Una palabra
Yo tengo una palabra en la garganta y no la suelto, y no me libro de ella aunque me empuje su empellón de sangre. Si la soltase, quema el pasto vivo, sangra al cordero, hace caer al pájaro. Tengo que desprenderla de mi lengua, hallar un agujero de castores o sepultarla con cal y mortero porque no guarde como el alma el vuelo. No quiero dar señales de que vivo mientras que por mi sangre vaya y venga y suba y baje por mi loco aliento. Aunque mi padre Job la dijo, ardiendo, no quiero darle, no mi pobre boca porque no ruede y la hallen las mujeres que van al río, y se enrede a sus trenzas o al pobre matorral tuerza y abrase. Yo quiero echarle violentas semillas que en una noche la cubran y ahoguen, sin dejar de ella el cisco de una sílaba. O rompérmela así como la víbora que por mitad se parte entre los dientes. Y volver a mi casa, entrar, dormirme, cortada de ella, rebanada de ella, y despertar después de dos mil días recién nacida de sueño y olvido. Sin saber ¡ay! que tuve una palabra de yodo y piedra-alumbre entre los labios ni poder acordarme de una noche, de la morada en un país extranjero, de la celada y el rayo a la puerta y de mi carne marchando sin su alma!
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