Las hermosas banderas
Los sueños de la mañana: cuando el sol ya reina en una madurez que conoce sólo el vendedor ambulante, el que ha caminado ya tantas horas por las calles con una barba de enfermo sobre las arrugas de su pobre juventud: cuando el sol reina en realmes de verdor caliente, en toldos cansados, en muchedumbres cuyas ropas conocen obscuramente la miseria —y centenares de tranvías han ido y venido por los rieles de las calzadas que ciñen la ciudad, indeciblemente perfumadas, los sueños de las diez de la mañana en el durmiente solitario como un peregrino en su cubil, un desconocido cadáver —aparecen en lúcidos caracteres griegos y, en la sacralidad simple de dos o tres sílabas, plenas del blancor del sol triunfante— adivinan una realidad madurada en lo hondo, madura ya como el sol, que puede dar alegría o terror. ¿Qué cosa me dice el sueño matutino? "Con enormes y lentos oleajes de mieses azules, el mar se abate, trabajando con furor uterino, irreductible, casi feliz —porque da felicidad el constatar también el acto más atroz del destino— resquebraja tu isla, ahora reducida a pocos metros de tierra…" ¡Auxilio, que avanza la soledad! No importa si sé que la he elegido, como un rey. En el sueño y en mí un niño mudo se espanta, clama piedad, se afana corriendo a los refugios con una agitación que "la virtud obliga", pobre creatura. Lo aterra la idea de estar solo como un cadáver en lo hondo de la tierra. ¡Adiós, dignidad en el sueño, aunque sea matutino! Quien debe llorar llora, quien debe aferrarse a las faldas de ropas ajenas se aferra, y tira de ellas, y tira, para que se vuelvan esas caras color de fango y lo miren en los ojos aterrorizados y conozcan así su tragedia ¡para que comprendan lo espantoso de su estado! La blancura del sol, sobre todo, como un fantasma que la historia aprieta sobre los párpados con el peso de mármoles barrocos o románicos... Elegí mi soledad. Por un proceso monstruoso que quizás podría revelar sólo un sueño soñado dentro de un sueño... Mientras tanto, estoy solo, perdido en el pasado. (Porque el hombre sólo tiene una época en su vida). De pronto mis amigos poetas —que comparten como yo el fiero blancor de los años Sesenta, hombres y mujeres, casi todos de mi misma edad— están allá, en el sol. Yo siempre he carecido de ingenio para estar junto a ellos —en la sombra de una vida que se desenvuelve demasiado apegada a la desidia radical de mi alma. La vejez, luego, ha hecho de mi madre y de mí dos máscaras que, por lo demás, nada han perdido de la ternura matutina —la antigua representación se repite en la autenticidad que sólo soñando dentro de un sueño tal vez podría llamar por su nombre. Todo el mundo es mi cuerpo insepulto. Atolón desmenuzado por los golpes de las mieses azules del mar. ¿Qué hacer en la vigilia sino tener dignidad? Tal vez ha llegado la hora del exilio: la hora en que un antiguo habría dado realidad a la realidad y la soledad madurada a su alrededor habría tenido la forma de la soledad. En cambio yo —como en el sueño— porfío haciéndome ilusiones, penosas, de lombriz paralizada por fuerzas incomprensibles: "¡pero no! ¡Pero no! ¡Es sólo un sueño! ¡Afuera está la realidad, en el sol triunfante, en las calzadas y los cafés vacíos, en la afonía suprema de las diez de la mañana, un día igual a todos los días, con su cruz!" Mi amigo del mentón pontificio, mi amigo con ojos cafecitos… mis queridos amigos del Norte, aliados por afinidades electivas, dulces como la vida —están allá, en el sol. Elsa también, con su rubio dolor; ella —corcel herido, derribado, sangrante— allá está. Y mi madre junto a mí… pero allende todo límite de tiempo: somos dos sobrevivientes en uno. Los suspiros de ella, acá, en la cocina, sus malestares en cada sombra de noticia degradante, en toda sospecha de que vuelva a desatarse el odio de la pandilla de rapaces que se mofan bajo mi cuarto de agonizante —no son sino la naturaleza de mi soledad. Como una mujer acompañando al rey en la hoguera o sepultada con él en una tumba que se va, como una barquilla hacia los milenios, la fe de los años Cincuenta aquí está, conmigo, un poco más allá de los límites del tiempo, también desmoronándose ante la paciencia furibunda de las azules mieses del mar. Y… mis amores de pura sensualidad repetidos en los valles sagrados de la libídine sádica, masoquista; los pantalones con su alforja tibia donde está señalado el destino de un hombre —son actos que cumplo solamente en el mar fastuosamente revuelto. Despacio, despacio, los millares de gestos sacros, la mano sobre la hinchazón tibia, los besos, cada vez a una boca distinta, siempre más virginal, siempre más cercana al encanto de la especie, a la norma que hace de los hijos tiernos padres, despacio, despacio han venido convirtiéndose en monumentos de piedra que por millares se agolpan en mi soledad. Esperan que una nueva oleada de racionalidad, o un sueño soñado en un sueño, allí hable. Vuelvo a despertarme una vez más: y me visto, voy a la mesa de trabajo. La luz del sol sigue madurando, lejos andan los vendedores ambulantes; sigue agriándose la tibieza del verdor en los mercados del mundo, por las calzadas de indecible perfume, en las orillas de los mares, al pie de los volcanes. Todo mundo está en el trabajo, en su época futura. Pero aquel algo "blanco" que en letras griegas me presentó el sueño conocedor, irrevocable sigue encima de mí —vestido, en la mesa de trabajo. Mármol, cera o cal en los párpados, en los ángulos de los ojos: el blancor del sol en el sueño, gozosamente románico, perdidamente barroco. De ese blancor fue el sol verdadero, de ese blancor fueron los muros de las fábricas, de ese blancor fue el mismo polvo (en las tardes secas, cuando el día anterior lloviznó un poco), de ese blancor fueron los harapos de lana, las chamarritas pardas y los pantalones deshilachados de los obreros que hubieran podido ser aún camaradas: de ese blancor fue el bochorno de la nueva primavera, oprimida por el recuerdo de otras primaveras sepultadas por siglos en esos mismos pueblos y suburbios —y listas ¡oh Dios! listas para renacer en esas tapias, en esos caminos. En esas tapias, en esos caminos, impregnados de extraño perfume, en la tibieza donde florecían, rojos, manzanos y cerezos: y su color rojo era obscuro, como hundido en un aire de caliente temporal, un rojo casi marrón, cerezas como ciruelas, manzanas como prunas, atisbando entre las brunas, intensas tramas del follaje calmo, como si la primavera no tuviera prisa y gozara en esa tibieza en que alentaba el mundo, ardiendo, en la vieja esperanza, por una esperanza nueva. Y, por encima de todo, el flamear, el humilde y perezoso flamear de las banderas rojas. ¡Dios, las hermosas banderas de los años Cuarenta! ¡Flameando una sobre, otra, en una multitud de telas pobres, empurpuradas de un rojo verdadero transparentando la brillante miseria de los harapos de seda, de los bordados de las familias obreras —y con el fuego de las cerezas, de las manzanas, violáceo por la humedad, sanguíneo por un poco de sol que lo hería, ardiente rojo aglomerado y tembloroso en la heroica ternura de una estación inmortal!
De Poesía en forma de rosa
|