Animula
Sol sobre naranjas
El gran ojo de una vaca
Un altar dorado
El cielo de una calle
Sol sobre naranjas
El ser más distraído de una ciudad, que después de una mujer es un niño vagabundo, no puede menos de padecer pequeños raptos de las cosas que son otras tantas débiles atracciones de la tierra que lo sostienen y lo impulsan para llegar algún día al fin incierto de su vida. Cuando el gran viajero Gulliver tuvo la suerte de llegar al país de los enanos, era tal la embriaguez de su espíritu por los aplausos de los hombres, que no se dio cuenta de que empezaba para él una nueva aventura, incomparablemente más difícil que todas las que había pasado en el país de los gigantes. Los hombres de la Historia son así, ingenuos y desgraciados, y llenan con su vida páginas admirables. Del gran Gulliver no se supo que tomara precaución alguna, ni siquiera la muy elemental entre viajeros ilustres, de sospechar que había llegado al país de su destino. Así es que, sin cuidarse por nada, siguió de la mano de sus viejas costumbres de grande hombre, haciendo soliloquios en voz alta, dando continuos paseos con las manos cruzadas en la espalda, usando fuertes zapatos con suelas que rechinaran, buscando la soledad en lo más alto de una roca para hacer cálculos laboriosos, poniéndose de mal humor con las cosas pasadas y durmiendo vestido en cualquier parte. Para los enanos, seres desdeñados y mal vistos por los hombres, éstas eran señales seguras de que a su país había llegado un enemigo y, como para distinguirse de los humanos han convenido en ser tímidos y crueles, desde luego se prepararon a la lucha. Mientras el gran Gulliver, en un buen mediodía, tomaba, como un héroe victorioso, su almuerzo abundante al pie de una copuda haya y corregía su itinerario en un viejo cuaderno, el enjambre de pequeños hombrecillos entraba en una actividad creciente y prodigiosa. A poco se vio una infinidad de hilos delgados pasar sobre el cuerpo de Gulliver, cuando gustaba ya de un dulce sueño bajo el haya frondosa, con las puntas de los pies hacia el cielo como un elegido; y unos operarios subían a él con pequeñas escalas, mientras otros sujetaban fuertemente las extremidades de los hilos a una gran cantidad de pequeños postes clavados en el suelo. De esta suerte el cuerpo de Gulliver en corto tiempo quedó atado a la tierra por una inmensa red de hebras de hilo, y cuando despertó se encontró preso y vencido, obligado a arrastrar la dura esclavitud de los enanos. Una vez, en el mercado, oí decir a un niño vagabundo frente a un puesto de naranjas que hacía brillar al sol: “Si yo fuera el dueño de esas lucientes naranjas, me creería poseedor de un montón de hermosas bolas de oro.”
El gran ojo de una vaca
En medio de la inquieta movilidad de los hombres es dulce y consoladora la indolente lentitud de los ganados. Los pastores de las églogas son apasionados y tiernos como las ovejas en tiempo de crías; y los rústicos, que para tanto entran en la novela y el cuento mexicanos, son fieros y sumisos como una vaca de ordeña o rencorosos y vengativos como el buey taciturno de una fábula. El ganado que vive en las ciudades, único que puede ver un niño vagabundo, es ya otra especie de ganado. El tiempo de una vaca que vive en un cortijo de la ciudad, está casi tan arreglado como el de cualquier empleado de una oficina. En esos animales, sobre todo, hemos hecho perder todo instinto de maternidad a fuerza de educarlos para nuestros fines interesados. Ante una vaca mansa que pasa cada tarde por las calles de la ciudad, camino del establo, puede cualquiera no sólo acariciar las crías, sino maltratarlas y aun matarlas, sin que la madre parezca entender que se trata de la mitad de su alma. Esas vacas, gracias a las casas continuas y alineadas que les hacen imposible toda esperanza de perderse unas de otras, y a la vida de colegio que tienen, han olvidado casi por completo el bramar. Y tan lógicas son las costumbres de la escuela, que cuando nos presentamos en un establo y están todas las vacas en sus corrales, bien alimentadas y limpias, vueltas hacia la pila del centro que se surte de agua clara, hay un momento en que nos parece que con su gran cabeza mutilada uniformemente nos saludan. La mansedumbre del ganado no es sino la inacción de la tristeza. Esa vaca, como su bisabuelo, podía vivir en el monte espeso, sin conocer a los hombres y hacer su vida noblemente, sin regla ni aviso, bañada por el sol en las mañanas o echada bajo un árbol en la siesta o defendida del frío en una cavidad salvaje. Pero ella desde su nacimiento conoció a un dueño que la acarició tiernamente, le dio alimento y le enseñó costumbres muy metódicas que le han dado enfermedades y la tienen siempre achacosa y envejecida. Todo esto y algo más encontraríamos al asomarnos a la dulzura de su gran ojo mientras pensativamente rumia la yerba.
Un altar dorado
No es indiferente la hora del día en que se visite una iglesia aunque sólo sea para satisfacer un pensamiento infantil: Dios vive en las iglesias y allí hemos de ir a platicar con él. La frente de Dios es tan sabia y su rostro tan antiguo que aunque los hombres le cuenten siempre las mismas cosas y éstas pasen fuera de la experiencia que él tiene, los oye sin molestia y sin enojo. Casi todas las oraciones encuentran a Dios dormido con la mejor sonrisa en sus divinos labios; sólo las que suben temprano, cuando de las altas vidrieras de colores cae un rayo de sol que atraviesa el aire del templo, son las que rompen el agradable silencio celestial y la bondad eterna las deja llegar y las escucha sin levantar los ojos de su libro omnisciente. A la divinidad le gustan los perfumes y es sensible a los sacrificios solemnes; el brillo de los altares inunda también de satisfacción sus ojos cansados. Si los hombres de hoy amaran más a Dios o fueran más corteses, vendrían a implorar sus favores de siempre y a decir sus quejas pertinaces, a la mejor hora del día, cuando en el templo las nubes de incienso suben más espesas y devotas, cuando el órgano melodioso levanta más sus voces, cuando las víctimas aparecen más dignas entre los adornos, cuando el altar deslumbra como una ascua de oro. Así lo hicieron los antiguos más nobles y así lo hacen los cristianos más ricos, únicos que verdaderamente aman a Dios y son amados por él. En esa hora magnífica ellos se reúnen y se recrean, oran y ensalzan, conversan y lloran. Si allí les exigieran su vida, heroicamente, como en los poemas, la darían, sin importarles nada, ni siquiera Dios mismo. En cualquier otro momento la iglesia es campo muerto, aula vacía por donde el aire frío discurre tenazmente, un museo lleno de sombras que sólo por capricho de su arte a algún pintor modesto le ocurre visitar. Ir allí a buscar a Dios, es señal de poquedad de espíritu y mala conciencia. En los altares lo más rico se esconde y sólo las puntas o las aristas acechan con desconfianza. Las tardías oraciones que entonces se levantan, como las irreverentes y plebeyas que se dirigen a Dios desde cualquier hogar, en medio de las cosas más innobles, ésas nada tendrán y los indignos fieles que las elevan no alcanzarán riquezas y perderán el cielo por no haber conocido en su vida el fin para que fueron creados: la perspicacia de las fórmulas.
El cielo de una calle
Las calles tienen alegrías y ratos de malhumor como tienen dioses y esclavos. En México, la torcida del Apartado se alegraría seguramente si una cortesana, con quien bromea familiarmente, al atravesarla, pierde la pisada y viene a enlodar su magnífica bota en un inmundo charco. ¿Quién podrá negar el desagrado de la Santa Veracruz con la presencia de un sombrero alto? Si por acaso se detiene allí largo rato, le descargará la lluvia y el trueno para hacerlo doblar la primera esquina. La de Medinas, grave, se paga de los carruajes elegantes; si un tranvía llegara a pasarla se cambiaría de nombre. Los perros callejeros y los niños vagabundos son sus grandes amigos; en ellos ve a los seres más perfectos de una República, por eso los protege y los ampara, dándoles el mejor sueño en el hueco de una puerta y proporcionándoles la ocasión de un pequeño hurto para que tengan pan. En los nichos de las esquinas o en las cornisas de las casas más antiguas, se albergan los dioses, de quienes algunos mortales aseguran que son muy viejos, pero con vigor todavía para decir malicias. Los dioses de la calle, como es fácil suponer, a despecho de las otras divinidades, son enteramente civilizados, y su ocupación más seria consiste en formar, con el humo de sus pipas, las nubes cambiantes que se ven en todo el girón de cielo que limita lo largo de la calle. Este trabajo, lo desempeñan, por cierto, con respeto profundo hacia la edad y costumbres más arraigadas de la calle que protegen. Pero si alguna nueva calle aparece en la ciudad se dan el gusto de un descuido, y de allí resulta una verdad que interpretada fríamente ha hecho fracasar, en México, a muy adelantados paisajistas, o sea, que las calles nuevas tienen un cielo inexpresivo. Aunque parezca frivolidad indigna, el orgullo de una calle es verse representada en una carta municipal, al igual que su mayor disgusto es mudar el nombre con que nació y ha crecido en años y experiencia. En ninguna parte está mejor representada la firme dirección de sus muros, que en las líneas paralelas de un plano topográfico; y sólo allí se da cuenta de su importancia en la ciudad. Un niño, por el hecho de perderse, se asoma al porvenir y se convierte en el único personaje con quien la calle puede enviar sus mensajes a los hombres; por eso le encontraremos algo de superior en su semblante, lo mismo cuando está varias horas contra un poste, mirando los juegos divertidos de las nubes en el cielo o la fuga desenvuelta de la luz en el crepúsculo, que cuando se extraña del paso silencioso de un cortejo fúnebre o aplaude el de una banda de tambores. Las venganzas de las calles son terribles. Yo supe una vez de un novelista mexicano, que colocó un episodio ridículo en una de las más antiguas calles de México, y desde que su libro salió a luz, no le faltó incidente callejero que lamentar, incluyendo la carrera trágica de los caballos de su coche, desbocados el día de la boda. Son bien conocidos de todos los contratiempos de Horacio en la Vía Sacra; y en los títulos de novelas policíacas, se da cuenta de la severidad a que han llegado algunas calles. Por último, creo que el cinematógrafo tiende a corregir en los niños desde temprano, cualquier descuido literario con motivo de las calles exagerando a su vista, las desgracias, que pueden ocurrirles.
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