Cleopatra
La vi tendida de espaldas entre púrpura revuelta... Estaba toda desnuda aspirando humo de esencias en largo tubo escarchado de diamantes y de perlas. Sobre la siniestra mano apoyada la cabeza, y cual el ojo de un tigre un ópalo daba en ella vislumbres de sangre y fuego al oro de su ancha trenza. Tenía un pie sobre el otro y los dos como azucenas, y cerca de los tobillos argollas de finas piedras, y en el vientre un denso triángulo de rizada y rubia seda. En un brazo se torcía como cinta de centella un áspid de filigrana salpicado de turquesas, con dos carbunclos por ojos y un dardo de oro en la lengua. Tibias estaban sus carnes y sus altos pechos eran cual blanca leche vertida dentro de dos copas griegas, convertida en alabastro, sólida ya pero aún trémula. ¡Ah! hubiera yo dado entonces todos mis lauros de Atenas por entrar en esa alcoba coronado de violetas, dejando con los eunucos mis coturnos a la puerta.
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