Que sea para bien...
Ya no puedo dudar... Diste muerte a mi cándida niñez, toda olorosa a sacristía, y también diste muerte al liviano chacal de mi cartuja. Que sea para bien... Ya no puedo dudar... Consumaste el prodigio de, sin hacerme daño, sustituir mi agua clara con un licor de uvas... Y yo bebo el licor que tu mano me depara. Me revelas la síntesis de mi propio zodíaco: el León y la Virgen. Y mis ojos te ven apretar en los dedos —como un haz de centellas— éxtasis y placeres. Que sea para bien... Tu palidez denuncia que en tu rostro se ha posado el incendio y ha corrido la lava... Día último de marzo; emoción, aves, sol... Tu palidez volcánica me agrava. ¿Ganaste ese prodigio de pálida vehemencia al huir, con un viento de ceniza, de una ciudad en llamas? ¿O hiciste penitencia revolcándote encima del desierto? ¿O, quizá, te quedaste dormida en la vertiente de un volcán, y la lava corrió sobre tu boca y calcinó tu frente? ¡Oh tú, reveladora, que traes un sabor cabal para mi vida, y la entusiasmas: tu triunfo es sobre un motín de satiresas y un coro plañidero de fantasmas! Yo estoy en la vertiente de tu rostro, esperando las lavas repentinas que me den un fulgurante goce. Tu victorial y pálido prestigio ya me invade... ¡Que sea para bien!
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