En vano envejecerás doblado en los archivos, no encontrarás mi nombre. En vano medirás los surcos sementados queriendo hallar mis propiedades, no tengo posesiones. En cambio, ¿el sueño de los valles arrobados es mío? Sí. ¿Mío es el subterráneo rumor de la semilla? También. Si me extraviara a tientas, en la oscuridad, ¿cómo podrían llamarme y entenderles? Llámenme con el nombre del único incoloro vestido que he llevado, el de virgen terrestre. I Duele esta tierra henchida de vigores sollamando la frente, quemando las entrañas... Todo mi nombre dentro se me rompe de odio: odio a la puerta en mí, siempre llamada, odio al jardín de afanes desgajados entre el sol y la muerte. Por encima de las colinas arde la luz, el tiempo se deshoja y yo envejezco aquí traspasada de urgencias frente a la puerta hermética. Soy la virgen terrestre espesa de amargura, desolada corriendo del reguero de impactos en mi pulso. Ya no me soporto en las grietas de la espera ni el sopor del silencio. II ¡Mentira que somos frescas quiebras cintilando en el agua!, que un temblor de castidad serena nos albea la frente, que los luceros se exprimen en los ojos y nos embriagan de paz. ¡Mentira! Hay una corriente oscura disuelta en las entrañas que nos veda pisar sin ser oídas y sostener equilibrio de rodillas, con un racimo de luces extasiadas sobre el pecho. III Dicen que una debe morderse todas las palabras y caminar de puntas, con sigilo, cubriendo las rendijas, acallando al instinto desatado, y poblando de estrellas las pupilas para ahogar el violento delirio del deseo. Pero es que si el cuerpo pide su eternidad limpio y derecho, es un mordiente enojo andarle huyendo; dejar su temblorosa mies ardiendo a solas, sin el olor oscuro de los pinos. Siempre cerrada, ignorando cómo se desgaja el surco dorado ante la siembra; de tumbo en tumbo, cerrados los sentidos y alumbrándose a medias. IV Viejas causas, cánones hostiles, fervorosos principios maniatándome. ¿Sobre qué ejes giran que me doblan a beberme la muerte en la conciencia? Yo me miro y no soy sino una cripta en llamas, una existencia informe, sonámbula, cargada de fatiga. ¿Es lícito permitir que se extinga en servidumbre enferma el bárbaro reclamo que nos sube de abordar a la tierra por la tierra? V En esta brava inmensidad no logran retenerme los desvaríos blandos o el ímpetu del sueño. La tierra es ruda, trémula, ardorosa, y se me expande dentro. El vértigo sanguíneo esplende arrebatando al canto y ni le puedo contener el paso, ni sustraerme a los labios que me caen al papel como dos brasas. VI Pienso en las abastecidas, las satisfechas, las del ancho mar; las que reciben el regocijo vital de las corrientes —cauces donde la vida vibra y se eterniza—, pienso en las abastecidas y me irrita el despecho de mi roja marea sofocada; al no encontrar la presencia de Dios por ningún ángulo y andar de pueblo en pueblo emblanquecida de miedo, de pasión y de tedio, sepulto el corazón bajo el hollín de todos los recelos. VII Te rindo y te maldigo, recio olor de la tierra, tempestad original, relámpago dulcísimo de muerte. Te maldice el temor de ver que Dios no acierte a descifrar mi nombre, porque yo, la que soy, no asisto ni en el Monte Tabor para el desposamiento en brillos, ni soy de las que escalan por los peldaños de la sangre al sol. Dije que era un vaivén de la ola sombría, la ola de las vírgenes terrestres, las que no recibimos más nombre que el que nos dieron niñas en la pila; y cuando Dios nos llame nunca habrá de encontrarnos, dirá: las innombradas, los desvaídos soplos, los desplomes silentes, las estepas perdidas bajo esfumino duro, y nosotras, cubiertas de humo en las honduras de un país olvidado, vocearemos respuestas en remolino cálido, arderemos los montes, alzaremos los brazos en furia atropellada y todas en un grito hendiendo los contornos, serpentearemos secas, deshechas de agonía. Pero inútil, inútil, porque a la tierra estéril no se le oyen los labios.
1952
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