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Esto se llama los incendios Cuatro jinetes de pólvora derriten los vastos jardines. Cuatro fantasmas de plomo cavan la tumba del amor. Uno, dos, tres, innumerables asesinos decapitan el ángel de la dicha. Un jinete de enrojecidos ojos cabalga los incendios. Algo como una lejana tristeza sucede allá, en el país de las praderas, del napalm, del oro y de los enormes ríos que de pronto se alzan y se preguntan qué pasa, aló aló qué ocurre en las ciudades de mármol, en las ciudades de miasma; ¿qué sucede que se ha roto el coloquio de los enamorados? El viento ha perdido la dirección y la Madre Primavera muestra su pecho cercenado. Algo como un quebradero de huesos y de plumas ha coronado de sombra los capitolios y llenado de cenizas las casas que antes del fuego fueron blancas y púdicas como una guerra no declarada. ¡Aló aló Vietnam, aló padre y poeta Ho Chi Minh! Hola, hermana ceniza, hermano dedo, hermanas barbas, hola querido Comandante Guevara, viento-verdad, columna asesinada, allá arriba de nosotros, cerca del cielo o del infierno, algo ardiente como una roja espuma se levanta —y es tu palabra insomne, tu agonía, la línea de tu sueño. Pólvora y miedo en el país llamado “el país más poderoso de la tierra”. En cada casa norteña, un becerro dorado. En cada palacio del sur, la suma por centenares de esclavos. En todas las casas una Biblia nunca leída, acaso murmurada, jamás entendida. Pero olvidemos el poder, el orgullo, los becerros y las Biblias —y no olvidemos a Abraham Lincoln río Mississippi abajo casi al encuentro de don Benito Juárez desterrado y liando tabaco virginiano; a Abraham Lincoln con su testimonio a cuestas, su vigor de coloso y su tristeza secular. Cuando Abraham Lincoln fue asesinado un poco de atardecer cayó sobre el mundo de los negros y las plegarias se sucedieron como un amargo río de lágrimas. Llamearon las pupilas acusadoras, pero nada más. Ah, sí: Un poeta de luenga barba blanca y ojos marinos se enfermó por la muerte de un capitán de la vida. Los blancos habían empezado a linchar y los capuchones del Ku Klux Klan erizaron el silencioso territorio. Comenzaba a oler a pólvora, a sangre fresca, a sudor de jinetes bramadores y a incendios. Palomas delirantes aparecieron tal presagios, hasta que los fusiles con miras telescópicas ocuparon el lugar de los arcángeles y callaron las aleluyas. El agua del río padre tornóse espesa sangre y el blues se arrinconó como un perro sarnoso. Cuando hace pocos amaneceres asesinaron a Martin Luther King un poco de niebla fustigó el mundo de los negros. Pero entonces ya no solamente llamearon las pupilas sino la madera, los minerales, los supermercados, las farmacias, los bancos, las estaciones de policía, las radiodifusoras, las estaciones de TV... Ardieron de costa a costa las ciudades para que iluminaran una muerte y hubiera un destello de esperanza en la piel negra y en la piel roja, y hasta un poco de luz de algo que se llamó bondad, ¿o se llamaba piedad, o bíblicamente, malditamente se llamaba violencia? Hoy nada sabemos. Ni siquiera dónde empieza la cola de una serpiente de plomo no dónde termina el dolor de una viuda —ni qué entraña se arrancaron los huérfanos para gemir muertos de angustia en las noches de Memphis y de Atlanta. Se necesita ser muy hombre para no ser violento. Se necesita saber musitar un versículo. Hoy necesito mucha cobardía para callarme la oración por Martin Luther King, y para no decir nada sobre la sangre que lo ahogó como a un cordero para holocausto en la piedra solar de una colina mosaica. ¡Aló aló Martin Luther King, hombre negro degollado! Hola Martin Lutero Rey, pacífico hacedor de incendios, campanada king king de la rebelión, tam tam descuartizado, suave africano de la dura Norteamérica. Aló asesinado aló mortificado en cuerpo y alma aló balaceado Hola enterrado en alma y cuerpo hola acribillado santo negro de las llamas de los negros incendios te bendigo te bendecimos liberador. Ahora bendícenos, reverendo, desde tu cielo ceñudo desde la cálida oscuridad de tu celda celeste ¡No eres más que un cuchillo ni menos que un motín! Por la muerte de Malcolm X por la vida veloz de Stokely Carmichael condúcenos, oh animoso, oh tumultuario, hacia el sofocante purgatorio de los vastos jardines incendiados! 9-10 de abril de 1968 |