AMOR, AMOR, catástrofe. ¡Qué hundimiento del mundo! Un gran horror a techos quiebra columnas, tiempos; los reemplaza por cielos intemporales. Andas, ando por entre escombros de estíos y de inviernos derrumbados. Se extinguen las normas y los pesos. Toda hacia atrás la vida se va quitando siglos, frenética, de encima; desteje, galopando, su curso, lento antes; se desvive de ansia de borrarse la historia, de no ser más que el puro anhelo de empezarse otra vez. El futuro se llama ayer. Ayer oculto, secretísimo, que se nos olvidó y hay que reconquistar con la sangre y el alma, detrás de aquellos otros ayeres conocidos. ¡Atrás y siempre atrás! ¡Retrocesos, en vértigo, por dentro, hacia el mañana! ¡Que caiga todo! Ya lo siento apenas. Vamos, a fuerza de besar, inventando las ruinas del mundo, de la mano tú y yo por entre el gran fracaso de la flor y del orden. Y ya siento entre tactos, entre abrazos, tu piel que me entrega el retorno al palpitar primero, sin luz, antes del mundo, total, sin forma, caos. Yo no puedo darte más. No soy más que lo que soy. ¡Ay, cómo quisiera ser arena, sol, en estío! Que te tendieses descansada a descansar. Que me dejaras tu cuerpo al marcharte, huella tierna, tibia, inolvidable. Y que contigo se fuese sobre ti, mi beso lento: color, desde la nuca al talón, moreno. ¡Ay, cómo quisiera ser vidrio, o estofa o madera que conserva su color aquí, su perfume aquí, y nació a tres mil kilómetros! Ser la materia que te gusta, que tocas todos los días y que ves ya sin mirar a tu alrededor, las cosas —collar, frasco, seda antigua— que cuando tú echas de menos preguntas: "¡Ay!, ¿dónde está?" ¡Y, ay, cómo quisiera ser una alegría entre todas, una sola, la alegría con que te alegraras tú! Un amor, un amor solo: el amor del que tú te enamorases. Pero no soy más que lo que soy. Horizontal, sí, te quiero. Mírale la cara al cielo, de cara. Déjate ya de fingir un equilibrio donde lloramos tú y yo. Ríndete a la gran verdad final, a lo que has de ser conmigo, tendida ya, paralela, en la muerte o en el beso. Horizontal es la noche en el mar, gran masa trémula sobre la tierra acostada, vencida sobre la playa. El estar de pie, mentira: sólo correr o tenderse. Y lo que tú y yo queremos y el día —ya tan cansado de estar con su luz, derecho— es que nos llegue, viviendo y con temblor de morir, en lo más alto del beso, ese quedarse rendidos por el amor más ingrávido, al peso de ser de tierra, materia, carne de vida. En la noche v la trasnoche, y el amor y el trasamor, ya cambiados en horizontes finales, tú y yo, de nosotros mismos. Los cielos son iguales. Azules, grises, negros, se repiten encima del naranjo o la piedra: nos acerca mirarlos. Las estrellas suprimen, de lejanas que son, las distancias del mundo. Si queremos juntarnos, nunca mires delante: todo lleno de abismos, de fechas y de leguas. Déjate bien flotar sobre el mar o la hierba, inmóvil, cara al cielo. Te sentirás hundir despacio, hacia lo alto en la vida del aire. Y nos encontraremos sobre las diferencias invencibles, arenas, rocas, años, ya solos, nadadores celestes, náufragos de los cielos. Tú no las puedes ver; yo, sí. Claras, redondas, tibias. Despacio se van a su destino; despacio, por marcharse más tarde de tu carne. Se van a nada; son eso no más, su curso. Y una huella, a lo largo, que se borra en seguida. ¿Astros? Tú. No las puedes besar. Las beso yo por ti. Saben; tienen sabor a los zumos del mundo. ¡Qué gusto negro y denso a tierra, a sol, a mar! Se quedan un momento en el beso, indecisas entre tu carne fría y mis labios; por fin las arranco. Y no sé si es que eran para mí. Porque yo no sé nada. ¿Son estrellas, son signos, son condenas o auroras? Ni en mirar ni en besar aprendí lo que eran. Lo que quieren se queda allá atrás, todo incógnito. Y su nombre también. (Si las llamara lágrimas nadie me entendería.)
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