, apartado del universo verdadero, le dio la impresión de un mecanismo tedioso y equívoco. Pero luego el amor reencontrado borró la impresión fugitiva. Al día siguiente, el sol particular de la alcoba nupcial volvió a aparecer puntualmente. Al despertarse, el joven esposo se llevó las manos a la garganta, como si quisiera quitarse una corbata o una soga: algo le apretaba el cuello y le impedía respirar. Pero las manos no hallaron nada: el cuello estaba libre, desnudo. No obstante, el joven esposo respiraba con dificultad, como si estuviera en un subterráneo. Y esperó, inmóvil. El aire estaba ralo. El joven esposo boqueaba. Saltó de la cama y corrió hacia la ventana, abrió postigos y persianas. Infinita y serena, la noche reposaba sobre la ciudad dormida. Una ola de desesperación inundó el cerebro del joven esposo. Se asomó a la ventana, gritó pidiendo auxilio. Nada. Sólo el silencio, el terrible silencio del mundo. La joven esposa despertó al oír los gritos y miró a su alrededor, con ojos interrogantes. Y volvió a dormirse, como un pez que vuelve a las profundidades. El día transcurrió entre largos periodos de abatimiento y breves pausas de olvido. A los jóvenes esposos les parecía que recuperaban la intensidad de los raptos amorosos de los primeros días. Pero pronto se esfumaba la fascinación, y volvían a desplomarse en el asfixiante desierto, en la prisión sin eco ni esperanza en que se había transformado la alcoba nupcial. De uno de esos raptos cada vez más breves, la joven esposa salió gritando: —¡Me ahogo, me ahogo! Estaba con medio cuerpo fuera de la cama, con las venas del cuello hinchadas, con la cara tumefacta y los ojos de fuera. Rechinaba los dientes, masticando el aire rarefacto. Volvió a gritar: —¡La ventana...! ¡Aire...! El joven esposo ni siquiera levantó la cabeza. Siguió rascándose perezosamente una pierna. El había experimentado ya la inutilidad de ese grito. La ventana estaba abierta de par en par sobre la ciudad dormida, sobre la infinita noche del mundo. Ninguna partícula de aire vivo penetraba en la alcoba nupcial. El universo de ellos estaba allí adentro. Nada más debía existir para ellos. Él mismo lo había dicho claramente, desde el primer día. Y el universo le había tomado la palabra. Una barrera invisible los separaba del mundo. El deseo de los jóvenes esposos había sido escuchado. ¿De qué se quejaban? Esa noche las estrellas aparecieron más pálidas en el techo de la alcoba nupcial. Tras una jornada de lucha, los jóvenes esposos naufragaron en un sueño pedregoso. Al día siguiente, los jóvenes esposos merodeaban como fieras dentro de la alcoba nupcial. Andaban buscando un poco de aire que respirar. Lo buscaban en los rincones, debajo de los muebles, detrás de las cortinas. Ella encontró sobre la cómoda una caja de cartón. Tal vez uno de los tantos regalos de bodas. La abrió. Él se le echo encima. Se la arrebató de las manos y metió la cabeza dentro de la caja. Respiró. La dejó caer al suelo, desilusionado. Se veían con desconfianza, como enemigos, como ladrones delante de un tesoro. Tenían frío. Ella se arrastraba por la alcoba nupcial, descalza, con un cobertor sobre los hombros. Él se había puesto el abrigo, y estaba sentado en un rincón, vuelto hacia el muro. El sol de la alcoba nupcial se había levantado puntualmente, pero opaco y amarillento, como un lacticinio rancio. El aire se resecaba a simple vista, como una tela mojada frente a una estufa caliente. El joven esposo se despertó antes del alba. Una claridad opaca, mortecina y lechosa, flotaba en la alcoba nupcial. Una claridad de placa fotográfica. Un negativo en el que las posiciones de la luz y de la sombra están invertidas. El desorden de la cama (“el altar de nuestra felicidad”, como había dicho el joven esposo pocos días antes... hace tantos siglos) y la posición absurda y anárquica de los muebles aumentaba la escualidez de la alcoba. Un hedor insulso, como de ropa sucia macerada en el vapor, se estancaba en el aire pesado, exhausto. El joven esposo pensó: “Con que somos nosotros, nuestros cuerpos, nuestros alientos los que producen esta hediondez”. Y volvió la cabeza hacia otra parte, asqueado. Al ver el teléfono, prorrumpió en esta exclamación esperanzada: —¿Pero cómo no lo pensé antes? ¿Qué le respondieron? ¿Qué fue lo que oyó el joven esposo? En un principio, le pareció oír el gorjeo de una carcajada lejanísima... No, un rumor de agua. Tal vez una fuente, allá, en los confines del mundo. Había sentido en la cavidad de la oreja una leve sensación de frescura. Y nada más. El joven esposo dejó caer el auricular. Se alejó del pequeño aparato negro, que le repugnaba como la carroña de una rata. Retrocediendo, llegó hasta el fondo de la alcoba. Su pie tropezó con el sol. Era la hora del amanecer. Las estrellas del techo se habían apagado. La luna se estaba poniendo detrás de la cama. Pálido y extenuado, el sol carecía fuerza para levantarse. El joven esposo se agachó y, levantándolo del suelo, lo puso en la pared, ayudándolo a que prosiguiera su curso. Esta pequeña operación fue suficiente para agotar las fuerzas del joven esposo. Volvió a la cama, tambaleándose. Al ver de nuevo el teléfono con el auricular en el piso, una idea muy lejana y oscura pasó por su mente. Puso de nuevo la bocina en el aparato. ¿Por qué no? De improviso, quizá en el último minuto podría sonar el teléfono, podría llegar una llamada de allá, del mundo de los hombres. El joven esposo se dejó caer en la cama, totalmente agotado. Un día más aún. La joven esposa dormía entre la espuma de las sábanas. Su pecho palpitaba lentamente, como un fuelle mórbido y cansado. El joven esposo se había levantado a empujar el sol. Una vez, en el cine, había visto cómo se asfixiaba toda la tripulación de un submarino, hasta morir. Se acercó a la cama y se inclinó sobre su compañera. La piel de la joven esposa estaba rociada de gotitas. Cada una de éstas parecía agigantada por un vidrio de aumento. Este sudor le pareció al joven un indicio saludable. Adelantó la mano y tocó la piel de la compañera: estaba seca y granulosa como arena. Las aparentes gotitas no eran otra cosa que minúsculas tumefacciones del cutis. Aquí y allá algunas manchas oscuras punteaban la piel, como disquitos de sombra formados por el juego de un follaje. El temor a un peligro preciso irrumpió en la mente del joven esposo, le inflamó la cabeza. No pudo dominarlo. El vértigo envolvió su cerebro. Le pareció que se precipitaba en un baño de materia muy blanda, placentera. Lo invadió una dicha y un bienestar sobrehumanos. Ya no advertía el peso de su cuerpo. Los brazos y las piernas flotaban como algas en el mar. Hubiera querido acostarse en el aire. Quiso experimentar todas las posibilidades voluptuosas de ese sueño consciente. Se levantó de la cama, poco a poco, dobló oblicuamente el cuerpo en el vacío. No reaccionó al sentir que caía. Dulcemente, blandamente se dejó caer sobre el pavimento. Se quedó inmóvil, en posición supina. Apenas pudo ver el sol casi apagado que fatigosamente iba subiendo hacia el cénit de la alcoba nupcial. A la mañana siguiente, el sol no se levantó. Apagado, incoloro, yacía arrugado en el piso. Los hilos que trazaban su curso a lo largo de las paredes y del techo colgaban relajados, como los hilos de las campanillas en una casa abandonada.. Los restos de una luz mortecina flotaban aún en la alcoba nupcial. El aire cuajado formaba grumos en los rincones, como telarañas. Inertes y tumefactos, la joven esposa yacía entre las sábanas marchitas y él, al pie de la cama. Entonces, tras la ventana abierta de par en par, por la que no pasaba a la alcoba ninguna partícula de aire vivo, la luz triunfante de la aurora comenzó a surgir sobre la ciudad.
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