Material de Lectura

De Muñecos de cuerda

 

El novio muerto

A Emma Cuéllar

El panteón acabó por imponerse en la voluntad de aquellas dos hermanas y de constituir para ellas un lugar de distracción, y un refugio, una defensa, en contra de los bostezos lánguidos de las tardes ociosas de los sábados y también en contra de cualquiera visita impertinente que desatentadamente se apoderara por largas horas de la libertad en que ansiaba vivir el espíritu.

En la tarde de los sábados, pues, sin gran vacilación y sin meditarlo mucho, con cierto aire maquinal, se encaminaban al panteón en compañía de sus dos amigas —también hermanas entre sí— que siempre las invitaban y que eran como la pareja correspondiente a la suya.

En realidad las que tenían motivo verdadero para hacer la visita eran las amigas o, mejor dicho, una de ellas. A ésta se le había muerto el novio; en aquel panteón estaba sepultado. La visita de las demás al fúnebre lugar era para hacer compañía; al principio, para lamentar y consolar, después para divertirse y divagar sobre distintos temas, ajenos muchos de ellos a la otra vida y a la melancolía de la mansión de los muertos, que por largo trecho hacía descubrir a los ojos de las visitantes, como una ciudad minúscula, la alineada sucesión de sus tumbas, de sus mausoleos, de sus capillas, levantando todas en alto, entre las manchas verdes de la jardinería o las enanas copas de los árboles, las blancas cruces de piedra que acababan por significar muy poco ante aquella multiplicación inútil y fastuosa.

Estas cuatro amigas eran como se ha dicho hermanas, dos a dos; y en aquel novio muerto, que en vida había ilusionado la juventud de una de ellas, veían las otras tres —algo como suyo también, no sólo porque había conversado con ellas, cuando vivo y les hablaba de “tú”, sino porque en él, sin proponérselo y casi sin decírselo, todas veían su más caro ideal, el que ponía alas a su pensamiento, y lo hacía viajar por regiones desconocidas, algunas veces que el mal sueño, el tedio o la tristeza, las tenía despiertas, en la noche callada, mientras la llovizna por fuera resonaba en los vidrios de la ventana, o algún mosquito zumbaba como si fuera un diablillo burlón y enemigo del sueño.

No era que las tres envidiaran precisamente al novio de la cuarta. Aquel joven larguirucho y un poco tonto, que tomaba los tranvías en marcha, que al fumar arrojaba espesas nubes de humo, que no era ambicioso, ni mostraba en sus rasgos el empaque del hombre serio, no constituía el tipo de felicidad terrenal, ni deseaban en lo más mínimo de su corazón llegar a tener un novio así. Pero el ver que éste ya estaba realizado como quiera que fuera; que les hablaba, que charlaba, que algunas veces las acompañaba en la calle y que de él discutían en común, cuya conducta se comentaba en ocasiones, en tanto que “el otro” apenas existía delineado en la imaginación más o menos ardiente de cada una, lejano y misterioso como un fantasma de ensueño, hizo que durante lósanos de noviazgo estas tres mujeres consideraran al novio de la cuarta, cuando vivía, muy cerca de ellas; que le tuvieran afecto y llegaran a creer con firmeza, que tarde o temprano solemnidades y ritos vendrían a formalizar y a estrechar aquellas relaciones de noviazgo que entonces les parecían un agradable pasatiempo. Y por eso también cuando el desventurado novio, en un accidente fatal entregó la vida, las tres amigas, cediendo al impulso de la más doliente, instituyeron previamente, para el difunto, un culto de amistad, semanario y metódico, que poco a poco fue encontrando los cauces de sus vidas, y que las hacía invariablemente asociarse para visitar el panteón en las tardes de los sábados.

Estas visitas de las cuatro amigas al novio muerto eran, si se penetra un poco en la razón de su persistencia, como cuatro páginas de un libro que no acaba; como cuatro esbozos que nunca se definen; como cuatro sones vagos que siempre tiemblan…

La que era romántica y soñadora de las cuatro, en las tardes del sábado veía la hora del sortilegio, cuando frente a las tumbas blancas y hechizadas por la tristeza de los árboles funerarios su alma se perdía en un reino fantástico, del que volvía, al cabo, embriagada de dulce melancolía. La que, era frívola rompía desde la entrada la seriedad del cortejo con chanzas y charlas, y se entregaba con pasión la cuenta de la edad de los muertos, por las fechas grabadas en las tumbas. La que estaba enamorada —y durante muchos años lo estuvo, la novia del muerto— se iba derecha a la tumba de su novio, y allí por largo rato meditaba y rezaba… y alguna lágrima candente dejaba caer sobre la loza fría. Por último, la que era seria y callada, se dedicaba a observar el paisaje, a mirar los oros de la tarde, o a pasear indiferente, por las callecillas recién regadas, hasta que la hora del regreso se anunciaba.


Al volver del panteón, se sentían las cuatro amigas libres de una obligación que les hubiera sido difícil definir, pero que de sábado a sábado ligaba fatalmente sus vidas en torno a la borrosa memoria de un novio muerto...