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Masao Nakaguiri
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Una cabeza de hombre, salpicada de arena. Un hilo de sangre que se alarga infinitamente. Metales que se diluyen, ojos que quedan entreabiertos. Mujeres semidesnudas. En el extremo del mundo creí haberlos visto. Hojas de caucho despedazadas y empapadas. Corrimos desesperados. Nos volvíamos locos. El índice de mi mano se crispó contra mi voluntad y tu figura desapareció; quiero decir: te maté. Un pedazo de plomo que ató mi dedo a tu corazón. Los dientes menudos, los pies pardos, y todas las cosas pequeñas. En el extremo del mundo creí haberlos visto. Pero, ¡Peter! ¿Por qué sonríes a quien te mató? De lejos llegas fluyendo dulcemente. Te acercas titubeando, amigo, No sé si te llamabas Henry O Robert. Sin embargo, ¿por qué no me culpas a mí, tu sacrificador? Por fin, regresamos a la patria en cuya belleza habíamos creído. Mis zapatos militares cubiertos de lodo pisan ahora las calles carcomidas de Tokio. Pero tú, ¿en dónde estás tosiendo? ¿En dónde estás lamiendo ese queso de sangre? Amigo, podrás mirar, lo sé, a este pobre hombre que mató a su amigo trepando como topo en el rincón del mundo. Y comprenderás que es mucho más penoso haber sobrevivido que estar muerto. |