¡Qué olvidadas están ya las sortijas en los dedos de antes! Si soplara la pena con el ímpetu del aire se llenaría el suelo de amarillas sortijas desprendidas de las ramas más altas de los sueños. Una sortija, una promesa, son lo mismo: inspiran la ilusión, por ser redondas, de que no tienen fin. Pero muchas promesas se mueren en octubre, allí en los dedos donde las colocamos confiados. Y se alfombran los caminos del mundo de oro triste. Porque hay manos que nunca se dejan oprimir: quieren ser libres. Y una promesa aprieta más que anillos. ¡Qué olvidadas se sienten las palabras que decían que nunca olvidaríamos! Cuando me olvidas, di: ¿te acuerdas, por lo menos, del olvido? Recordar el olvido, aunque no tenga rostro, nombre, cuerpo, es casi no olvidar lo que se olvida. No te puedo pedir que te acuerdes de mí como yo era —una cara, unos ojos, unas lágrimas— sólo que me recuerdes como a algo que uno recuerda que se le ha olvidado y sin saber qué es, muy vagamente lo eche de menos cada cinco días. ¡Qué olvidadas se sienten las distancias, su número, su forma! Mientras que se perciban no hay ausencia. El mar, las tierras y las leguas, contadas y nombradas —yo en California, tú en Escandinavia, y entre los dos los mapas abiertos, tan precisos— aseguran que existe, allí en un punto exacto del espacio de los sueños acaso de la tierra, el que está lejos por muy lejos que esté. Mientras sepamos exactamente lo que nos separa no habrá separación. La muerte es la niebla, allí en las almas, sí la niebla, abolición de todos los confines, gran naufragio de números y nombres, y un ansia a ciegas que recorre el mundo clamando: "¿En dónde, en dónde está lo que tan lejos me quería?" ¿Y las alas, las alas? ¿Cómo pudimos olvidarlas? Di. De tanto ir por las calles a comprar trajes, humo o violetas, o a buscar un empleo en una estrella; de tanto ir sobre ruedas, matando, por matar, paisajes verdes que se quedan atrás como cadáveres, creíste que el andar era tu modo de atravesar la vida, o algún coche color de primavera que comienza. Se te olvidan las alas que te he dado y no usas. Y al mirar a los pájaros o a ángeles, criaturas extrañas te parecen y no puedes venir adonde espero por no tener ya fe en lo que te dije: que lo que tiene vuelo siempre vuela. ¡Qué olvidados se quedan los desnudos! Hay tantas floraciones en las telas que los escaparates te derrotan lo más bello de ti, con sus ficciones. Convertida en silueta verde y blanca, color de tierno mar adolescente, o envuelta en terciopelo todo rojo igual que una tragedia que se acerca, en tus vestidos vives y te olvidas de lo que puedes dar a ciertos ojos de asombro y maravilla si te quitas lo que el mundo te pone sobre el alma para que te confundas con las otras. Porque el desnudo tuyo no es tu cuerpo, ese otro traje más, color de vida, con que siempre te quedas por las noches, sino lo que detrás está, desnudo. ¡Qué olvidado el espejo, sí, el espejo, en donde nos miramos una tarde con nuestras caras juntas, tan semejantes a los dos soñados, que un deseo común nos subió al alma!: no salir nunca de él, allí quedarnos, igual que en una tumba, mas tumba de vivir, tumba clara, de azogue donde dos seres vivos que la buscan, la eternidad alcanzan de los muertos. Tú te marchaste de él: era mi vida. Y mientras yo contemplo en su vacío poblado de fantasmas de reflejos, la soledad que es siempre mi cara si la veo sin la tuya, tú, antes de ir a algún baile, en otro espejo, sola, te miras a ti misma con los ojos que un día prometieron que sólo te verías en los míos.
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