El largo viaje
Parecía una noche hecha adrede. Bastaba moverse un poco para sentir la densa oscuridad casi cuajada. Inspiraba miedo el rumor del mar, la respiración de esa fiera que es el mundo, una respiración que se apagaba a sus pies. Estaban con sus maletas de cartón y sus bultos en un trecho de playa pedregosa, entre Gela y Licata. Habían salido de sus pueblos al amanecer, pueblos de tierra adentro, agrumados en la región del feudo. Y llegaron al mar al oscurecer. Uno de ellos veía el mar por vez primera y lo aterrorizaba la idea de tener que cruzarlo desde esa desierta playa de Sicilia, de noche, hasta llegar a otra solitaria playa de América, también de noche. Porque así lo estipulaba el trato. —Yo los embarco de noche –les había dicho aquel hombre, una especie de agente viajero muy labioso, pero de cara seria y honesta–, y de noche los desembarco en una playa de Nueva Jersey, a unos cuantos pasos de Nueva York… Y quien tenga parientes en los Estados Unidos, escríbales, para que lo esperen en la estación de Trenton, doce días después del embarco. Hagan sus cuentas… Y consideren que no puedo asegurarles el preciso día de la llegada… Pongamos que podemos encontrar marejadas, pongamos que estén vigilando la costa… Un día de más, un día de menos, no importa. Lo importante es desembarcar en los Estados Unidos. Tenía razón; lo importante era desembarcar en Estados Unidos. El cómo y cuándo no tenían mucha importancia. Si las cartas les llegaban a sus parientes –con aquellos domicilios confusos y garabateados que apenas lograban escribir en los sobres–, también ellos podían llegar. “Quien boca tiene, a Roma va”, decía el proverbio. Atravesarían el mar, ese mar enorme y oscuro; llegarían a las stores y a las farmas de los Estados Unidos; serían recibidos con cariño por sus hermanos, tíos, sobrinos y primos; a las tibias, ricas y espaciosas casas; a los grandes automóviles, grandes como casas. Por doscientas cincuenta mil liras: la mitad, al partir; la otra, al llegar. Ya tenían el dinero. Lo llevaban guardado entre la piel y la camisa, como un escapulario. Habían vendido todo lo que tenían, para reunirlo: el terrenito, la casa, la muía, el burro, las provisiones para todo el año, el bargueño, los cobertores. Los más listos recurrieron a los usureros, con la secreta intención de no pagarles al fin, al menos una vez, después de tantos años de sufrir sus vejaciones. Y estaban felices tan sólo de pensar la cara que pondrían al conocer la noticia. “¡Ven a buscarme a los Estados Unidos, sanguijuela! ¡Tal vez te devuelva el dinero, pero sin réditos, en caso de que me encuentres!” El sueño americano rebosaba de dólares. Ya no más dinero guardado en un viejo portamonedas, o escondido entre la piel y la camisa, sino echárselo con displicencia en los bolsillos de los pantalones; sacarlo en manojos, como los parientes, los mismos que se habían marchado muertos de hambre, flacos, quemados por el sol; los mismos que volvían después de veinte, treinta años, pero sólo de vacaciones, con la cara llena y sonrosada, que contrastaba con los cabellos blancos. Ya eran las once. Uno de ellos encendió una linternita eléctrica: la señal de que podían ir a recogerlos, para embarcarlos. Al apagarla, la oscuridad parecía más densa y amedrentadora. Pero minutos después, entre la respiración obsesiva del mar, se oyó una más humana, un doméstico sonido de agua, como si llenaran y vaciaran unos baldes, con ritmo. Luego oyeron un rumor, un cuchicheo. Antes de que el bote tocara tierra, se encontraron de pronto frente al señor Melfa, que era el nombre con que conocían al empresario de su aventura. —¿Están todos? -preguntó el señor Melfa. Encendió una linterna, los contó. Faltaban dos. Y agregó: —Tal vez se arrepintieron... Tal vez no tarden... Peor para ellos, en todo caso. ¿Quieren que los esperemos, a pesar del riesgo? Todos dijeron que no tenía caso esperarlos. —Si alguno de ustedes no tiene listo el dinero en efectivo, será mejor que se meta el camino entre las piernas y se largue a su casa –advirtió el señor Melfa. Si alguno de ustedes piensa que puede sorprenderme estando a bordo, está sumamente equivocado, pues puedo regresarlos a tierra, a todos, como que Dios existe. Y no es justo que por uno paguen todos. A quien quiera hacerme una trastada puedo castigarlo con mi propia mano y con la de los compañeros; podemos darle una paliza que nunca olvide, si bien le va… Todos juraron que tenían el dinero en efectivo, hasta el último centavo. —¡Suban al bote! –ordenó el señor Melfa. En un abrir y cerrar de ojos, cada uno de los viajeros se transformó en una masa informe, un racimo de equipaje. —¡Pero por amor de Dios! Traen encima toda la casa –y empezó a insultarlos; terminó de hacerlo cuando todo estuvo a bordo del bote, hombres y equipaje amontonados, con riesgo de que un hombre o un bulto cayera por la borda. Para el señor Melfa no había otra diferencia entre un hombre y un bulto que las doscientas cincuenta mil liras que cada hombre llevaba consigo entre la piel y la camisa. Él los conocía, él los conocía muy bien: estos peones ladinos, estos miserables. El viaje duró un poco menos de lo previsto: once noches, incluyendo la de la partida. Y contaban las noches y no los días, pues las noches eran de una atroz promiscuidad, sofocantes. Sentían que se ahogaban con el olor de la nafta, del pescado y del vómito, como si estuvieran dentro de un negro y caliente alquitrán. Al amanecer subían a cubierta, chorreantes de sudor, extenuados, a nutrirse de luz y viento. Ellos creían que el mar era una llanura verdeante de mieses agitada por los vientos, pero ahora el verdadero mar los espantaba, les estrujaba las vísceras, y en sus ojos hormigueaba dolorosamente la luz tan pronto como se atrevían a mirarlo. A la undécima noche el señor Melfa les ordenó que subieran a cubierta. Creyeron ver densas constelaciones que hubieran descendido al mar, como rebaños; pero eran los pueblos, los pueblos de la rica América que brillaban, como joyas en la noche. Y la noche era encantadora, serena y dulce; la luna en creciente pasaba detrás de una translúcida fauna de nubes, una brisa ligera aliviaba los pulmones. —¡Ahí está América! -les dijo el señor Melfa. —¿No hay peligro de que sea otro lugar? –preguntó uno de ellos, quien durante todo el viaje había estado pensando que en el mar no hay caminos ni atajos, y que sólo Dios podía encontrar en él la exacta ruta, sin errar, conduciendo un barco entre el agua y el cielo. El señor Melfa lo vio compasivamente, luego les preguntó: —¿Cuándo han visto en Sicilia un horizonte como ése? ¿No sienten que hasta el aire es distinto? ¿Ven cómo resplandecen esos pueblos? Todos estuvieron de acuerdo con él. Miraron con piedad y resentimiento al compañero que hacía la pregunta tan estúpida… —Ahora liquídenme el resto. Hurgaron debajo de sus camisas y le dieron lo que faltaba. —Preparen todas sus cosas –dijo el señor Melfa, después de guardar el dinero en una caja. En ello emplearon pocos minutos, pues casi habían consumido todas las provisiones para el viaje –que ellos debieron llevar, según el trato–; no les quedaba sino un poco de blanquería y los regalos para los parientes que vivían en los Estados Unidos: algunos quesos de oveja, botellas de vino añejo, bordados para mesas de centro o respaldos de sofá. Bajaron al bote ligeros, riendo y tarareando; uno de ellos se puso a cantar a grito abierto tan pronto empezó a moverse el bote. —¿Pero es que no entienden? –se enojó el señor Melfa. ¿O me quieren meter en problemas? Apenas los deje en tierra pueden ir al encuentro del primer policía con que se topen, para que los deporte inmediatamente; a mí no me importa, cada quien es libre de morir como se le antoje… Yo ya cumplí con mi parte, están en América, sólo me falta aventarlos a la playa… ¡Pero denme tiempo de regresar a bordo, por el amor de Dios…! Le dieron más tiempo del necesario para regresar a bordo. Se quedaron sentados en la arena fresca, indecisos, sin saber qué hacer, bendiciendo e injuriando a la noche que los protegería mientras siguieran sentados en la arena de la playa, pero que podía tenderles una emboscada si intentaban alejarse. “Sepárense”, les había recomendado el señor Melfa; pero nadie se atrevía a separarse de los compañeros. Y nadie sabía qué tan lejos estaba Trenton, nadie sabía en cuánto tiempo podrían llegar. Oyeron un canto lejano, irreal. “Se parece al canto de nuestros carreteros”, pensaron, “el mundo es igual en todas partes; en todas partes el hombre expresa cantando la misma melancolía”. Pero estaban en América, y las ciudades que resplandecían detrás del horizonte eran las ciudades de América. Dos de ellos se decidieron a explorar el terreno. Caminaron en dirección de la luz que el pueblo más cercano reflejaba en el cielo. Pronto encontraron una carretera: “asfaltada, bien cuidada; mejor que las nuestras”, pensaron. Pero la verdad es que la esperaban más ancha, más derecha. Se mantuvieron fuera de ella para evitarse problemas; caminaban a la vera, entre los árboles. Pasó un automóvil. “Parece una seiscientos”, pensaron. Y luego otro. “Parece una milcién. Aquí usan coches italianos por puro capricho; se los dan a sus muchachos como nosotros les damos bicicletas.” Poco después pasaron dos motocicletas ensordecedoras, una detrás de la otra. Era la policía, sin lugar a dudas. Menos mal que caminaban fuera de la carretera. Finalmente vieron dos flechas signaléticas. Miraron hacia atrás, hacia delante, cruzaron el camino, se acercaron a las flechas y leyeron: Santa Croce Camarina-Scoglitti. —Santa Croce Camarina… Scoglitti… Me parecen nombres conocidos… —Puede ser que por aquí haya vivido alguno de nuestros parientes, quizá mi tío, antes de irse a Filadelfia… Porque recuerdo que estuvo en otra ciudad antes de irse a Filadelfia… —También mi hermano estuvo en otra ciudad antes de irse a vivir a Bruclin… Pero no me acuerdo cómo se llama… Además, nosotros leemos Santa Croce Camarina, leemos Scoglitti, pero no sabemos cómo lo leen aquí; el americano no se pronuncia como se escribe. —Es cierto. Lo bueno del italiano está en que siempre se pronuncia tal como se escribe… Pero no vamos a pasar aquí toda la noche; es necesario tener un poco de valor. Voy a detener al primer coche que pase y sólo les diré: “¿Trenton?” Aquí la gente es muy educada... Aunque no entendamos lo que nos digan, alguien hará un gesto, y así sabremos dónde queda la maldita Trenton. De la curva cercana, a unos veinte metros, apareció una quinientos. El automovilista vio unos brazos levantados, pidiéndole que se detuviera. Enfrenó violentamente el vehículo, insultándolos. No pensó que se tratara de un asalto, ya que esa zona era muy pacífica; únicamente creyó que esos hombres le iban a pedir que les diera un “aventón”. —¿Trenton? –preguntó uno de ellos. —¿Qué? –preguntó, a su vez, el automovilista. —¿Trenton? —¿Qué? ¡Ustedes andan borrachos! –respondió airadamente el automovilista. —¡Habla italiano! –dijeron ellos al unísono, consultándose con la mirada, pensando si sería conveniente revelarle a un compatriota la situación. El automovilista cerró la portezuela y puso en marcha el motor. Y habiendo ya arrancado, aprovechando la distancia ganada, los insultó: —¡Borrachos, borrachos y carnudos…! ¡Hijos de su…! El resto de los insultos se perdió en la carretera. El silencio los rodeó. Los dos se quedaron al borde de la carretera, como, estatuas. Uno de ellos, al que no le parecía desconocido el nombre de Santa Croce Camarina, dijo después de unos momentos: —Ahora recuerdo que mi padre vino una vez a Santa Croce Camarina, a trabajar en la siega… Una vez que en el pueblo nos fue mal con la cosecha… Se dejaron caer a orillas de la cuneta, como cosas aplastadas, conscientes de que no había prisa alguna en decirle a los compañeros que los habían desembarcado en Sicilia.
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