Treinta y tres
La edad del Cristo azul se me acongoja porque Mahoma me sigue tiñendo verde el espíritu y la carne roja, y los talla, al beduino y a la hurí, como una esmeralda en un rubí. Yo querría gustar del caldo de habas, mas en la infinidad de mi deseo se suspenden las sílfides que veo, como en la conservera las guayabas. La piedra pómez fuera mi amuleto, pero mi humilde sino se contrista porque mi boca se instala en secreto en la femineidad del esqueleto con un escrúpulo de diamantista. Afluye la parábola y flamea y gasto mis talentos en la lucha de la Arabia Feliz con Galilea. Me asfixia, en una dualidad funesta, Ligia, la mártir de pestaña enhiesta, y de Zoraida la grupa bisiesta. Plenitud de cerebro y corazón; oro en los dedos y en las sienes rosas; y el Profeta de cabras se perfila más fuerte que los dioses y las diosas. ¡Oh, plenitud cordial y reflexiva: regateas con Cristo las mercedes de fruto y flor, y ni siquiera puedes tu cadáver colgar en la impoluta atmósfera imantada de una gruta!
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