Tánger
A D. Alfonso Maseras
La hélice deja de latir; así las casas no se vuelan, como una bandada de gaviotas.
Erizadas de manos y de brazos que emergen de unas mangas enormes, las barcas de los nativos nos abordan para que, en alaridos de gorila, ellos irrumpan en cubierta y emprendan con fardos y valijas un partido de "rugby".
Sobre el muelle de desembarco, que, desde lejos, es un parral rebosante de uvas negras, los hombres, al hablar, hacen los mismos gestos que si tocaran un "jazz-band", y cuando quedan en silencio provocan la tentación de echarles una moneda en la tetilla y hundirles de una trompada el esternón.
Calles que suben, titubean, se adelgazan para poder pasar, se agachan bajo las casas, se detienen a tomar sol, se dan de narices contra los clavos de las puertas que les cierran el paso.
¡Calles que muerden los pies a cuantos no los tienen achatados por las travesías del desierto!
A caballo en los lomos de sus mamás, los chicos les taconean la verija para que no se dejen alcanzar por los burros que pasan con las ancas ensangrentadas de palos y de erres.
Cada ochocientos metros de mal olor nos hace "flotar" de un "upper-cut".
Fantasmas en zapatillas, que nos miran con sus ojos desnudos, las mujeres entran en zaguanes tan frescos y azulados que los hubiera firmado Fray Angélico, se detienen ante las tiendas, donde los mercaderes, como en un relicario, ensayan posturas budescas entre las nubes tormentosas de sus pipas de "kiff".
Con dos ombligos en los ojos y una telaraña en los sobacos, los pordioseros petrifican una mueca de momia; ululan lamentaciones con sus labios de perro, o una quejumbre de "cante hondo"; inciensan de tragedia las calles al reproducir sobre los muros votivas actitudes de estela.
En el pequeño zoco, las diligencias automóviles, ¡guardabarros con olor a desierto!, ábrense paso entre una multitud que negocia en todas las lenguas de Babel, arroja y abaraja los vocablos como si fueran clavas, se los arranca de la boca como si se extrajera los molares.
Impermeables a cuanto las rodea, las inglesas pasean en los burros, sin tan siquiera emocionarse ante el gesto con que los vendedores abren sus dos alas de alfombras: gesto de mariposa enferma que no puede volar.
Chaquets de cucaracha, sonrisas bíblicas, dedos de ave de rapiña, los judíos realizan la paradoja de vender el dinero con que los otros compran; y cargados de leña y de jorobas los dromedarios arriban con una escupida de desprecio hacia esa humanidad que gesticula hasta con las orejas, vende hasta las uñas de los pies.
¡Barrio de panaderos que estudian para diablo! ¡Barrio de zapateros que al rematar cada puntada levantan los brazos en un simulacro de naufragio! ¡Barrio de peluqueros que mondan las cabezas como papas y extraen a cada cliente un vasito de "sherry-brandy" del cogote.
Desde lo alto de los alminares los almuédanos, al ver caer el Sol, instan a lavarse los pies a los fieles, que acuden con las cabezas vendadas cual si los hubieran trepanado.
Y de noche, cuando la vida de la ciudad trepa las escaleras de gallinero de los café-conciertos, el ritmo entrecortado de las flautas y del tambor hieratiza las posturas egipcias con que los hombres recuéstanse en los muros, donde penden alfanjes de zarzuela y el Kaiser abraza en las litografías al Sultán...
En tanto que, al resplandor lunar, las palmeras que emergen de los techos semejan arañas fabulosas colgadas del cielo raso de la noche.
Tánger, mayo, 1923
|