Otoño
A esta alameda muriente he traído mi cansancio, y estoy ya no sé qué tiempo tendida bajo los álamos, que van cubriendo mi pecho de su oro divino y tardo. Sin un ímpetu la tarde se apagó tras de los álamos. Por mi corazón mendigo ella no se ha ensangrentado. Y el amor al que tendí, para salvarme, los brazos, se está muriendo en mi alma como arrebol desflocado. Y no llevaba más que este manojito atribulado de ternura, entre mis carnes como un infante, temblando, ¡Ahora se me va perdiendo como un agua entre los álamos; pero es otoño, y no agito, para salvarlo, mis brazos! En mis sienes la hojarasca exhala un perfume manso. Tal vez morir sólo sea ir con asombro marchando entre un rumor de hojas secas y por un parque extasiado. Aunque va a llegar la noche, y estoy sola, y ha blanqueado el suelo un azahar de escarcha, para regresar no me alzo, ni hago lecho, entre las hojas, ni acierto a dar, sollozando, un inmenso Padre Nuestro por mi inmenso desamparo.
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