ANTES VIVÍAS por el aire, el agua, ligera, sin dolor, vivir de ala, de quilla, de canción, gustos sin rastros. Pero has vivido un día todo el gran peso de la vida en mí. Y ahora, sobre la eternidad blanda del tiempo —contorno irrevocable, lo que hiciste— marcada está la seña de tu ser, cuando encontró su dicha. Y tu huella te sigue; es huella de un vivir todo transido de querer vivir más como fue ella. No se está quieta, no, no se conforma con su sino de ser señal de vida que vivió y ya no vive. Corre tras ti, anhelosa de existir otra vez, siente la trágica fatalidad de ser no más que marca de un cuerpo que se huyó, busca su cuerpo. Sabes ya que no eres, hoy, aquí, en tu presente sino el recuerdo de tu planta un día sobre la arena que llamamos tiempo. Tú misma, que la hiciste, eres hoy sólo huella de tu huella, de aquella que marcaste entre mis brazos. Ya nuestra realidad, los cuerpos estos, son menos de verdad que lo que hicieron aquel día, y si viven sólo es para esperar que les retorne el don de imprimir marcas sobre el mundo. Su anhelado futuro tiene la forma exacta de una huella. ¿Acompañan las almas? ¿Se las siente? ¿O lo que te acompañan son dedales minúsculos, de vidrio, cárceles de las puntas, de las fugas, rosadas, de los dedos? ¿Acompañan las ansias? ¿Y los "más", los "más", los "más" no te acompañan? ¿O tienes junto a ti sólo la música tan mártir, destrozada de chocar contra todas las esquinas del mundo, la que tocan desesperadamente, sin besar, espectros, por la radio? ¿Acompañan las alas, o están lejos? Y dime, ¿te acompaña ese inmenso querer estar contigo que se llama el amor o el telegrama? ¿O estás sola, sin otra compañía que mirar muy despacio, con los ojos arrasados de llanto, estampas viejas de modas anticuadas, y sentirte desnuda, sola, con tu desnudo prometido? Mundo de lo prometido, agua. Todo es posible en el agua. Apoyado en la baranda, el mundo que está detrás en el agua se me aclara, y lo busco en el agua, con los ojos, con el alma, por el agua. La montaña, cuerpo en rosa desnuda, dura de siglos, se me enternece en lo verde líquido, rompe cadenas, se escapa, dejando atrás su esqueleto, ella fluyente, en el agua. Los troncos rectos del árbol entregan su rectitud, ya cansada, a las curvas tentaciones de su reflejo en las ondas. Y a las ramas, en enero, —rebrillos de sol y espuma—, les nacen hojas de agua. Porque en el alma del río no hay inviernos: de su fondo le florecen cada mañana, a la orilla tiernas primaveras blandas. Los vastos fondos del tiempo, de las distancias, se alisan y se olvidan de su drama: separar. Todo se junta y se aplana. El cielo más alto vive confundido con la yerba, como en el amor de Dios. Y el que tiene amor remoto mira en el agua, a su alcance, imagen, voz, fabulosas presencias de lo que ama. Las órdenes terrenales su filo embotan en ondas, se olvidan de que nos mandan podemos, libres, querer lo querido, por el agua. Oscilan los imposibles, tan trémulos como cañas en la orilla, y a la rosa y a la vida se le pierden espinas que se clavaban. De recta que va, de alegre, el agua hacia su destino, el terror de lo futuro en su ejemplo se desarma: si ella llega, llegaremos, ella, nosotros, los dos, al gran término del ansia. Lo difícil en la tierra, por la tierra, triunfa gozoso en el agua. Y mientras se están negando —no constante, terrenal— besos, auroras, mañanas, aquí sobre el suelo firme, el río seguro canta los imposibles posibles, de onda en onda, las promesas de las dichas desatadas. Todo lo niega la tierra, pero todo se me da en el agua, por el agua. Dame tu libertad. No quiero tu fatiga, no, ni tus hojas secas, tu sueño, ojos cerrados. Ven a mí desde ti, no desde tu cansancio de ti. Quiero sentirla. Tu libertad me trae, igual que un viento universal, un olor de maderas remotas de tus muebles, una bandada de visiones que tú veías cuando en el colmo de tu libertad cerrabas ya los ojos. ¡Qué hermosa tú libre y en pie! Si tú me das tu libertad me das tus años blancos, limpios y agudos como dientes, me das el tiempo en que tú la gozabas. Quiero sentirla como siente el agua del puerto, pensativa, en las quillas inmóviles el alta mar, la turbulencia sacra. Sentirla, vuelo parado, igual que en sosegado soto siente la rama donde el ave se posa, el ardor de volar, la lucha terca contra las dimensiones en azul. Descánsala hoy en mí: la gozaré con un temblor de hoja en que se paran gotas del cielo al suelo. La quiero para soltarla, solamente. No tengo cárcel para ti en mi ser. Tu libertad te guarda para mí. La soltaré otra vez, y por el cielo, por el mar, por el tiempo, veré cómo se marcha hacia su sino. Si su sino soy yo, te está esperando. Entre el trino del pájaro y el son grave del agua. El trino se tenía en la frágil garganta; la garganta en un bulto de plumas, en la rama; y la rama en el aire, y el aire, en cielo, en nada. El agua iba rompiéndose entre piedras. Quebrado su fluir misterioso en los guijos, clavada a su lecho, apoyada en la tierra, tocándola lloraba de tener que tocarla. Tu vacilaste: era la luz de la mañana. Y yo, entre los dos cantos, tu elección aguardaba. ¿Qué irías a escoger, entre el trino del pájaro, fugitivo capricho, —escaparse, volarse—, o los destinos fieles, hacia su mar, del agua?
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