Campanitas de plata
Mientras sus pequeños nietos gritan asomados a una gran pila redonda, en el patio humilde que decora un añoso limonero; mientras dos palomas blancas se persiguen con amor entre las macetas que lucen al sol las anchas hojas y las flores vivas de sus malvas; en tanto que la cabeza noble de “La Estrella”, su yegua favorita, aparece por encima de la carcomida puerta del corral, mi tío el armero, enamorado eterno de las pistolas finas, bajo el ancho portalón, levanta a contra luz, con elegancia, el cañón de un rifle que está limpiando devotamente, y mete por allí el ojo sagaz.
Se le veía de la calle desde una ventana bajita y siempre tenía la misma actitud: inclinado sobre una grande y pesada mesa, atento a mil objetos pequeñitos. Hasta la ventana llegaba, del patio interior de su casa, el aroma de unos jazmines que parecían en éxtasis bañados por el brillo del sol.
Éste era un señor Juez de pueblo, joven, madrugador y grande amigo de la caza. En las claras mañanas primaverales, después de una noche de buen sueño, o en las rojas tardes de otoño, cumplida su tarea de justicia, se le veía salir al campo por las callejas del pueblo con su escopeta al hombro, y rodeado de muchachos a quienes por el camino explicaba pacientemente las matemáticas.
Los que echaban a perder un cuento bueno o escribían uno malo lo enviaban al componedor de cuentos. Éste era un viejecito calvo, de ojos vivos, que usaba unos anteojos pasados de moda, montados casi en la punta de la nariz, y estaba detrás de un mostrador bajito, lleno de polvorosos libros de cuentos de todas las edades y de todos los países.
Cuando el bastón salía de las manos temblorosas del abuelo era para quedarse firme en un rincón, siempre lejos del ruido y de las gentes. En la calle se animaba un poco más, pero nunca azotaba a un perro ni hacía rodar por el suelo una hoja de árbol.
Era en el atardecer, hacia el Poniente. El sol lanzaba unos destellos vivos al ocultarse en un macizo de nubes ya casi tocando el horizonte. El dragón estaba echado sobre la montaña lejana con la cabeza hundida en las dos gruesas manos y sólo dejaba perfilar sus dosorejaspuntiagudas. |