La fuga
Madre mía, en el sueño ando por paisajes cardenosos: un monte negro que se contornea siempre, para alcanzar el otro monte; y en el que sigue estás tú vagamente, pero siempre hay otro monte redondo que circundar, para pagar el paso al monte de tu gozo y de mi gozo. Mas, a trechos tú misma vas haciendo el camino de burlas y de expolio. Vamos las dos sintiéndonos, sabiéndonos, mas no podemos vernos en los ojos, y no podemos trocarnos palabra, cual la Eurídice y el Orfeo solos, las dos cumpliendo un voto o un castigo, ambas con pies y con acento rotos. Pero a veces no vas al lado mío: te llevo en mí, en un peso angustioso y amoroso a la vez, como pobre hijo galeoto a su padre galeoto, y hay que enhebrar los cerros repetidos, sin decir el secreto doloroso: que yo te llevo hurtada a dioses crueles y que vamos a un Dios que es de nosotros. Y otras veces ni estás cerro adelante, ni vas conmigo, ni vas en mi soplo: te has disuelto con niebla en las montañas, te has cedido al paisaje cardenoso. Y me das unas voces de sarcasmo desde tres puntos, y en dolor me rompo, porque mi cuerpo es uno, el que me diste, y tú eres un agua de cien ojos, y eres un paisaje de mil brazos, nunca más lo que son los amorosos: un pecho vivo sobre un pecho vivo, nudo de bronce ablandado en sollozo. Y nunca estamos, nunca nos quedamos, como dicen que quedan los gloriosos, delante de su Dios, en dos anillos de luz, o en dos medallones absortos, ensartados en un rayo de gloria o acostados en un cauce de oro. O te busco, y no sabes que te busco, o vas conmigo, y no te veo el rostro; o en mí tú vas, en terrible convenio, sin responderme con tu cuerpo sordo, siempre por el rosario de los cerros, que cobran sangre por entregar gozo, y hacen danzar en torno a cada uno, ¡hasta el momento de la sien ardiendo, del cascabel de la antigua demencia y de la trampa en el vórtice rojo!
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