CUANDO LLEGUÉIS A VIEJOS, respetaréis la piedra, si es que llegáis a viejos, si es que entonces quedó alguna piedra. Vuestros hijos amarán al viejo cobre, al hierro fiel. Recibiréis a los antiguos metales en el seno de vuestras familias, trataréis al noble plomo con la decencia que corresponde a su carácter dulce; os reconciliaréis con el zinc dándole un suave nombre; con el bronce considerándolo como hermano del oro, porque el oro no fue a la guerra por vosotros, el oro se quedó, por vosotros, haciendo el papel del niño mimado, vestido de terciopelo, arropado, protegido por el resentido acero... Cuando lleguéis a viejos, respetaréis al oro, si es que llegáis a viejos, si es que entonces quedó algún oro. El agua es la única eternidad de la sangre. Su fuerza, hecha sangre. Su inquietud, hecha sangre. Su violento anhelo de viento y cielo, hecho sangre. Mañana dirán que la sangre se hizo polvo, mañana estará seca la sangre. Ni sudor, ni lágrimas, ni orina podrán llenar el hueco del corazón vacío. Mañana envidiarán la bomba hidráulica de un inodoro palpitante, la constancia viva de un grifo, el grueso líquido. El río se encargará de los riñones destrozados y en medio del desierto los huesos en cruz pedirán en vano que regrese el agua a los cuerpos de los hombres. Dadme un motor más fuerte que un corazón de hombre. Dadme un cerebro de máquina que pueda ser agujereado sin dolor. Dadme por fuera un cuerpo de metal y por dentro otro cuerpo de metal igual al del soldado de plomo que no muere, que no te pide, Señor, la gracia de no ser humillado por tus obras, como el soldado de carne blanducha, nuestro débil orgullo, que por tu día ofrecerá la luz de sus ojos, que por tu metal admitirá una bala en su pecho, que por tu agua devolverá su sangre. Y que quiere ser como un cuchillo al que no puede herir otro cuchillo. Esta cal de mi sangre incorporada a mi vida será la cal de mi tumba incorporada a mi muerte, porque aquí está el futuro envuelto en papel de estaño, aquí está la ración humana en forma de pequeños ataúdes, y la ametralladora sigue ardiendo de deseos y a través de los siglos sigue fiel el amor del cuchillo a la carne. Y luego, decid si no ha sido abundante la cosecha de balas, si los campos no están sembrados de bayonetas, si no han reventado a su tiempo las granadas... Decid si hay algún pozo, un hueco, un escondrijo que no sea un fecundo nido de bombas robustas; decid si este diluvio de fuego líquido no es más hermoso y más terrible que el de Noé, sin que haya un arca de acero que resista ni un avión que regrese con la rama de olivo! Vosotros, dominadores del cristal, he ahí vuestros vidrios fundidos. Vuestras casas de porcelana, vuestros trenes de mica, vuestras lágrimas envueltas en celofán, vuestros corazones de baquelita, vuestros risibles y hediondos pies de hule, todo se funde y corre al llamado de guerra de las cosas, como se funde y se escapa con rencor el acero que ha sostenido una estatua. Los marineros están un poco excitados. Algo les turba su viaje. Se asoman a la borda y escudriñan el agua, se asoman a la torre y escudriñan el aire. Pero no hay nada. No hay peces, ni olas, ni estrellas, ni pájaros. Señor Capitán, ¿a dónde vamos? Lo sabremos más tarde. Cuando hayamos llegado. Los marineros quieren lanzar el ancla, los marineros quieren saber qué pasa. Pero no es nada. Están un poco excitados. El agua del mar tiene un sabor más amargo, el viento del mar es demasiado pesado. Y no camina el barco. Se quedó quieto en medio del viaje. Los marineros se preguntan ¿qué pasa? con las manos, han perdido el habla. No pasa nada. Están un poco excitados. Nunca volverá a pasar nada. Nunca lanzarán el ancla. No había que buscarla en las cartas del naipe ni en los juegos de la cábala. En todas las cartas estaba, hasta en las de amor y en las de navegar. Todos los signos llevaban su signo. Izaba su bandera sin color, fantasma de bandera para ser pintada con colores de sangre de fantasma, bandera que cuando flotaba al viento parecía que flotaba el viento. Iba y venía, iba en el venir, venía en el yendo, como que si fuera viniendo. Subía, y luego bajaba hasta en medio de la multitud y besaba a cada hombre. Acariciaba cada cosa con sus dedos suaves de sobadora de marfil. Cuando pasaba un tranvía, ella pasaba en el tranvía; cuando pasaba una locomotora, ella iba sentada en la trompa. Pasaba ante el vidrio de todas las vitrinas, sobre el río de todos los puentes, por el cielo de todas las ventanas. Era la misma vida que flota ciega en las calles como una niebla borracha. Estaba de pie junto a todas las paredes como un ejército de mendigos, era un diluvio en el aire. Era tenaz, y también dulce, como el tiempo. Con la opaca voz de un destrozado amor sin remedio, con el hueco de un corazón fugitivo, con la sombra del cuerpo, con la sombra del alma, apenas sombra de vidrio, con el espacio vacío de una mano sin dueño, con los labios heridos, con los párpados sin sueño, con el pedazo de pecho donde está sembrado el musgo del resentimiento y el narciso, con el hombro izquierdo, con el hombro que carga las flores y el vino, con las uñas que aún están adentro y no han salido, con el porvenir sin premio, con el pasado sin castigo, con el aliento, con el silbido, con el último bocado de tiempo, con el último sorbo de líquido, con el último verso del último libro. Y con lo que será ajeno. Y con lo que fue mío. Somos la orquídea del acero, florecimos en la trinchera como el moho sobre el filo de la espada, somos una vegetación de sangre. Somos flores de carne que chorrean sangre, somos la muerte recién podada que florecerá muertes y más muertes hasta hacer un inmenso jardín de muertes. Como la enredadera púrpura de filosa raíz que corta el corazón y se siembra en la fangosa sangre y sube y baja según su peligrosa marea. Así hemos inundado el pecho de los vivos, somos la selva que avanza. Somos la tierra presente. Vegetal y podrida. Pantano corrompido que burbujea mariposas y arcoiris. Donde tu cáscara se levanta están nuestros huesos llorosos, nuestro dolor brillante en carne viva, oh santa y hedionda tierra nuestra, humus humanos. Desde mi gris sube mi ávida mirada, mi ojo viejo y tardo, ya encanecido, desde el fondo de un vértigo lamoso sin negro y sin color completamente ciego. Asciendo como topo hacia un aire que huele mi vista, el ojo de mi olfato, y el murciélago todo hecho de sonido. Aquí la piedra es piedra, pero ni el tacto sordo puede imaginar si vamos o venimos, pero venimos, sí, desde mi fondo espeso, pero vamos, ya lo sentimos, en los dedos podridos y en esta cruel mudez que quiere cantar. Como un súbito amanecer que la sangre dibuja irrumpe el violento deseo de sufrir, y luego el llanto fluyendo como la uña de la carne y el rabioso corazón ladrando en la puerta. Y en la puerta un cubo que se palpa y un camino verde bajo los pies hasta el pozo, hasta más hondo aún, hasta el agua, y en el agua una palabra samaritana hasta más hondo aún, hasta el beso. Del mar opaco que me empuja llevo en mi sangre el hueco de su ola, el hueco de su huida, un precipicio de sal aposentada. Si algo traigo para decir, dispensadme, en el bello camino lo he olvidado. Por un descuido me comí la espuma, perdonadme, que vengo enamorado. Detrás de ti quedan ahora cosas despreocupadas, dulces. Pájaros muertos, árboles sin riego. Una hiedra marchita. Un olor de recuerdo. No hay nada exacto, no hay nada malo ni bueno, y parece que la vida se ha marchado hacia el país del trueno. Tú, que viste en un jarrón de flores el golpe de esta fuerza, tú, la invitada al viento en fiesta, tú, la dueña de una cotorra y un coche de ágiles ruedas, tú que miraste a un caballo del tivovivo sobre la verja y quedar sobre la grama como esperando que lo montasen los niños de la escuela, asiste ahora, con ojos pálidos, a esta naturaleza muerta. Los frutos no maduran en este aire dormido sino lentamente, de tal suerte que parecen marchitos, y hasta los insectos se equivocan en esta primavera sonámbula sin sentido. La naturaleza tiene ausente a su marido. No tienen ni fuerzas suficiente para morir las semillas del cultivo y su muerte se oye como el hilito de sangre que sale de la boca del hombre herido. Rosas solteronas, flores que parecen usadas en la fiesta del olvido, débil olor de tumbas, de hierbas que mueren sobre mármoles inscritos. Ni un solo grito. Ni siquiera la voz de un pájaro o de un niño o el ruido de un bravo asesino con su cuchillo. ¡Qué dieras hoy por tener manchado de sangre el vestido! ¡Qué dieras por encontrar habitado algún nido! ¡Qué dieras porque sembraran en tu carne un hijo! Por fin. Señor de los Ejércitos, he aquí el dolor supremo. He aquí, sin lástimas, sin subterfugios, sin versos, el dolor verdadero. Por fin, Señor, he aquí frente a nosotros el dolor parado en seco. No es un dolor por los heridos ni por los muertos, ni por la sangre derramada ni por la tierra llena de lamentos, ni por las ciudades vacías de casas ni por los campos llenos de huérfanos. Es el dolor entero. No pueden haber lágrimas ni duelo, ni palabras ni recuerdos, pues nada cabe ya dentro del pecho. Todos los ruidos del mundo forman un gran silencio. Todos los hombres del mundo forman un solo espectro. En medio de este dolor, ¡soldado!, queda tu puesto vacío o lleno. Las vidas de los que quedan están con huecos, tienen vacíos completos, como si se hubieran sacado bocados de carne de sus cuerpos. Asómate a este boquete, a éste que tengo en el pecho, para ver cielos e infiernos. Mira mi cabeza hendida por millares de agujeros: a través brilla un sol blanco, a través un astro negro. Toca mi mano, esta mano que ayer sostuvo un acero: puedes pasar, en el aire, a través de ella, tus dedos! He aquí la ausencia del hombre, fuga de carne, de miedo, días, cosas, almas, fuego. Todo se quedó en el tiempo. Todo se quemó allá lejos.
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