La muerte de un crítico
Aburridos, desagradables y agónicos, los ancianos el blanco de mi escarnio resultaron, hasta que el tiempo, el recuperador, me hizo como ellos. Antes, en Nueva York, decíamos “Si la vida pudiese escribir, hubiese escrito como nosotros”. Ahora el fluido vital huye del encendedor desechable, y palidece su brillo cilíndrico, translúcido, carmesí— Oh reina de las ciudades, estrella matutina. Arde dentro de mí la edad El camino se aclara cada año y cada año lo cubre la maleza; la naturaleza es nuestra colaboradora y nosotros, después, ya no ayudamos II El cuadro verde-océano de la televisión amado y anhelado como ningún rostro humano... Desde mi cuarto aislado, hablo conmigo mismo y me aprovecho. Convalezco. No disfruto la polémica con mis viejos alumnos, y coloco un tablero sobre los brazos de mi silla para escribir cartas que incineran temiéndole a mis gérmenes. Los discípulos descienden como golondrinas del Brasil o reseñas de libros desde Londres. ¡Ah! en las noches de insomnio, cuando mi tragedia deleita a las aves ociosas, pregunto por sus inesperados rostros familiares que hoy no identifico. Los estudiantes cuyo entusiasmo abrió espacio en el aire se han graduado para dejar de ser. No tendrá caso convocarlos de nuevo a la existencia, tendrían la alocada sinceridad de los fantasmas... sin referencias o regalías, sin empleo. Ahora, casi completamente congelado, miro la rosa florecer en mi calentador. Y en los instantes cálidos, contemplo la belleza que volvió tropical el verano en Long Island. De los noventas a Nixon, la misma joven, los mismos senos deliberadamente tersos todavía. En mi pantalla su patrón intolerable me la ofrece cada noche como si dispusiese de su hija. ¿Me volverá su pánico infalible? ¿Era mi integridad mi única comprensión de todo lo que odiaba? ¿Asesinó el músico Gesualdo a su mujer para heredar su voz de ruiseñor? Mi crítica sobrevive a sus víctimas, enterradas en las pequeñas revistas literarias que nos promueven periódicamente, al barracuda y a su presa. Mis notas primerizas, alguna vez el equivalente verbal del asesinato, son ahora una breve hilera compacta, casi tan vieja como yo. Cetrinas, se derrumban sus tiesas páginas, vuelan como hojas secas hacia el árbol que las alimentó. Detrás de las fachadas celulares de Nueva York ataviadas de indiferencia vítrea me disminuyo... ya no más explosivo. Demando una muerte natural sin morder el polvo, sin esparcir la sangre... No le temo a la muerte... sino al dolor incierto, ilimitado.
De Day by Day
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