Material de Lectura

Arquilla de marfil

 

El sillón

Las rosas de Juan Diego

Doña Sofía de Aguayo

Una partida

Interior

El albañil

 

 



El sillón

 

Ce fut une de ces cruelles
petites choses qu’on sent si
 vivement a la cour.

Gastón Boissier, Madame de Sévigné

 

No todo ha de ser vivir y vivir sin jamás contar. Esto que cuento es cuento viejo, como viejos son los tiempos del excelentísimo virrey marqués de las Amarillas.

La colonia gozaba de paz, y los habitantes de la Nueva España partían su vida entre sus quietos oficios, sus piadosas prácticas y su obediencia fácil y diligente a las templadas órdenes del brazo secular, no menos que a las morigeradas del brazo regular de la Santa Iglesia. Tiempo era el más a propósito para que la colmena del estudio alzara su rumor sobre todos los que salían de la noble ciudad; se vivía en una de esas épocas en que, apartada toda violencia del trato de las gentes, ganaban uso los ademanes corteses y las discretas galanterías. Se afinaban los espíritus; los hombres gustaban mucho de su aseo y compostura, y las mujeres se volvían más bellas y ponían muy buena miel en sus conversaciones.

De aquella gente cortesana era el conde de Santiago: un hermoso mancebo y bien nacido, venido a la Nueva España a recoger los cuantiosos bienes que de su padre había heredado. Encontró que la colonia era próspera y la vida de la ciudad lo suficiente culta para no apagar sus luces adquiridas y también lo relativamente modesta y sencilla para poder desarrollar él sus pensamientos y tendencias con mayores facilidades que en la metrópoli. Pero más que todo eso encontró, a poco de llegado a la ciudad, una hermosa mujer y un excelente amigo: doña Isabel de Ocoz y el malicioso abate don Julio Montemayor. Los haberes del conde le permitían vivir con liberalidad y hasta con lujo, de que mucho se preciaba entonces la gente. Y como había sido el único heredero, ya tenía para no ceder en nada a los mayores refinamientos de la vida que hacían los más exquisitos indianos.

Entre éstos debe contarse el coronel Caballero de Barros, secretario de Su Excelencia el señor virrey, que con su alba peluca ondulante y perfumada, sus dulces ojos que se animaban hasta fulgurar cuando disertaba de historia o de política, enclavados en el gesto desdeñoso de su cara, se le veía pasar lentamente en su litera, de elegante factura, servida por cuatro criados de roja librea. Consigo llevaba el coronel de ordinario un libro, y un fino bastón en que brillaba con limpieza el puño de oro, que rara vez por cierto se ocultaba en el hueco de la mano.

Por inocente afición quizá o por cómodo descanso, era costumbre del virrey visitar diariamente la casa del coronel, mientras éste se entendía con los asuntos del Gobierno. La casa era cercana del palacio de su excelencia, y no faltaba a recibir al noble personaje, ya compuesta y presumida, la esposa del coronel, mujer aunque hermosa no tan recatada que las gentes la libraran de su impuro y negro diente. Su descanso hacía el virrey en la espaciosa biblioteca del coronel, muy rica en libros de historia y navegación, y en cuyo centro, por todo mueble, había una gran mesa labrada y un cómodo sillón.

Allí iba el virrey y sentábase horas largas a hojear libros de estampas. Roída y mermada traían las gentecillas la honra del coronel que, si bien sospechoso, no convencido, no encontró medio más sutil para acabar con las visitas de su excelencia que vender el vasto y cómodo sillón poniendo en su lugar una fea y pequeña silla. El virrey, que era indolente y grande amigo de su holgura, apenas notó el cambio prescindió de la dama y la visita y dejó en quietud la honra del coronel. El sillón vino a dar en poder del inquieto conde de Santiago.

Por amor de doña Isabel de Ocoz metióse el conde a reclamar unos dineros que le debía el tribunal de la Santa Cruzada. El coronel secretario que era tan celoso de la Real Hacienda como de su propia casa y honra, muy mal recibió y trató la reclamación presentada, y en las discusiones que tuvo con el conde (que también era doctor en ambos derechos) se agriaron bastante los ánimos sin resultado alguno. El conde, herido en su amor, pensó en la venganza y la meditó con ayuda de su dama, que era mujer de tono y muy dueña de su regalo y hecha para soplar la malicia de los hombres.

Llamó ésta a un indio criado suyo que conocía muchas propiedades de las hierbas y curaba de ordinario con ellas. Pidiéronle un veneno que fuera el más disimulado, y él presentó un polvo rojizo de flores, que a través de un paño de seda y con algún calor, según explicó, se convertía en fuertes y sutiles vapores que a poco de absorbidos causaban la muerte. Intentaron atraer al secretario a la biblioteca del conde, donde había buen número de manuscritos y crónicas de los conquistadores, que siempre habían tentado la codicia del coronel, y un archivo numeroso de todos los autos acordados y leyes expedidas por aquel Consejo de Indias, no menos que preciosas cartas de varones ilustres, con pretexto de discutir una última vez sobre tan variados textos el pleito consabido.

El secretario avisó al virrey de la tenacidad de la reclamación, y le demandó su venia para concurrir, aunque estaba seguro de que no había de convencerle la entrevista. El virrey, que era indolente, tuvo el capricho de ir en su lugar, pensando que su presencia obligaría a los reclamantes en beneficio de las arcas reales, y que su secretario no le ayudaba en los asuntos del gobierno. Fuese su excelencia, pasada la siesta, a la casa del conde de Santiago, y sintiéndose con fatiga no quiso subir a los salones que le hubieran convenido, y llamado también de la noble arquitectura y extremado aseo del corredor que tenía enfrente, prefirió pasar allí, curioso de las comodidades del conde. Así entró en la rica biblioteca que daba a un bello jardín cuya frescura aliviaba el calor de aquella tarde.

Doña Isabel y el conde todo lo habían preparado en espera del coronel, disponiendo en el centro del gran salón, que decoraban lucidas estanterías y alfombraba un rojo tapete de oriente, una mesa de nogal de fina labor y tres sillones: uno en el puesto de honor, que era cómodo y tanto invitaba al cansado a la plática o al sueño, como al descansado a la lectura o al estudio; y los otros de mejor estilo, aunque menos cualidades, en sendas cabeceras. El virrey fue recibido en vez de su secretario, y pudo ver con el placer de encontrar un familiar amigo que se nos había perdido, al viejo sillón que de biblioteca en biblioteca le traía el resabio de sus buenas horas de placer y de aventura. Tomó desde luego por suyo aquel asiento y se arrellanó muellemente en él, como quien ya conoce los secretos de su comodidad, mientras el conde y doña Isabel se veían desde las cabeceras con temor.

Su excelencia conversó muy largo rato con animación y agrado, y estornudó después. Se hizo de noche, y al tomar su litera, su excelencia sintió frío. Al día siguiente, sin esperar la luz del sol, su excelencia expiró sin alcanzar a saber cómo había sido tan rápida su muerte.

Justo será decir que, al día siguiente, cuando la noticia circuló por toda la noble ciudad, la gente ni se alarmó ni se entristeció; y por ahí se oía sonar el retintín de las viejas murmuradoras diciendo a hurtadillas que Dios manejaba bien su Providencia, cuando tan poco tiempo había dejado gobernar a su excelencia y muerte tan oscura le había dado; que en sus altos juicios para más diligente gobernante tendría reservado el puesto. El secretario tampoco lo sintió, pues desde que supo la muerte de su excelencia, no soltó la esperanza de encontrarse nombrado sucesor en el pliego de mortaja, que el difunto alcanzó a dejar. La mujer del secretario tampoco lloró la muerte del virrey, recordando quizá cómo sobre las buenas prendas de amor que ella le tenía ofrecidas y aun con las mil molestias del recato dadas, había puesto aquél su comodidad y displicencia.

El conde y doña Isabel deploraron la inexplicable muerte del virrey mientras temieron que fuera notada; pero después que vieron que nadie paraba mientes, acataron también los altos designios de la Providencia. Los médicos, como de costumbre, no supieron de la enfermedad, y por decir algo dijeron que un ataque de apoplejía había dado cuenta de su excelencia. Pero yo que con mi biblioteca he heredado un antiguo sillón de ancho respaldo todo labrado y torcidos brazos y blando asiento de cuero sujetado por dorados clavos, lo diré tal como lo encontré registrando el asiento de mi sillón en busca de algún tesoro que aquellos señores solían dejar a los afortunados, ya en el suelo, ya en un muro, ya en un mueble, según la agudeza de su espíritu. Lo que encontré fue un tenue lienzo de la China con estas terribles palabras, escritas muy buena escritura: “Este sillón tan cómodo, causó la muerte a un virrey indolente, por equivocación.”
 

 

 

 



Las rosas de Juan Diego

 

 

 

—Femme, qui est tu?           
—Je suis la vierge Orberose.
Anatole France

 

El indio Juan Diego tomó las rosas con ambas manos y partió corriendo del árido peñón para mostrarlas al obispo.

Los vecinos de Juan Diego le tenían por un hombre simple y a menudo se burlaban de su inagotable paciencia en las faenas a que su familia le dedicaba. El era servicial con las mujeres, por eso entre éstas gozaba de alguna estimación y con ella se consideraba sobradamente pagado.

Su semblante siempre alegre y sus maneras tímidas hasta en los juegos sencillos, que le tenían apartado de los demás, en más de una ocasión llenaron de ternura el pecho de las mujeres ancianas. En las que eran más jóvenes, el natural de Juan Diego inspiraba desprecio por la completa ausencia de espíritu belicoso y atrevido; pero él no se dolía y al verlas pasar se alejaba silbando alegremente, más allá del camino, por evitar sus burlas. En las recién casadas la gracia de Juan Diego despertaba deseos pecaminosos y aun se supo de alguna que se atrevió a provocar aquella inocencia, en ocasión propicia, allá en la quiebra de la montaña; mas Juan Diego, lejos de interesarse, corrió a contar el suceso a los viandantes, llamándoles a socorrer a aquella mujer que le parecía víctima de un doloroso accidente.

Como su obediencia era ilimitada, nadie sentía necesidad de imponerle un rudo trabajo, y el tiempo que le sobraba lo había destinado a llevar agua al peñón vecino para regar tres rosales que tenía escondidos. Sabía que los cristianos estimaban en mucho aquellas flores y él pensaba llevarlas al mercado. Amaba tanto sus rosas que, al dejarlas cada día, las contaba una por una, echando en su bolsa otras tantas piedrecillas para llevar la cuenta.

Un día Juan Diego notó que había flores caídas y otras que faltaban de sus tallos. Se quedó perplejo, pues sabía que hasta allá nadie acostumbraba subir, y se propuso descubrir al ladrón pasando aquella noche en el hueco de una peña, cerca de sus rosales.

El cielo se extendía sobre su cabeza como una magnífica cúpula de estrellas y Juan Diego se entretenía en señalar con el dedo los puntos más brillantes, cuando asomó a la cuesta una mujer que, al descubrirle, se detuvo sonriendo dulcemente. Recogía contra su pecho con un brazo los pliegues de una manta grosera y, tendiendo el otro hacia Juan Diego, le llamó por su nombre. Juan Diego se acercó y al verla creyó vagamente recordarla, pero su espíritu se agitaba en aquel momento con el enojo de las rosas tronchadas.

—¿Qué buscas aquí, mujer? —le dijo secamente.

—Vengo a traer las rosas que te faltan —dijo ella, dejando caer la manta en que venían las más frescas y encendidas rosas.

—“Y si quieres, Juan Diego —añadió— vivirás conmigo y tendrás siempre las mejores rosas del valle. Yo soy la diosa de los rosales y te daré los que quieras a condición de que vivas en mi huerto.

“En tu casa te maltratan tus hermanos y las gentes del pueblo te desprecian; en mi huerto serás dueño y tendremos los dos nuestro deseo.

“Mañana que amanezca, lleva al obispo esta misma manta con todas las rosas que están abriendo en tus rosales. Cuéntale tu aventura y él, que es generoso, te dará dinero; así te convencerás de que quiero tu bien. Al volver la noche vendrás a verme y nos iremos para siempre.”

Juan Diego, en su sencillez, no se cansaba de ver ni de contar aquellas rosas caídas cuyo aroma voluptuoso le hacía sentir cosas extrañas. Y cuando al fin se puso en pie y quiso responder, la mujer había partido.

 

 

 

 



Doña Sofía de Aguayo

 

 

 

Doña Sofía de Aguayo, la víspera de sus segundas bodas, buscaba con ansiedad en la arquilla de marfil calado que le servía de joyero, y sobre su lecho caían rosas de diamantes, perlas desgranadas, pesados aretes, cadenas de oro y cintillos con mil adornos produciendo un alegre sonido. Allí creía tener guardada una prenda de su primer amor, que su confesor le pedía con exigencia, so pena de impedir el matrimonio.

Fue vana la tarea. El interior de raso azul quedó vacío y doña Sofía, después de remirarlo, arrojó el arca como cosa inútil. Buscó afanosamente en todas partes sin mejor fortuna, y acabó por ver en ese contratiempo la señal de su desdicha en las futuras bodas.

Su apellido y su riqueza, para las gentes de su tiempo, en toda la Nueva España, eran títulos que obligaban a los mayores miramientos; pero su hermosura daba confianza a los corazones más castigados y ella gustaba de los martirios de amor.

Con esos pensamientos, aquella misma tarde, escribió al que iba a ser su esposo, su resolución de romper los pactos otorgados, en bien de su alma. Y todavía sonaba el rasgueo de la pluma de ave en la amarillenta cartulina, cuando del rico encaje de la manga cayó sobre el billete un pequeño camafeo con bordes de oro, en cuyo centro, con aire de malicia, tocaba la doble flauta una sirena.

 

 



Una partida

 

 

 

Los jinetes mozos revolvían sus cabalgaduras al montar en el gran patio de la casa y cambiaban entre sí propósitos alegres. Otros ayudaban a montar a las damas prestándoles de escabel sus propias manos, mientras algunas de ellas, teniendo recogido el espeso terciopelo de sus vestiduras, pedían a los criados los caballos más fogosos.

En el fondo del patio, a los lados de la gran fuente decorada de azulejos, dos carrozas, tiradas por pacientes muías, esperaban a las gentes de mayor edad.

Por la escalera principal bajaban damas y caballeros haciendo compañía y honor a un varón como de cincuenta años, vigoroso y galante, de sonrisa burlona, ojos azules y amplia frente libre de cualquier preocupación, y de ademán ligero que mal se avenía con la hermosa barba gris que le cerraba el rostro. Se hablaba de la mejor distribución en las carrozas y aun hubo todavía órdenes últimas que dar, desde abajo, a los sirvientes de la casa que de los corredores del piso alto presenciaban la partida.

La gran puerta se abrió de par en par y los cascos de los caballos, al resonar en el amplio cubo del zaguán, hicieron detener a los pocos transeúntes que en aquella hora de la madrugada pasaban por allí.

En medio de una fría niebla la cabalgata partió calle arriba.

Era el señor conde de Xaral, don Lorenzo de Moncada, Caballero de Santiago, privado de su católica majestad Carlos III, que salía de la ciudad de México a visitar sus tierras en compañía de amigos y familiares.

 

 

 

 



Interior

 

 

 

A través de los vidrios del balcón colonial, corrida una ligera cortinilla blanca, el rostro del anciano aparecía distrayendo sus cansados ojos con mirar el vaivén incesante de la calle.

Era un anciano apacible de ojos tristes. No podía participar ya de los hombres, ni del mundo, y se contentaba con mirarlos detrás de los vidrios de su viejo balcón, mientras la tarde iba cayendo.

Siempre estaba con una gorra de terciopelo negro echada sobre la frente, que dejaba escapar por los lados escasas matas de cabellos blancos. Una barbilla temblona afinaba su rostro y devolvía, muy empañado, el brillo de una pasada energía. Sobre sus labios delgados un bigote suave sostenía el imperio de una bondad ejercitada largo tiempo.

Nunca se vio que aquel anciano tuviera compañía, ni que su rostro se mudara por causa de inquietud secreta.

Aquella casa debía pertenecerle por herencia. Allí mismo había nacido. Los muebles cómodos y blandos que ahora le confortaban, desde su infancia le eran familiares y se hubiera sentido mal seguramente si alguien trastornara sus sitios. La tranquilidad inmutable de su espíritu le hacía inapreciables las horas que pasaba en la espaciosa sala, dando lentos pasos, en intensa comunicación con las cosas, entre cuadros, colgaduras, cortinajes, muebles, porcelanas, tapices, todo de otra edad, que desde pequeño conocía en igual orden y concierto.

De todas ellas a ninguna concedía una virtud de evocación mayor que al viejo reloj de Sajonia, que, bajo su capelo de cristal, siendo él muy niño, ya le atraía hacia las muchas figuras que tenían en relieve y ahora le daba las horas lentas y seguras.

Desde ese mable fondo, en las tardes lluviosas del otoño, el anciano gustaba particularmente de sentarse junto al balcón y volver por largo rato, hacia los hombres, la indiferencia de sus ojos cansados.

 

 

 

 



El albañil

 

 

 

Se terminaba el año de 180…, bajo la dirección de Tolsá, la cúpula de la iglesia catedral de México, que sobresale airosamente del edificio y deja ver el poniente despejado con un fondo de montañas.

Al pie, los grandes trozos de piedra eran labrados por millares de hombres que hacían sonar sus martillos contra el hierro del cincel acompasadamente, y en torno se levantaba en el aire un polvo fino que se doraba al sol de la tarde. Las canteras labradas eran ascendidas penosamente por grandes grupos de hombres, mediante cuerdas y máquinas, a lo alto de la iglesia.

En los últimos andamios, un oscuro albañil descansado miraba hacia abajo un gran trozo de piedra, suspendido en el aire, que subía pesadamente y al parecer estaba destinado a una cornisa.

Las campanas más graves de las iglesias hicieron sonar en aquel momento sobre la ciudad el toque de oración. Todos los golpes y los murmullos de abajo se contuvieron al instante. El oscuro albañil se incorporó y, descubriendo una fina cabeza, paseó rápidamente su vista alrededor mientras rezaba. Debajo de un crepúsculo grandioso, la ciudad colonial parecía muerta. Una luz rojiza tocaba los perfiles de las casas señoriales más altas, iluminaba el bronce de la estatua ecuestre de Carlos IV en el centro de la plaza majestuosa y venía a recogerse en las almenas del palacio de los virreyes.