Material de Lectura

Campanitas de plata

 

Mi tío el armero

El relojero

El señor juez

El componedor de cuentos

El bastón cobarde

Yo vi a un dragón 

 

 

 



Mi tío el armero

 

 

 

Mientras sus pequeños nietos gritan asomados a una gran pila redonda, en el patio humilde que decora un añoso limonero; mientras dos palomas blancas se persiguen con amor entre las macetas que lucen al sol las anchas hojas y las flores vivas de sus malvas; en tanto que la cabeza noble de “La Estrella”, su yegua favorita, aparece por encima de la carcomida puerta del corral, mi tío el armero, enamorado eterno de las pistolas finas, bajo el ancho portalón, levanta a contra luz, con elegancia, el cañón de un rifle que está limpiando devotamente, y mete por allí el ojo sagaz.

 

 

 

 

 



El relojero

 

 

 

Se le veía de la calle desde una ventana bajita y siempre tenía la misma actitud: inclinado sobre una grande y pesada mesa, atento a mil objetos pequeñitos. Hasta la ventana llegaba, del patio interior de su casa, el aroma de unos jazmines que parecían en éxtasis bañados por el brillo del sol.

 

 

 

 

 



El señor juez

 

 

 

Éste era un señor Juez de pueblo, joven, madrugador y grande amigo de la caza. En las claras mañanas primaverales, después de una noche de buen sueño, o en las rojas tardes de otoño, cumplida su tarea de justicia, se le veía salir al campo por las callejas del pueblo con su escopeta al hombro, y rodeado de muchachos a quienes por el camino explicaba pacientemente las matemáticas.

Los rojos cardenales, volando nerviosamente de un arbolito al que le sigue, y los tímidos conejos, saltando entre las piedras de los cercados, seguían también, con interés, las explicaciones del maestro.

 

 

 

 

 



El componedor de cuentos

 

 

 

Los que echaban a perder un cuento bueno o escribían uno malo lo enviaban al componedor de cuentos. Éste era un viejecito calvo, de ojos vivos, que usaba unos anteojos pasados de moda, montados casi en la punta de la nariz, y estaba detrás de un mostrador bajito, lleno de polvorosos libros de cuentos de todas las edades y de todos los países.

Su tienda tenía una sola puerta hacia la calle y él estaba siempre muy ocupado. De sus grandes libros sacaba inagotablemente palabras bellas y aun frases enteras, o bien cabos de aventuras o hechos prodigiosos que anotaba en un papel blanco y luego, con paciencia y cuidado, iba engarzando esos materiales en el cuento roto. Cuando terminaba la compostura se leía el cuento tan bien que parecía otro.

De esto vivía el viejecito y tenía para mantener a su mujer, a diez hijos ociosos, a un perro irlandés y a dos gatos negros.

 

 

 

 

 



El bastón cobarde

 

 

 

Cuando el bastón salía de las manos temblorosas del abuelo era para quedarse firme en un rincón, siempre lejos del ruido y de las gentes. En la calle se animaba un poco más, pero nunca azotaba a un perro ni hacía rodar por el suelo una hoja de árbol.

Era un bastón sin mucha gracia, con el puño encorvado y lo demás rígido y recto. Siempre que lo buscaban para amenazar a alguien, andaba perdido, como si tuviera miedo.

 

 

 

 

 



Yo vi a un dragón

 

 

 

Era en el atardecer, hacia el Poniente. El sol lanzaba unos destellos vivos al ocultarse en un macizo de nubes ya casi tocando el horizonte. El dragón estaba echado sobre la montaña lejana con la cabeza hundida en las dos gruesas manos y sólo dejaba perfilar sus dosorejaspuntiagudas.

De pronto arqueó el lomo como un gato que se despereza y una trompa prominente colgó de su nariz, en tanto que la extremidad de su cauda larguísima, caldeada por un fuego de fragua, se contraía dolorosamente. En un instante desapareció también, como si hubiera saltado fuera del mundo.