Material de Lectura

 

Nota introductoria

 

Es Ramón López Velarde un escritor que ha sufrido los embates de una crítica pequeña que, para poder asirlo, se ha obstinado en empequeñecerlo.

Sobre su cabeza han caído los peores elogios. Se le llama poeta cívico; sus poemas, especialmente La Suave Patria, han sido objeto de toda clase de declamaciones —escolares, ceremoniales, horanacionales, cantinescas, etc...— y, a últimas fechas, su vida ha sido llevada al cine mexicano, a través de un guión que está muy por debajo de la artesanía y de una dirección que concitó a toda la cursilería sin fin en los vastos territorios del planeta del cine nacional.

Una buena parte de sus críticos se queda en los aspectos superficiales de su obra. Capitalinos de inventadas nostalgias se regodean en la calma provinciana y, turistas ávidos de un fin de semana lejos del mundanal ruido, entretienen su especular con las divagaciones sobre la maldad de la "ojerosa y pintada en carretela" y la plácida bondad de la torre enhiesta en la mitad del valle y "del reloj en vela, rodado por palomos colipavos".

Es claro que estas cosas constituyen una parte fundamental de la obra de López Velarde; pero reducir su trabajo de creación a las dimensiones de su temática y de sus anécdotas es, por muchos conceptos, absurdo y empobrecedor.

José Luis Martínez, para hablar de la biografía del poeta, utiliza el rubro "La vida breve". Vivió 33 años —Tablada decía: "no se ha visto poeta de tan firme cristiandad; murió a los 33 años de Cristo y en poético olor de santidad"—. Lo que importa de su biografía es lo que subyace en el fondo de su vida y sus quehaceres, aquello que le permitió lograr la unidad plástica de la vida creativa y hacer que las palabras se sostuvieran por su propia esencia lírica. Lo que importa en el poeta es su deseo de decir que a la postre se convierte en un éxtasis voluptuoso. Por esta razón, puede afirmarse que fue un hombre de acción y un creador. El Cratilo nos enseña que "el nombre es el principio de la cosa". En consecuencia, me limitaré a hablar del creador y a destacar los datos que se desprenden de su individualidad irreductible. En esta empresa me auxilian algunos trabajos críticos sobre la obra de López Velarde; especialmente los de Phillips, Villaurrutia, Rivas Sáinz y el ensayo definitivo de Octavio Paz.

La poesía de López Velarde, como toda la de los grandes creadores, es un trabajo de amor. Católico y seguidor de Baudelaire, vivió una dicotomía constante que lo obligaba a oscilar entre "el panal de Mahoma" y el "caldo de habas". La sensualidad —"Zoraida de grupa bisiesta"— lo rodeaba para hacerlo girar en su frenético vértigo y, cuando se dejaba llevar por el éxtasis, lo despertaba la dolorosa sensación de haber incurrido en un sacrilegio. Por eso, el poeta "gastaba" sus talentos en la lucha de la Arabia feliz con Galilea.

En su sueño del harem (recordemos las imágenes oníricas de 8 1/2 de Fellini), su erotismo se funde con la certeza de que la muerte lo corromperá todo. Pavese diría, muchos años después, "vendrá la muerte y tendrá tus ojos". A la mitad de la soñada orgía, irrumpe el personaje del largo sudario, la muerte roja del cuento de Poe, los esqueletos de la danza medieval, la calaca sarcástica de las fiestas populares. Su erotismo, dice Paz, está teñido de crueldad. De ahí que lo religioso y lo erótico se confundan en aquello que López Velarde mismo reconocía como una "dualidad funesta".

Sigamos, a lo largo de su itinerario poético, los testimonios de esa aventura dual. Muchos son irónicos. El poeta, valiéndose de coloquialismos espontáneos y llenos de frescura (todo en su poesía, especialmente los adjetivos, nace en el momento en que el poema se escribe), habla consigo mismo y se burla de sus obsesiones. De ese diálogo constante brotaron sus mejores obras. El juego de espejos permitió el descubrimiento de sus múltiples rostros, el encuentro con la propia forma y, por obra y gracia de una ironía profunda, el desencuentro inmediato. La forma ya asida, comienza a disolverse, desfigurarse, para aparecer de nuevo con otro rostro enmarcado en una latitud y un clima diferentes.

Alejado de los místicos (su experiencia en el seminario de Aguascalientes le produjo una crisis religiosa de la que nunca se repuso) mezcla el erotismo cálido, anheloso, el lenguaje de la liturgia y de la teología. Paz descubre en esta mezcla, al igual que en la hecha por Baudelaire, los espesos elementos de lo blasfemo. Así, el poeta, en una obra temprana, dice a Fuensanta: "Nardo es tu cuerpo y tu virtud es tanta que en tus brazos beatíficos me duermo como sobre los senos de una santa."

El estricto Jerez; el San Luis Potosí, baluarte de la fe; el Aguascalientes, defensor de las buenas costumbres, obligaron al joven a adivinar la forma de los senos, las ricas curvas de muslos y caderas, a través de los abundosos pliegues de las túnicas que cubrían a las mujeres en las estampas de los libros de historia sagrada. Romper los fuertes hilos bíblicos, arrancar los mantos de innumerables pliegues, para llegar a la carne de color ambarino, al glorioso color rosado de los pezones, a la ondulación amplia de las caderas era para el joven una urgencia punzante en la que se mezclaba el ardor de los sentidos con el recóndito goce de los sacrílegos.

A la mujer que recogió los "primeros frutos de su pasión", desea aspirarla "con gozo temerario, como se aspira en un devocionario un perfume de místicas violetas"; mientras que su "novia del alma" es "blanca como la hostia de la primera misa" y sus senos —castos, por supuesto— "se hinchan como las frutas de la heredad de Cristo, celeste jardinero". Promete a Fuensanta que las "doce horas de mis días de amor serán los doce frutos del Espíritu Santo". Las ausentes mujeres son "seráficas" y están "ungidas por el óleo de las vírgenes prudentes" y a todas, este monaguillo faunesco, desea poseer, sobre un altar y con fondo de canto gregoriano. En su ensueño laberíntico se funden las imágenes sexuales de los templos de la India, con las castas mujeres de Galilea y él, fauno salaz, busca encender a "las doncellas frígidas con la brasa oportuna", se lamenta de las doncelleces prolongadas y se embriaga bajo un sol provenzal, o griego —mediterráneo al fin—, que ilumina los amores bajo los árboles, el rumor deleitoso de las siestas, la placidez de los miembros fatigados después del acto amoroso, las caricias más íntimas, las sensaciones placenteras más sabiamente producidas y prolongadas.

La mayor parte de los fragmentos citados en el párrafo anterior pertenecen a la primera época del poeta y muestran algunas desastrosas influencias que, afortunadamente, López Velarde olvidó muy pronto. Más tarde, la lectura de Tablada, de Laforgue y de Lugones le abriría a nuevas perspectivas y afinaría su visión permitiéndole convertirse, como afirma Paz, en uno de los iniciadores de la poesía moderna en lengua española. Para esa época, el poeta ya había madurado sus conflictos internos y de su búsqueda de lo erótico, aunada a la certeza de que todo acabará, brotaron las palabras apenas hechas, la audacia verbal, las metáforas precisas y resplandecientes, la resignada ironía y la inmensa capacidad de describir todo lo que contemplaba mediante la observación de los lugares interiores que la misma observación iluminaba. Diría (afirmando así su credo simbolista), en una carta enviada a Francisco González León, el poeta al cual llamaba consanguíneo, que "la única originalidad poética es la de las sensaciones". Así, ya con armas más finas, se lanzó a la búsqueda de su objeto erótico y giró deslumbrado, oscilando entre la luz y la sombra, en torno al principio de placer, al instinto de vida, a la variada gama de los "alimentos terrestres". Desigual (su provincianismo lo mantuvo atado a ciertos prejuicios y lo hizo propenso a los deslumbramientos candorosos) y, a veces, excesivo en sus retorcimientos, se enfrentó siempre a su reducido repertorio de temas con una sinceridad estremecedora a fuer de anti intelectual. Sus poemas maduros son producto de intensas iluminaciones, de estados de enervamiento que causan, a la vez, el éxtasis y la tortura. Todo en ellos es "sangre devota", "son del corazón", "zozobra". Su poesía formaba parte de su vida, brotaba del caudal de su sangre, era, a la vez, rumor orgánico de alegría fiel y desgarramiento torturador. En ningún momento se separa de su acontecer diario y, sólo en muy contadas ocasiones, es producto del artificio, la fingida dolencia o el juego de palabras. No olvidemos que desconfiaba de los hombres de letras al estilo de esos tiempos y que, en varias oportunidades, se quejó de "las ineptitudes de la inepta cultura". Tal vez alguien pretenda que estas actitudes son iguales a las que adoptan los seguidores a ultranza de la llamada poesía comprometida. No hay tal. En López Velarde había una individualidad tan firme que le permitió intentar la poesía social (¿y qué poesía no es social?) desde una perspectiva original capaz de descubrir y de expresar aquello que se ocultaba a los ojos menos expertos.

Pero volvamos a sus trabajos de amor y a sus funestas dualidades: En 1912 la búsqueda se le volvió más urgente y se reflejó en poemas inmediatos, diáfanos en su angustia por construir un amor duradero: "Me despido... Ella guía llevando, en un trasunto de evangelio, en las frágiles manos una luz. Pero apenas llegados al umbral —suspiro de alma en pena o soplo del espíritu del mal—; un golpe de aire mata la bujía... (aúlla un perro en la calma sepulcral). Fue así como Fuensanta y el idólatra nos dijimos adiós en las tinieblas de la noche fatal..."
En La sangre devota, dedicado a los espíritus de Gutiérrez Nájera y Othón (sin duda el Othón de El idilio salvaje), sostiene su creencia fanática en la inmutabilidad de la obra de arte. Contra el golpe del tiempo levanta su escudo de palabras, construye su torre de papel. Es que estaba defendiendo su vida y esto es, en última instancia, defender la vida de todos los demás.

En este libro, el conflicto aparece ya en sus formas más agudas y el poeta lo expresa descarnadamente. A veces parece que va a derrumbarse en la confesión patética y casi melodramática, pero lo salva su originalidad, su íntimo refinamiento y, fundamentalmente, la intensidad de las palabras, la permanente tensión que ilumina su forma de decir las cosas.

Asoman ya las primeras burlas sobre su pasado. "Entonces era yo seminarista, sin Baudelaire, sin rima y sin olfato" y las nostalgias primeras: "Fuérame dado remontar el río de los años", ¿y para qué remontarlo?, nos lo dice con la claridad propia de los que añoran la infancia de todo y de todos: para "ser de nuevo la fuente limpia y bárbara del niño".

El retorno —todos sus retornos se hacen por el camino del amor— busca el reencuentro con Fuensanta. La novia, viendo al niño limpio y bárbaro, invadida de ternura maternal, lo subiría a su regazo y allí, el poeta joven disfrazado de niño, podría decirle "que la quiere más allá de las torres gemelas". Ella colocaría en su frente el beso inaccesible. Por eso quería ser "Una casta pequeñez en tus manos adictas y junto a la eficacia de tu boca."

Y no olvidemos que el poeta joven había sido un niño muy despierto ante la belleza femenina. Recordemos los "calosfríos ignotos" que le causaban el "almidón resonante, los ojos verdes" y "las mejillas rubicundas" de su prima Águeda.

Su relación con el mundo se daba siempre a través de los caminos de lo erótico. La voluntad de amar, la búsqueda del placer y el deseo de proporcionar placer a los demás, son constantes de su obra y, por lo mismo, de su vida. En López Velarde, al igual que en el caso de Ungaretti, la creación poética está íntimamente ligada a la vida diaria. Sus libros son autobiográficos, testimonios de una relación con el mundo y de una voluntad de comunicación que, frecuentemente, no se realizaba, provocando un profundo dolor en el amante llena de perseverancia. Ya en los primeros poemas aparece esa despierta voluntad amorosa: "Genoveva, regálame tu amor crepuscular: esos dulces 30 años yo los puedo adorar."

El poeta osciló —recordemos sus funestas dualidades— entre su nostalgia por la pureza (representada por el poblado claro y sencillo, "la gracia primitiva de las aldeanas", "el viejo pozo de la vieja casa") y su deseo de sostener, sin restricción ninguna, una alegre relación erótica con la vida. Daba a la castidad todo el prestigio del que la había investido la cultura castellana y católica. (J. Ramón Jiménez hacía, también, el elogio de la virtud tradicional: "Tú estás entre todas, casta".) López Velarde recurre a las metáforas de la liturgia para decir su nostalgia: "Vasos de devoción, arcas piadosas en que el amor jamás se contamina." La bizarra capital de su Estado posee, entre otras cosas, "unas recatadas señoritas con rostro de manzana, ilustraciones prófugas de las cajas de pasas"; "el arte de las doncellas de la aldea" es "virginal".

Sin embargo, muy pocas veces logró realizar sus ensoñaciones eróticas. Algo lo detenía en el momento oportuno y su historia amorosa se construyó con los materiales de la frustración y de la imaginación ferviente. La gran ciudad, perversa y destructora, ejerció en el poeta una fascinación constante y dolorosa: "Mis peones tantálicos al rondarte a deshora, fracasan en sus ímpetus vandálicos"; soñaba con una mujer que "me sea total y parcial, periférica y central" y las tardes de lluvia traían a la ciudad los rumores de los sortilegios: "Tardes en que el teléfono pregunta por consabidas náyades arteras, que salen del baño al amor, a volcar en el lecho las fatuas cabelleras y a balbucir, con alevosía y con ventaja, húmedos y anhelantes monosílabos, según que la llovizna acosa las vidrieras..." y en las noches eléctricas, la tentación es un "guarismo, cuerda, y ejemplar figura, tu rítmica y eurítmica cintura nos roba a todos nuestra flama pura".

Ante esos alimentos esenciales, el poeta se sentía como un "mendigo cósmico": "Soy el mendigo cósmico y mi inopia es la suma de todos los voraces ayunos pordioseros." Cenobita hambriento, tan sólo recibe de los cuervos que vuelan sobre su Tebaida: "un pétalo, un rizo prófugo, una migaja". Tan menguadas dádivas le producen "el suplicio de mi hambre creciente" y "La pródiga vida se derrama en el falso festín como una cornucopia se vuelca en un cadalso".

Los momentos de éxtasis, raros y fugaces, fueron atesorados celosamente, guardados en un cofre sellado para que conservaran su luminosidad, su inicial ardor: "Voluptuosa melancolía: en su talle mórbido enrosca el placer su caligrafía"... "Yo reconozco mi osadía de haber vivido profesando la moral de la simetría"... "Dios que me ve que sin mujer no atino en lo pequeño y en lo grande diome de ángel guardián un ángel femenino."

Mas como en toda su ansia erótica había un anhelo de perfección, sus experiencias se derrumban o quedaban truncas. Por eso las palabras le servían para lograr la transfiguración. Fuensanta ya muerta se hizo susceptible a todos los cambios soñados por su amante. ¿Idealización? Tal vez el término resulte demasiado psicologizante y, por lo mismo, se corra con ello el riesgo de privar a la palabra poética de su misterio, de su poder evocador, de sus cualidades recreadoras. Con Fuensanta desaparecida podrá ya hacer "la ruta evangélica del bien" y, pasados los años, la encontrará de nuevo, prisionera del sueño guardado, transfigurado, en un lugar parecido a la "enjuta cuenca de océano muerto" de Othón, "resucitada y con tus guantes negros". Esos guantes ocultarán el puño esquelético del poema anterior: "Despertarás una mañana gris y verás, en la luna de tu armario, desdibujarse un puño esquelético, y ante el funerario aviso, gritarás las 5 letras de mi nombre, con voz pávida y floja, ¡y yo me hallaré ausente de tu final congoja!"

Con palabras como pinceles y colores pintó el retrato de la amada ideal: "Esa manera de esparcir su aroma de azahar silencioso en mi tiniebla." "Por este suplicante y sobrio estilo de amor te reverencio." (¡Qué mayor perfección erótica!, ¡qué suprema perfección en el arte de amar!, ¡qué manera de apurar el deleite supremo, combinando en un solo estilo la sobriedad y la súplica!) "Estrella fiel que gustas de enlutarte; generoso y escondido azahar; caritativa madurez que presides mis 30 años con la abnegada castidad de un búcaro"; "asustadizo comensal de mi fiesta; aliada tímida; torcaz humilde que zureas al alba, en un tono menor, para ti sola".

Tal vez, en el poema anterior mezcle a su transfigurada Fuensanta, algunos elementos de la Sara carnal, fuerte, bíblica: "Blonda Sara, uva en sazón", "Sara, Sara: eres flexible cual la honda de David y contundente como el lírico guijarro del mancebo".

Aquella Sara de la que decía: "mi apego franco a tu persona, hoy me incita a burlarme de mi ayer, por la inaudita buena fe con que creí mi sospechosa vocación, la de un levita."

Su Fuensanta, "nuestra señora de las ilusiones" y Sara, "golosina de horas muelles; racimo copioso y magno de promisión, que fatigas el dorso de dos hebreos", son personajes de un mismo sueño, las manchas de púrpura de un deslumbramiento, la iluminación que permanece antes, en y después del amor. Ambas fatigarán su sueño y, al final, la prisionera del Valle de México se presentará mientras se apagan "los ecos de una llamada a misa, en el misterio de una capilla oceánica" y el amor se consumará con tal armonía, con tan perfecto estilo, que sobre él descansarán "los 4 cimientos de la fábrica de los universos".

La Fuensanta construida en el sueño, creció en gracia y perfección, adquiriendo, al mismo tiempo, una presencia real, palpable, al alcance del deseo y de la mano del amado. Se trataba en suma, de esa conciliación de la realidad con el deseo que buscó, con tan desesperado afán, Luis Cernuda. Desde el momento de su muerte, el poeta la situó en una dimensión ideal, aunque con frecuencia el tiempo, el péndulo constante, le ponía enfrente la imagen de la muerte. La muerte entendida como ausencia, como la negación, el fin del amor. Mas como el poeta estaba fundamentalmente interesado en tomar parte en la vida, este afán superaba con creces su preocupación por los problemas de la existencia. De esta manera, su temática giró siempre en torno al amor. Los otros asuntos aparecen en su obra de manera esporádica. En cambio, el amor, tema recurrente, constituye la substancia fundamental de su quehacer poético y sus palabras contienen un intenso poder evocador del paraíso perdido: "Primer amor, tú vences la distancia", "Fuensanta tu recuerdo me es propicio"; del pueblo embellecido por el paso del tiempo, magnificado desde la ya lejana perspectiva: "Plaza de armas, plaza de musicales nidos"; de la infancia feliz, llena de palabras nuevas, de inesperadas madrugadas, de noches preñadas de misterio: "El viejo pozo de la vieja casa sobre cuyo brocal mi infancia tantas veces se clavaba de codos, buscando el vaticinio de la tortuga, o bien el iris de los peces, es un compendio de ilusión y de históricas pequeñeces". El recuerdo es, en el fondo, el deseo de comenzar de nuevo; de partir otra vez del portal de la infancia: "El zenzontle me lleva hasta los corredores del patio solariego en que había canarios, con el buche teñido con un verde inicial de lechuga, y las alas como onzas acabadas de troquelar:" Sin embargo, a mi entender, este deseo de retornar no se basa en la nostalgia de la pureza convencional, sino en un empezar de nuevo para recorrer un itinerario amoroso sin obstáculos, sin absurdos valladares: "ya no puedo dudar... Diste muerte a mi cándida niñez, toda olorosa a sacristía, y también diste muerte al liviano chacal de mi cartuja. Que sea para bien. Consumaste el prodigio de, sin hacerme daño, substituir mi agua clara con un licor de uvas... y yo bebo el licor que tu mano me depara". Este deseo sucumbe también ante el embate del pasado: "y mi violento espíritu se halla nostálgico de sus jaculatorias y del pío metal de sus medallas".

No olvidemos que su corazón era "retrógrado" y gustaba de recordar los momentos ingenuos y las aventuras coloreadas por su fértil imaginación: "yo tuve, en tierra adentro, una novia muy pobre: ojos inusitados de sulfato de cobre".

Desde la capital contemplaba el perdido paraíso, arrasado por la contienda revolucionaria: "Mejor será no regresar al pueblo, al edén subvertido que se calla en la mutilación de la metralla." En este poema, el recuerdo estalla y chisporrotean las metáforas evocadoras. En él el estilo refulge y las alabanzas se suceden vertiginosamente. El sueño, la realidad y el deseo se dan la mano para componer la danza del regreso y las palabras giran, dan vueltas enervadas de entusiasmo: "las golondrinas nuevas, renovando con sus noveles picos alfareros los nidos tempraneros; bajo el ópalo insigne de los atardeceres monacales, el lloro de recientes recentales por la ubérrima ubre prohibida de la vaca, rumiante y faraónica, que al párvulo intimida; campanario de timbre novedoso, remozados altares; el amor amoroso de las parejas pares; noviazgos de muchachas frescas y humildes, como humildes coles, y que la mano dan por el postigo a la luz de dramáticos faroles; alguna señorita que canta en algún piano alguna vieja aria; el gendarme que pita... y una íntima tristeza reaccionaria"... y la evocación duele, se enluta; el poeta y el país contaban sus muertos, sus tapias caídas, sus casas derruidas: "me enluto por ti, Mireya, y te rezo esta epopeya". Ante la mutilación y la muerte, con suprema ironía dice su convicción política y define su voz social: "yo, varón integral, nutrido en el panal de Mahoma y en el que cuida Roma en la mesa central", "No porto insignias de masón ni de caballero de Colón" y, en la tribulación y el caos, acepta el compromiso: "aunque toca al poeta roerse los codos, vivo la formidable vida de todas y de todos".

El retorno, al cual calificaba de maléfico, se iniciaría ya cerca del final: "Cuando me sobrevenga el cansancio del fin, me iré, como la grulla del refrán, a mi pueblo." Al viejo pozo regresará el niño que buscaba los vaticinios de la tortuga oculta entre las piedras húmedas y el hombre que declaraba: "No he buscado poder ni metal, más viví en una marcha nupcial. Me parece que por amar tanto voy bebiendo una copa de espanto." La dualidad funesta destruyó parte de su alegría, sin embargo, la certeza de que todo es gracia le permitió avizorar un paraíso ambiguo, un lugar de beatitud y de reposo.

Inventor de palabras, creador audaz que no aceptaba frenos ni limitaciones, recuperó la visión de un país cuya identidad se encontraba en crisis. Por eso siendo un poeta personal, fue, y sigue siendo, un poeta social. Su obra cumple las funciones indicadas por Eliot: proporciona placer, comunica una experiencia nueva, interpreta lo ya conocido, expresa algo que todos ya hemos experimentado sin encontrar palabras para expresarlo, amplía nuestro conocimiento y madura nuestra sensibilidad. Mas, como el mismo Eliot, piensa que conviene que cada pueblo tenga su propia poesía. López Velarde fue uno de los iniciadores de la poesía moderna de los pueblos de habla castellana. Creo que nunca pensó que su obra alcanzaría tal rango. "Yo sólo soy un hombre débil, un espontáneo, que nunca tomó en serio los sesos de su cráneo." Su compromiso era con la poesía y sus palabras estaban comprometidas con la búsqueda amorosa. Su ciudad que "estaba dentro del más bien muerto de los mares muertos", crece, en la niebla para llamar a todos los que aman.

La madrugada del 19 de junio de 1921, murió de asfixia provocada por una neumonía, en un pequeño apartamento de la ciudad capital.

Ya no pudo decir: "Siempre que inicio un vuelo por encima de todo un demonio sarcástico maúlla y me devuelve al lodo".

En ese lodo está la Rosa intacta, a ella regresó, regresó "al perímetro jovial de las mujeres". Su rosa intacta inauguró la poesía moderna en la sombra de una alcoba submarina, la misma de las nupcias con Fuensanta, de la flexible Sara, las Náyades arteras, las Jerezanas, institutrices de su corazón. La alcoba de Eros, de la vida y de la palabra que preserva la vida.

 

Hugo Gutiérrez Vega