Es la baba
Es la baba. Su baba. La efervescente baba. La baba hedionda, cáustica; la negra baba rancia que babea esta especie babosa de alimañas por sus rumiantes labios carcomidos, por sus pupilas de ostra putrefacta, por sus turbias vejigas empedradas de cálculos, por sus viejos ombligos de regatón gastado, por sus jorobas llenas de intereses compuestos, de acciones usurarias; la pestilente baba, la baba doctorada, que avergüenza la felpa de las bancas con dieta y otras muelles poltronas no menos escupidas. La baba tartamuda, adhesiva, viscosa, que impregna las paredes tapizadas de corcho y contempla el desastre a través del bolsillo. La baba disolvente. La agria baba oxidada. La baba. ¡Sí! Es su baba... lo que herrumbra las horas, lo que pervierte el aire, el papel, los metales: lo que infecta el cansancio. los ojos, la inocencia, con sus vermes de asco, con sus virus de hastío, de idiotez, de ceguera, de mezquinidad, de muerte. Debajo de la almohada una mano, mi mano, que se agranda, se agranda inexorablemente, para emerger, de pronto, en la más alta noche, abandonar la cama, traspasar las paredes, mezclarse con las sombras, distenderse en las calles y recubrir los techos de las casas sonámbulas.
A través de mis párpados yo contemplo sus dedos, apacibles, tranquilos, de ciclópeas falanges; los millares de ríos zigzagueantes, resecos, que recorren la palma desierta de esa mano, desmesurada, enorme, adherida al insomnio, a mi brazo, a mi cuerpo diminuto, perdido en medio de las sábanas; sin explicarme cómo esa mano es mi mano,
ni saber por qué causa se empeña en disminuirme |