La poesía La cruz Pavana
La poesía
4 Si la azucena es vil en su pureza y oculta la virtud del asesino, si el veneno sutil es el camino para lograr exacta la belleza; engaño pues mi amor con la nobleza y confundo lo ruin con lo divino, hago de la cordura desatino, de la sola mentira mi certeza. Nadie sale triunfante en la batalla, ni angélica promesa en que me escudo ni humana condición que me amuralla. Contra toda verdad he de quererte, equilibrio infernal. Nací desnudo: sólo contigo venceré a la muerte.
La cruz
Infame cruz me están labrando sin saber mi estatura. Si grande soy la hacen pequeña para quebrantarme los huesos; si pequeño, altísima para descoyuntarme. Yo mismo soy la cruz, soy mis deseos.
Pavana
1 Ya nunca tendré doce ni trece ni catorce (años los más felices de su pelo) ni seré virgen ni madre de muñecas– dicen que dijo al borde de la tumba, al borde de su lecho. Digo que dicen porque no la oí. ¿Por qué no la oí? Ya nunca la oiré. Nunca la oí. Yo no tuve la culpa de soñarte. Esto no es epitafio ni elegía. Ella dice a veces las palabras que yo mismo le pongo al filo de los labios. Yo también hablo en ellas. Si recorro los días, la tierra que pisó, ahí estará mi huella confundida, levantándose, creciendo como la suya del lado de la muerte. 2 Pero más que nosotros aquí canta el viento de azahares que nos ciñó los huesos, la carne pura. Canta aquí, se arremolina, el humo del tabaco que inventamos contra la vigilancia familiar. El llanto de una noche no era amor por no dormir junto a tu pecho, por no velar tu sueño con alevosos pensamientos. A la orilla de estos lamentables compases puedo ver con claridad meridiana, cómo se nublan, cómo se niegan, decaen, los años más felices de tu pelo. 3 No conocía el mar; ella tan sólo. Ella tan sólo creciendo, agigantando el mar de abril bajo la luna. Limpia, taciturna, deslucida, mejor, también cantan aquí tus novios viudos. Hermana, hermano de tu hermana por más señas: el pecho de tu madre, el retrato donde aparece llorando. Cómo fantaseamos la vida hasta hacerla así, como queríamos. En verdad, nunca te oí, pero casi te odio por odiar tu muerte. Cómo te dejaste morir. Quebraste el cielo –edad dorada (I was a child and she was a child). No ves que tengo a nadie junto a mí, sólo perezco; y tú que sostenías el más limpio cristal –la vida es un cristal, la quiebras por purísimo gusto. No te perdono el rostro ni el anillo, no te perdono el rostro de la muerte. 4 No tengo años primeros. Se desploman de súbito al abrirse la carta: Nunca se necesita tu consuelo. Contigo han conspirado para que llegue tarde la noticia. Nunca es tarde si pierdo mis primeros años con tu muerte. Ya nunca tendré doce ni trece ni catorce ni años de bicicleta que cantaban como el poeta ruso su paisaje. No tengo infancia. Se ha muerto mi niñez de un solo golpe. Ya sólo soy ahora; hoy, me llamo. Yo no tuve la culpa de soñarte, dicen que dijo. Podría decir más, pero no quiero que diga sino lo que le ponga al borde de los labios. 5 Es la última vez que escribo de memoria porque sin ti ya no la tengo. Esto lo dice el niño, el que aprendió a leer en las arenas. No conocía el mar sino el oleaje de nuestro dulce mar, los ríos interiores, el aire que nos ceñía, el ángel que nos llevó de la mano. No me reconozco la voz en este mar de muerte. Alta, creciendo, siempre creciendo, deslucida y creciendo como creciente mar –su vida aparece en lo alto para luego caer como la llama, como la tempestad hundida en la borrosa inquietud. Al filo de estos lamentables compases puedo ver todavía cómo luchan, cómo se defienden los años más felices de su pelo. Fue ayer, y nunca habrá mejor ayer, ni nunca, ni mañana. Siquiera el diminutivo persistiera en este pobre afán de hacer bella tu muerte. Pero no me reconozco en este mar. No es mía la virtud. Tan sólo puedo ver, después de la tempestad, cómo se niegan, cómo decaen las nubes más felices de tu pelo. Nadie vaya a decir que no te quise.
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