Fragmento epistolar, al joven Codignola
Querido joven: así sea, encontrémonos, pero no te esperes nada de este encuentro. Si acaso, una nueva decepción, un nuevo vacío: de esos que le hacen bien a la dignidad narcisista, como un dolor. A mis cuarenta años soy como de diecisiete. Frustrados, el cuarentón y el de diecisiete por cierto se pueden encontrar, balbuciendo ideas convergentes acerca de problemas entre los cuales se abren dos decenios, toda una vida, y que aparentemente son los mismos. Hasta que una palabra dicha por gargantas inciertas, aridecida de llanto y ganas de estar solos les revela su incurable disparidad. No obstante, asumiré el papel de poeta padre, y me atrincheraré en la ironía —que te incomodará: por ser el cuarentón más alegre y joven que el de diecisiete, el nuevo amo de la vida. Además de esta apariencia, de esta semejanza, no tengo nada más qué decirte. Soy avaro, lo poco que poseo me lo ciño al corazón diabólico. Y los dos palmos de piel entre pómulo y mentón, bajo la boca retorcida a fuerza de sonrisas, de timidez, y la mirada que ha perdido su dulzura, como un higo acedado, te parecerían el retrato justo de esa madurez que te daña, madurez no fraterna. ¿De qué puede servirte un contemporáneo —simplemente entristecido en la flacura que le devora la carne? Dio lo que tenía que dar, el resto es árida piedad.
De Poesía en forma de rosa
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