Juego de sociedad
La puerta se abrió de improviso, mientras su mano aún titubeaba sobre el botón del timbre. La mujer le dijo: —Pase usted. Lo esperaba. Se lo dijo sonriendo, con voz gorjeante, como si realmente estuviera realizándose un acontecimiento anhelado, esperado con alegre emoción. El pensó que se trataba de un error y se dispuso a calcular las consecuencias. El seguía ahí, bajo el umbral de la puerta, sin saber qué hacer, trastornado. Seguramente, pensó, ella estaba esperando a alguien; a alguien que no conocía, que conocía apenas o que había dejado de ver durante mucho tiempo. Además, no tenía los lentes; él sabía que los usaba. —¿Me estaba esperando?
—Claro que sí... Pero pase usted, se lo ruego –y seguía gorjeando. Entró, dio unos cuantos pasos en el piso de mosaico que reproducía una antigua carta náutica, pesadamente, como si caminara en un pantano. Se volvió hacia ella, que había cerrado ya la puerta y, sin dejar de sonreír, le indicaba una poltrona. Quiso aclarar el error, saber qué estaba pasando. —¿A quién esperaba usted, precisamente? —¿Precisamente? –le respondió ella, como un eco, pero ahora con una sonrisa irónica.
—Bueno… yo… —¿Usted…? —Bueno, yo creo que…
—Que yo lo confundo con otra persona –había dejado de sonreír. Y parecía más joven. Pero no es así; lo esperaba precisamente a usted... Es verdad que no traigo los lentes puestos, pero sólo me sirven para ver de cerca. Lo reconocí cuando llegó al cancel. Tal vez ahora, de cerca, tenga que ponérmelos. Así, ninguno de los dos tendrá la más mínima de las dudas. Los lentes estaban sobre un libro abierto y. éste en el alféizar de la ventana. Mientras lo esperaba, con el oído atento a captar cualquier rechinido del cancel, había comenzado a leer el libro; pero leyó pocas páginas. Sintió la insensata curiosidad de saber que libro era, qué tipo de lectura había escogido para pasar el rato. ¿Pero por qué motivo lo estaba esperando? ¿Había caído en una trampa, era víctima de una traición, o se había arrepentido de pronto el hombre que lo había enviado? Extrañamente, los lentes con armazón negra y pesada la hacían verse aún más joven; y la mirada, dilatada por los cristales, asumió un cierto viso de asombro, de espanto. Pero en ella no había ningún asombro ni espanto. Es más, le dio la espalda, como desafiándolo. Abrió el cajón de un escritorio y sacó una pila de papeles. Cuando se acercó de nuevo hacia él, llevaba en la mano unas fotografías. —Están un poco desenfocadas —dijo—, pero no hay duda. Ésta fue tomada a las once del 20 de junio, en la calle Mazzini: usted está con mi marido; ésta otra a las cinco de la tarde, en la Piazza del Popólo: 23 de julio, usted está solo, cerrando el coche después de estacionarlo; y en ésta otra también está su mujer… ¿Quiere verlas? El tono era irónico, pero sin animadversión, casi distraído. Y él sintió el deseo de hacer lo que le habían encomendado. Pero no podía; por los cabos sueltos que comenzaba a atar, ya no podía, no debía. Con un movimiento de cabeza le dio a entender que sí, que quería verlas. Ella se las dio y se le quedó mirando con la ligera y complacida ansiedad de quien muestra fotografías de niños, de familiares, esperando los cumplidos. Pero el hombre estaba como paralizado; sus percepciones, ideas y movimientos eran tardos y remotos, desesperantemente pesados. Y el cumplido tuvo que hacerlo ella, banal y feroz. —¿Sabía ya que usted es fotogénico? En efecto, el desenfoque no alcanzaba a velar su identidad, mientras confundía un poco la de su mujer y la del director. —Tome asiento— le dijo la mujer, indicándole una poltrona cercana, y él se dejó caer en ella junto al derrumbe de su existencia. —¿Quiere tomar algo? Sin esperar la respuesta, fue por dos copas y una botella de coñac. Se halló de pronto con una copa en la mano, frente a ella, que saboreaba el coñac y lo miraba divertida. Él también bebió. Luego vio a su alrededor, como quien vuelve en sí después de un colapso. Qué casa tan bonita. Le devolvió las fotografías. —Su mujer es una muchacha bella. Se parece, no sé si usted ya lo ha notado, a la princesa de Mónaco. Pero en esta foto podría equivocarme. ¿Me equivoco? —No, no se equivoca. —Conque usted no sabía nada –y soltó una carcajada con el odioso tono gorjeante. ¿Está enamorado de ella? No respondió. —No me juzgue indiscreta; no se lo pregunto por simple curiosidad. —Y entonces ¿por qué? —Ya verá… ¿Está enamorado? Rechazó la pregunta con un gesto de la mano. —¿No quiere contestar, o debo entender que no abriga ningún afecto hacia su mujer? —Como usted quiera. —Yo quiero una respuesta precisa –lo dijo con dureza, amenazante; luego agregó, con un tono persuasivo, acongojado–: porque antes debo saber si usted puede soportar… —¿Antes de qué? —Usted ya ha respondido a mi pregunta. —No, no se equivoca. —Claro que sí. Yo le dije: antes debo saber si usted puede soportar, y usted no me ha preguntado todavía qué cosa hubiera debido soportar, qué revelación referente a su mujer, al amor que le tiene... Usted se agarró inmediatamente al “antes”. ¿Antes de qué? Me parece justo. Así está bien. —Se lo pregunto ahora: ¿qué cosa debería soportar? —Lo que voy a decirle. —¿Acerca de mi mujer? ¿Le preocupa si puedo soportarlo o no? —Acerca de su mujer. Le interesaba saber cómo reaccionaría usted, porque nosotros dos estamos destinados a mantener una larga y sólida amistad y darle la espalda a muchas cosas. Siempre que usted lo quiera, desde luego. —Pero mi mujer… —A eso voy. Pero antes dígame: ¿ya entendió? —¿Qué cosa? —Estas fotografías, el hecho de que estuviera ya esperándolo… ¿Ya me entendió? —No. —No me desilusione. Si de veras no ha entendido, mis esperanzas caen por los suelos. Y también las suyas. —¿Las mías? —Claro: también las suyas. ¿No le he dicho que seremos amigos? Dígame, pues, sinceramente: ¿ya me entendió? Hábleme sin miedo, no hay ningún micrófono escondido, ninguna grabadora funcionando. Desengáñese usted mismo, si así lo quiere… Estoy dispuesta a ofrecerle un trabajo sencillo, rápido, rentable; y sin riesgos. Y todo esto además de salvarlo de un peligro inmediato, seguro. Debe admitir, pues, que por lo menos tengo el derecho de conocer su cociente intelectual… Entonces… ¿ya me ha entendido usted? —No del todo. —Naturalmente… Dígame qué cosa ha entendido. —Que usted ya sabe. —Respuesta breve y exhaustiva. ¿Ahora quiere saber cómo fue que me di cuenta? —Me gustaría saberlo. —Perderemos un poco de tiempo, pero es justo que usted sepa… Pero ¿a qué hora quedó en encontrarse con mi marido? Porque es necesario que se lo diga inmediatamente: nuestra futura amistad tendrá como base el encuentro que esta noche va a tener con mi marido. ¿A qué hora? —Pero si no hemos quedado en encontrarnos. —Usted es muy desconfiado. Conozco muy bien a mi marido, y sé que lo citó para verse esta misma noche. ¿A qué hora? —A las doce y cuarto. —¿Dónde? —En un camino vecinal, a treinta kilómetros de aquí. —Bien, tenemos tiempo… Pero ahora sería mejor que fuera usted el que me preguntara. —No sabría por dónde comenzar, estoy muy confundido. —¿De veras? Estaba esperando a un tipo más listo, de reflejos más rápidos, más reflexivo. Pero tal vez la razón de su asombro, de su confusión, esté en el hecho de que mi marido no le haya dicho nada referente a mí, a mi carácter, a mi capacidad de intuir sus pensamientos más secretos. Después de quince años de vida en común, un hombre como él es un libro abierto para una mujer como yo. Un libro muy tonto, muy aburrido. ¿Usted qué piensa? —¿De qué? —De mi marido. —A juzgar por la situación en que me hallo ahora, es un imbécil. —Me da gusto oírselo decir. Pero usted hubiera podido darse cuenta de que es un imbécil. Comprendo, sin embargo, que usted se dejó deslumbrar por su prestancia, su modo de actuar, por la autoridad y el dinero que constantemente, aunque con cierta sagacidad, cierta nonchalance, demuestra tener… Y tiene mucho dinero, no se alarme… Yo también caí en el garlito. No es que esté arrepentida; lo único que lamento es haberme casado con él por amor, en lugar de haberlo hecho por cálculo. De cualquier modo me habría casado con él, pero el arrepentimiento fue inmediato. No quiero decir con ello que me haya adaptado completamente, sino que empecé a disfrutar una situación que me permitía desahoga mis caprichos y mi despecho, una situación que me ofrecía todo lo que una mujer puede desear, Incluso el desprecio hacia el hombre que está a su lado, pero el imbécil ha roto ahora el equilibrio. —No obstante, yo no me atrevería a decir que es totalmente imbécil, como usted lo considera; en este caso sí, ya que no cabe duda de que se ha comportado como un tonto, sin precaución… Pero se trata de un hombre que se hizo a sí mismo, al menos eso me ha dicho, y eso mismo dicen todos los que lo conocen. Se ha hecho muy rico, muy poderoso… —Usted piensa como los personajes de una novela rosa, como los manuales norteamericanos acerca del éxito que obtienen los hombres que se hacen a sí mismos. Yo conozco no sólo a mi marido, sino a todo un vasto círculo de hombres que se hicieron a sí mismos, y puedo asegurarle que a todos ellos los hicieron los demás; los cuales, a su vez, fueron hechos por circunstancias y tejemanejes, y aunque estos hombres pasen a la historia, siempre aparecerán como algo fortuito y miserable… En la última guerra, mi marido estuvo en los batallones de la milicia, fascista al lado de Sabatelli, que luego fue ministro de obras públicas, ambos como voluntarios. Eso es todo. Y usted ni siquiera puede imaginarse lo cretino que es el tal Sabatelli. En una sociedad bien ordenada, honesta, en la que no fuera posible el compadrismo; en la que la capacidad y el mérito marcharan por sí mismos, la más benigna de las suertes los habría llevado a una oficina pública, como ujieres; y la más maligna, al otro lado de las rejas. En cambio… —En cambio, son ricos, poderosos y respetados… Pero usted quiere que le haga más preguntas. ¿Puedo? Interrumpida en su rapto oratorio, dijo que sí; pero contrariada, con encono. —Mis dudas son muchas, pero la más inmediata es ésta: ¿por qué me esperaba precisamente esta noche? —Porque hoy, estando a la mesa, mi marido me preguntó si yo pensaba pasar fuera esta noche, en el cine, con alguna de mis amigas; luego me dijo que él volvería tarde, ya muy tarde, pues debía asistir a una reunión del consejo de administración de una de sus empresas. Y en lo que va de este verano, ya ha asistido a dos de tales reuniones… Y esto significa que la tercera era la buena. Buena para él, fatal para mí. Porque no sólo yo, que lo conozco profundamente, sino todo aquel que está un poco familiarizado con él, sabe que mi marido todo lo hace de acuerdo con una idea de supersticiosa perfección basada en el tres. Y no se hable del nueve, que lo hace delirar de gozo. La tercera reunión, pues; el día tres, y usted llegó a las nueve en punto. ¿No le dijo él que debía tocar el timbre a las nueve en punto? —Sí, pero yo creía… —…que se trataba de un detalle calculado por su mentalidad organizadora. Pero usted no sabe cuan poco organizadora es su mente, admitiendo que tenga alguna. Y quiero agregar que en su decisión de confiarle una misión tan… delicada… tan riesgosa… tiene mucho que ver el hecho de que usted es un profesor de matemáticas. Él conoce apenas la tabla pitagórica, y por eso cultiva la convicción de que sus rapiñas, de que cualquier tipo de rapiñas tienen que ver con la sublimidad de las matemáticas. Cuando asaltan a los bancos, le parece oír la música de las esferas. Me refiero a los asaltos que se leen en los diarios: cronometrados, perfectos… Y cuando no son perfectos, analiza los detalles, descubre los puntos débiles y los errores y los imagina en la perfección ideal. Lo mismo que ha ocurrido con este caso. Hace unos años se cometió un delito que usted seguramente recuerda, y el famoso proceso. Mi marido se apasionó tanto con ese caso, que llegó al punto de enviar todas las mañanas a uno de sus empleados, para que le apartara un lugar en la sala del tribunal, en caso de que él pudiera asistir, y más de una vez estuvo ahí presente. Al mismo tiempo que intentaba descubrir los errores que habían llevado al protagonista a la celda de los imputados, él mismo cometía otro. Si ahora usted… En fin, si las cosas hubiesen marchado de acuerdo con su plan, por lo menos una decena de personas habrían recordado su interés en aquel proceso, y especialmente el empleado que le apartaba el lugar y el juez, que lo conoce bien y que algunas veces, desde la alta cátedra, le sonreía. —¿Desde ese entonces empezó usted a sospechar? —No, desde antes; pero fue ese apasionado interés en el proceso lo que me hizo pensar que sus intenciones iban concretándose en un plan más preciso. —Y entonces se dirigió usted a una agencia de investigaciones. —Una cosa muy larga, muy costosa; pero, como ve, valía la pena. Durante dos años la agencia sólo me ha reportado sus infidelidades. ¡Sus infidelidades no me provocan sino risa! Unos cuantos meses después de habernos casado ya no me importaban. Él le pagaba siempre a las mujeres, continuaba haciéndolo; a mí me pagó también, con el matrimonio, pensando que mi precio, aunque alto y de larga duración, era algo soportable. —¿No era soportable? —Evidentemente no. —Quiero decir: ¿por qué se le ha vuelto soportable? —Por mi culpa, naturalmente. He hecho todo lo posible para alejarlo de mí, para marginarlo de mi vida, de mis días, de mis noches. Un alejamiento muy exiguo, un pequeño tapis roulant de cheques… No, no he tenido otros hombres. Mejor dicho: sólo una vez, cuando empezó a disgustarme mi marido. Pero no fue más que por curiosidad. Una prueba fallida. Así que no se haga ilusiones. Se sintió invadido por la cólera, intentó responderle con violencia. —No se ofenda. Sé muy bien que no soy joven ni bella; incluso usted puede decirme que soy fea y vieja. Lo que quiero decirle es que usted podría hacerse la ilusión de quedarse con todo mi dinero, en lugar de sólo una parte, pasando sobre mi cuerpo vivo después de haber pasado sobre el cuerpo muerto de mi marido. En cambio, yo quiero que todo quede muy claro entre nosotros desde ahora. —Por lo tanto usted reconoce que su marido no tiene toda la culpa. —Yo no reconozco nada; y si usted, al llegar a este punto, al punto que hemos llegado, tiene ganas de sopesar los méritos de sus dos acciones posibles, la ejecución del plan de mi marido o la del mío, en la balanza del arcángel, es cosa suya. Pero es un mal negocio mezclar la balanza en estas cosas. Me refiero a este tipo de balanza. Usted –y lo dijo con un tono cumplimentero– es un pequeño y ávido delincuente. No se permita lujos que pueden perderlo. —No soy un delincuente. —¿De veras? —No más que usted. —De acuerdo. Y mucho menos que su mujer, desde luego. —Puede ser. ¿A qué se atiene usted para decirlo? —Lo deduzco de lo que sé. ¿Usted no sabe que su mujer frecuenta a otros hombres, por decirlo de alguna manera? —¡No es verdad! —Sin embargo, es la pura verdad. Pero no lo tome así. ¿Qué le pueden quitar a una mujer como la suya todos los hombres que frecuenta? Forman ustedes dos una hermosa pareja, están bien juntos, desean las mismas cosas, nunca pelean, los vecinos los ven von simpatía… El primer reporte que la agencia me envío respecto de ustedes, en verdad dice cosas muy bonitas: ella tiene veintidós años, enseña en una escuela materna, muy bella, vivaz, elegante; él tiene veintisiete años, profesor suplente de matemáticas en una escuela secundaria, serio, simpático; muy enamorados, muy tranquilos… El segundo reporte y todos los demás no agregan nada acerca de usted; pero respecto a su mujer revelan una actividad insospechable, sorprendente. Por dinero, de eso no hay duda. Por eso mismo, si usted no lo sabía, le pido que se tranquilice. Por dinero, solamente por dinero… ¿Sabe usted que una vez, sólo una vez estuvo con mi marido? —Lo sospechaba. Lo sospeché en un principio; creí que su marido se nos pegaba únicamente porque quería abordar a mi mujer. Eso no quiere decir que mi mujer estuviese de acuerdo. Pero luego la sospecha se desvaneció, ya que no había más motivo para creer que quería seducir a mi mujer cuando me dijo lo que pretendía de nosotros, de mí. —En el plan de mi marido, sin embargo, era necesaria una pequeña liaison con su mujer. Para servirse de ella, creo yo, en caso de que usted, por azar o por cualquier error cometido en la ejecución del plan, fuera descubierto. Entonces habría podido decir: tuve una relación con su mujer, él lo supo y, por venganza, mató a la mía; o la mató porque, al buscarme a mí, ella le ofreció resistencia, o lo mortificó, suscitando su violencia… Pero no permita que la duda lo martirice al pensar que mi marido, de acuerdo con su mujer, pudiera desviar hacia usted las sospechas de la policía. El es incapaz de esas finuras. Además, estoy segura de que su mujer jamás habría permitido llegar a una solución tal; creo saber qué clase de mujer es ella. —¿Qué clase? —Nos parecemos. Se parece a tantas otras… Adoramos las cosas, hemos puesto las cosas en el lugar que le corresponde al Dios del universo. Los escaparates son nuestro firmamento, los clósets empotrados y las cocinas integrales americanas contienen al universo. Las cocinas en las que nunca se cocina, habitadas por el Dios de los programas televisivos… Mi padre, que era un pequeño burgués, se pasó toda la vida en casas de alquiler, sin sentir nunca la exigencia de poseer una. Pero ahora no hay revolucionario que no quiera ser propietario de la casa en que vive, que no contraiga deudas descomunales con tal de tener casa propia. Son los bancos los que administran la metafísica. Pero dejemos esto de lado... Su mujer, por lo tanto, se parece a mí. En estos tiempos todas nos parecemos, y esto es un lío. Su mujer, además, es indiferente o ingenua. Estoy segura de que ella fue la primera en emocionarse con el plan que mi marido les propuso… A propósito, ¿en qué términos se los propuso? —Ya depositó en un banco de Hamburgo, a nuestro nombre, una gran suma. —¿Cuánto? —Doscientos mil marcos. —Es decir, esta noche usted podía, en lugar de venir aquí, volar a Hamburgo y… —Podía. Pero dentro de dos años, si todo hubiera resultado bien, podría cobrar otros cuatrocientos mil marcos. —Yo le voy a dar quinientos mil marcos, y dentro de seis meses. ¿Confía en mí? —No lo sé… —Debe confiar en mí. Y tenga presente que mi plan comporta un riesgo mínimo, mientras el de usted, el que quería ejecutar, lo hubiera mandado a la cárcel con toda certeza, podemos decir, matemática. La agencia de investigaciones se encargaría, en caso de que me ocurriese algo, de mandarle a la policía copias de los reportes y de las fotografías… Mientras que ahora, aun admitiendo que yo no confíe en el compromiso, o que incluso tenga la intención de traicionarlo, usted no corre más riesgo que el de no obtener otro dinero y el de ser condenado por homicidio pasional, por razones de honor. Dos o tres años de cárcel, sin descartar la posibilidad de la amnistía. Y no eche en saco roto este buen consejo que le doy: en caso de que usted cayera en la trampa, aténgase siempre a la traición de su mujer, a la atroz desilusión que mi marido le ha provocado. Siempre. —Pensándolo bien, me parece que usted es la que quiere tenderme la trampa. —Lo consideraría un cretino si no saliera de aquí con esta sospecha… Vio la hora, y, poniéndose en pie, le preguntó sonriendo: —¿Me consideraría indiscreta si le pregunto con qué tipo de arma pensaba matarme? —Con pistola. —Muy bien… Ya es hora de que se vaya; dispone del tiempo necesario para llegar al lugar de su cita. Y que tenga buena suerte. Lo acompañó hasta la puerta, sonriéndole dulce y maternalmente. Antes de cerrarla y de que él llegara al cancel, lo llamó y le dijo en voz muy baja: —Un solo disparo no es suficiente, ya que es muy robusto… Lo dijo con el tono de quien solicitara particulares atenciones para un niño muy delicado. Y agregó: —Tiene el silenciador, me supongo. —Sí, lo tengo. —Bien. Que tenga buena suerte. Cerró la puerta y se apoyó en ella. Sonreía, encantada, paladeando lentamente las sílabas: —El silenciador… Homicidio premeditado… Se acercó a la ventana. Lo vio alejarse del cancel. Se sentó en la poltrona. Se levantó. Se puso a pasear por la sala, rozando con las manos muebles y objetos, como si tocara un instrumento musical. Vio el reloj. Se dirigió hacia el teléfono, marcó un número y habló con voz agitada: —¿Está todavía mi marido en la oficina?... ¿Ya salió…? Estoy preocupada, muy preocupada… Sí, ya sé que no es la primera vez que llega tarde; pero esta noche pasó algo que me inquieta… Vino a buscarlo un joven, estaba furioso, muy alterado; se quedó aquí esperándolo un buen rato… acaba de irse. Me dio mucho miedo… No, no se trata de una impresión… yo sé por qué ese joven estaba tan enojado y amenazante… ¿Cuánto hace que salió mi marido…? Sí, gracias. Buenas noches… Sí, buenas noches. Colgó el aparato, volvió a levantarlo y marcó otro número. Su voz adquirió ahora un tono más alarmado y lleno de congoja. —¿A la comisaría? ¿Está el comisario Scoto…? Pásemelo inmediatamente, por favor… ¡Señor comisario, qué suerte hallarlo a estas horas en su oficina…! Oiga, estoy preocupada, muy preocupada… Mi marido… Me cuesta trabajo decírselo, es muy humillante… Pero no tengo más remedio que decírselo… Mi marido tiene relaciones con una mujer casada, una mujer muy joven, muy bella… Lo sé porque la ha estado vigilando una agencia de investigaciones, y no me da vergüenza confesarlo… No, no quiero acusarlo de adulterio; por lo contrario, tengo miedo de que algo malo le suceda… Porque, vea, esta noche vino el marido de ella, un profesor joven, y estaba muy furioso, muy alterado. Lo dejé entrar, incautamente; y estuvo aquí un par de horas, esperándolo, con un aire amenazador. Quise hacerlo hablar, pero sólo respondía evasivamente, con pocas palabras. Se acaba de ir… Sí, hace unos minutos… Le telefoneé a mi marido, para advertirlo, pero ya había salido de la oficina. Ya debería estar aquí… ¿Usted no puede hacer algo…? Sí, está bien –casi llorando–… Lo esperaré media hora todavía, y le vuelvo a telefonear… ¡Gracias!
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