El adiós de Santayana a sus enfermeras
El espíritu da vida; ¿matarán sus epístolas al excéntrico quieto, si por deseo del cielo halló a la Iglesia demasiado buena para ser cierta? “Morirás”, responden las Hermanas, “tal y como viviste”. Uno se pregunta cómo adivinaron lo que escribí o si las monjas eran demasiado pragmáticas para seguir alimentando la ilusión. Creyendo que Pablo, el más abyecto de los hombres, hubiese errado el blanco al predicar que la verdad era sólo lo asido por su mano, le cedí el alma al Evangelio insondable; de mi discurso, la esencia derivó corazón y paisaje. Al morir, me imaginé acosado por las Hermanas Azules revoloteando como gansos, silbando. “Roma debe dar lo mejor”, hasta que Curcio, armado, colme el hueco.
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