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De Antología nueva (1989)
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Asaltos a la memoria |
Amanece, en las macetas de la ventana arden los geranios. Un vaho lechoso entra en el viento. Corre el día hacia las dunas de la oscuridad. Después de avanzada la noche me desprendo abajo quedan mi piel, mis huesos. Me echo de picada a las profundidades, atravieso el infierno, toco la incandescencia de la luz todos los pájaros se desatan. De lejos llega el olor de dátiles que espesan en los cazos de cobre, el de polvorones recién horneados. Es el aroma penetrante de mi infancia el que nace, el que nace. Al amanecer Alberto arrea las mulas con el bastimento rumbo a las labores. Una niña atisba por entre los leños de la cerca, mientras en su corazón se amotina un mar de diez años que quiere ser mujer. Que se echa sobre la tierra y se identifica con ella. Este polvo que escurre entre sus dedos es su madre es su cuerpo es el olor de vida que exhalará cuando llegue el mediodía. Hoy, paloma desmañanada, vuelve a su cama, se acurruca bajo las cobijas tibias, se le desarrugan los sueños, se alisa el viento y duerme. A la bisabuela le peinaban las trenzas con los dedos. Vivió 110 años. Plena en su lucidez. Su cuerpo se achicó. Nunca desmereció la mata de su pelo inmaculado que crecía en abundancia colgando en largas trenzas. Una mañana rechazó la bandeja de panecillos y el chocolate espumoso. Pequeñita, se ovilló en el silencio “La virgen me envolvió en un vapor azul, me trajo el desayuno”, dijo antes de bajar a esconderse en los íntimos pliegues de la tierra. Las lilas perfuman el primer viento de abril. El árbol de la noche florece y la tía Vense trenza mis cabellos. Me hundo en el sueño. Tía Vense, te amo. estalactica de cristal. Tu pelo se precipitaba en relámpagos miel y caoba sobre mi cara cuando el beso de buenas noches. El ruido de voces en el cuarto contiguo me despierta. La muerte desangra el vientre de mi madre, las sábanas esponjadas de blancura se incendian. Apenas clarea, ponen sobre mis manos un cesto, al vaciarlo un feto se despeña, La vida se encoge dentro de mí, Tengo nueve años, es el primer contacto con la muerte. Y los veranos, y el sol estancado a mitad del desierto. La luz cantaba y se filtraba por todos los resquicios. Algunas veces una noche de lluvia y amanecía la tierra con olor a mastuerzo y humedad. El mundo de mi madre era la correspondencia justa entre los reinos de la tierra. El abuelo leía en el firmamento los fenómenos atmosféricos, ubicaba las constelaciones y era juez de un pueblo donde no se mezclaba la sangre con extraños. Los Guzmán de Lampazos Los Benavides de Cerralvo Los Ramos de Ciénega de Flores Los Montemayor de Higueras y se cerraba el círculo. Los ojos grises de la abuela hacían sentir su presencia matriarcal: revisaba la llegada de los rebaños, el ganado, la ordeña, preparaba en el horno de adobe los pasteles de maíz, las hojarascas, esa multitud de olores y sabores con que se llena el recuerdo. |