Historia natural |
I. Pandurata índica III. Los fresnos 4. Apuntes en la embajada Nicaragua celeste Del cielo y la tierra Solo a la tierra
En la vieja avenida Jalisco, no la antigua, hoy Pedro Antonio de los Santos, el arborizante puede ver todavía dos magníficos ejemplares solemnes de hojas oblongas, verde oscuro, casi azules al anochecer. Por la construcción que decoran simétricamente se puede calcular su edad; datan de cuando la Villa de Tacubaya no estaba aún ligada a la ciudad creciente por la avenida que ahora lleva su nombre; cuando las familias decentes, huyendo del Tívoli y del Arbeu, buscaban vida recoleta, y, según se dice, mejores aires, de importancia o del Bosque. Cincuenta, sesenta años tienen estos gemelos gigantes, únicos en el Valle de México. Aseguran que la finca pertenece a un licenciado, que perdió la magia electoral hace unos sexenios. Yo lo felicito; a lo mejor se hubiera construido ahí un palacio estilo remordimiento y los gemelos habrían caído perfumando el hacha consabida. Balbuena sabía de estas cosas y varias veces me lo dijo.
Los fresnos son mi delicia; son los padres y los hijos del Valle. Por mi mano plantados tengo cinco, que ya dan sombra en el claro verano. Sus hojas, menudas, dulces y fuertes, cantan con la brisa en primavera. Tras un otoño de minutos, vuelven sus alas verdes, de un verde enternecido que hace llorar. En cinco, cuatro, tres años, han crecido más que mis hijos, pero todavía son tiernos como ellos. Bajo el mayor yace La Peque, la gatita angora de Juanuca, que le da vida graciosa y animal. Se nutre el fresno de La Peque y La Peque salta en sus ramas, en sus hojas, en mis ojos, cuando azota la luna.
Veo a los nicaragüeños malhablados, hijos de mona y guardia, negros, renegridos, morenos, morochos o morunos y murrucos, hablando francés, francés cercopithèque –porque antes creíamos los del Centro que éramos más o menos blancos, cara blanca, cebus albifrons, pues no visitamos las afueras– y ahora, afuera, de lejos, te vemos, tierra, como sos. Tierra negra, morena cuando más, como la carne que quiero y no quiero. Madre carne, madre patria, bandera mentida en blanco y azul (por moler a Rubén Darío), yo te veré si es que te veo como serás. No me borres, porque yo canté el Himno y marché a la zaga algún día. Anduve de rama en rama del árbol genealógico, hice un claro en el bosque, fui un niño como fueron mis padres, un niño y ya no lo soy. Un niño, un monito, en un reino junto al mar, como dijo Edgar A. le Grand Poet.
Unripe bananas and porterhouse steak IV
And I saw a new heaven and a new
Ni la bandera azul y blanca flotando temblante en el aire caliente que se vuelve celeste, ni la corbatita azulenca ya desteñida por los desfiles del Quince de Septiembre, ni siquiera el Azul envejecido de don Rubén Darío, ni los ojos soñados bajo el mar, sobre el cielo, en que me abismé con terror y orgullo ilegítimo, ni tú, mediterráneo salobre, garzo y ojizarco, que el griego y el latino caeruleus y el náhuatl chalchuihuitl confundieron con el verde esmeralda que brota del centro de los Cielos, ni. Sino tú, la única, la perfecta, la intocada, ya sin color de tan alta, de tan alta invisible. La que está antes del nudo del ombligo y detrás de la podredumbre de los que no se incineran; más allá de volcanes, y lagos y ríos de apocalípticos nombres donde obligan al Niño a besar el culo del Infierno. Pero siempre pasa lo mismo bajo la energía solar: abominación de la abominación, a la orden del día y de la noche. Desde los trogloditas del tercer milenio a la destrucción por Tito y la reconstrucción por Adriano, del incendio de Walker al nacimiento y crucifixión de Sandino. Adoradores de falos y serpientes y becerros, de armas y dinero, sacerdos castrólicos y monjíferas sulfúricas, siempre los hubo. Brillan incrustados en la Bestia: son sus ojos y tentáculos en pleno poder natural. Ella se muerde y se retuerce enfurecida porque no puede nada contra Ti, Nicaragua Celeste. Lo digo porque fui arrebatado por una nube fúlgida, en la Calle de Humboldt-Nicaragua, y vi lo que no vi, lo que no se ve, lo nunca visto: esta nueva ciudad, astro o planeta, fuera de las galaxias, flotando en el sinfín de lo que no es, poblada y poblándose, por Rubén el primogénito, por José y sus hermanos, hijos de Jacob, por Salomón, rey-poeta como Nezahualcóyotl, y Pablo militar y fascífico, hoy converso de su pueblo. Y yo estoy a la puerta, y amo.
(Cuernavaca, diciembre de 1972).
IV. Soy solar
Al grito azul del cielo recién nacido, entre el verde follaje todavía oscuro de vida nocturna y animal, responde el desolado fulgor de quien fue rey lunático, de azarosos, azogados, tardos pasos. El ancho disco discurre en su alegría milenaria, después de recorrer cimas nevadas, arenas derretidas, ocasos de llamas furiosas, insolente escarlata del ocaso. Seguir, seguirlo, a ojos vistas, y que duerma un rayo poderoso en la mano magnánima, para entibiar siquiera el débil corazón escarchado de luna fugitiva y penosa. Dónde estarás doce horas más tarde, vistiendo en luz qué tierras, mares, selvas o ríos, con la reverberación de tu poder genital. Soy solar, dios nocturno, cuando el párpado agotado y goloso del día entra con pie seguro en las aguas lentas y tupidas del sueño, no duermo, sueño no más que duermo, por descansar el don luminoso y ardido que me hace menos yo, cuando ya deslumbrado me asombro. Soy solar, de mucho sol al descubierto viene la carne untada al hueso virgen. Soy solar, de mucho mundo al sol, veranos, playas, islas, procede el cuerpo que te entrego esta noche. Soy solar, por más que busque en brazos morenos más ternura que el fuego atesorado, soy solar. Aires nocturnos quieren embalsamar la furia del que duerme; no hay descanso, soy solar. No hay remedio, a mediodía, a media noche soy solar.
V. Noche cerrada |