Nació en Casarsa, Friuli, en 1922, y fue asesinado en 1975, en una playa romana. Poesie a Casarsa, I diarii, Dov'e la mia patria, Tal, cuor d'un frut, La meglio gioventú, Dal diario, Le ceneri di Gramsci y L'usignolo della chiesa cattolica, son sus principales libros de poesía. Los dos poemas que he traducido pertenecen a distintas épocas de la vida y la obra de Pasolini. El primero testimonia su nostalgia por el hermano muerto y convoca la presencia de un gesto materno que combina la desolación de los cabellos despeinados ante el espejo, con el recuerdo del hijo inmóvil tras el muro de la casa paterna, rodeada de solitarios grillos y de campos desnudos. La palabra poética, dura y directa, escoge su forma y, al avanzar, su creador la domeña y la ajusta al tema doloroso. Pasolini describe con las imágenes de lo cotidiano, cuenta una memoria y comunica su angustia ante el vacío dejado por el hermano muerto. "No me preocupa mi muerte, me duele la muerte de los seres que amo", dice el poeta. Gabriel Marcel piensa que "decirle a alguien yo te amo, significa: tú no debes morir". El segundo poema, incluido en el libro Las cenizas de Gramsci, es una obra de sobrecogedora madurez. Nada concede a lo panfletario; sencilla y estricta, describe con imágenes similares a las de su película Accatone, las barriadas romanas de la posguerra y el habla de los ragazzi di vita, paridos y asesinados por la realidad absoluta de esa miseria cuyo horizonte es ella misma. Creo haber hecho traducciones leales al pensamiento del poeta. Las palabras, que son lo único permanente de la creación literaria, pueden traicionar al traductor. Espero que no haya sido así. Me dolería traicionar a Pasolini, poeta, novelista, cineasta y, sobre todo, un eterno ragazzino sorprendido por la estúpida muerte, tendido en la playa amarillenta mientras brilla a lo lejos la luz de una lámpara ya para siempre cercana a sus ojos.
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Cercana a los ojos y a los cabellos sueltos sobre la frente, tú, pequeña luz, absorta enrojeces mis papeles. De adolescente ardía hasta el anochecer junto a tu demacrada claridad, y eran extraños los rumores del viento y el canto de los grillos solitarios. Entonces en las estancias sin memoria dormían los parientes, y mi hermano, tras un delgado muro, estaba inmóvil. Ahora tú, luz rojiza, no nos dices en dónde está y, sin embargo, iluminas y suspira el grillo en los campos desiertos; mi madre se peina ante el espejo, con un gesto tan antiguo como tu luz, y piensa en aquel hijo ya sin vida.
El llanto de la excavadora (Segunda parte)
Pobre como un gato del Coliseo, vivía en una barriada hecha de cal y tolvaneras, alejada de la ciudad y del campo. Viajaba cada día en un autobús agonizante y la ida y el retorno eran un calvario de sudores y de ansias. Largas caminatas bajo la ardiente calígine, largos crepúsculos frente a los papeles amontonados en la mesa, entre calles de fango, bardas, casuchas cubiertas de cal y sus cimientos, con trapos por puertas... Pasaban el vendedor de aceitunas y el ropavejero que venían de cualquier otra barriada, con su polvosa mercadería parecida a cosa robada, y con la cara cruel de los jóvenes envejecidos por el vicio, de los hijos de madre de dura y hambrienta. Renovado por el mundo nuevo, libre, un resplandor, un hálito, que no puedo describir, daba a la realidad humilde y sucia, confusa e inmensa, que hormigueaba en la barriada meridional, un sentido de serena piedad. Había en mí una alma que no era sólo mía, una pequeña alma crecía en aquel mundo del confinamiento, nutrida de la alegría del que ama, aunque no sea amado. Todo lo iluminaba este amor, si bien adolescente, heroico y madurado por la experiencia nacida a los pies de la historia. Estaba en el centro del mundo en aquel mundo de barriadas tristes, beduinas, de amarillentas planicies arrasadas por un infatigable viento que venía del cálido mar de Fiumicino o de los campos donde se perdía la ciudad entre tugurios; en aquel mundo extrañamente dominado por la cárcel, el cuadrado espectro amarillento en la amarillenta calígine, horadado por filas iguales de ventanas obstruidas, erguido entre los campos y los adormecidos caseríos. Los cantores y el polvo que el vientecillo ciego hacía volar, las pobres voces sin eco de mujerucas venidas de los Montes Sabinos, del Adriático y aquí acampadas con sus enjambres de chiquillos duros y enfermizos, estridentes, con sus camisetas raídas y sus grises, astrosos calzoncillos; los soles africanos, las agitadas lluvias que convertían las calles en torrentes de fango, los autobuses en la estación anclados en su esquina, entre los últimos vestigios de hierbas blanquecinas y algún ácido, ardiente basurero; era el centro del mundo, como era el centro de mi historia aquel amor por todo eso; y en esa madurez que, por recién nacida, era aún amorosa, el porvenir se presentaba claro, ¡era claro! Aquel barrio desnudo bajo el viento, no romano, no meridional, no de trabajadores, era la vida bajo su luz más actual; vida, y luz de la vida, plena en el caos subproletario descrito en el burdo periódico de nuestra célula; era la nota roja del vespertino; el hueso de la pura existencia cotidiana, real por ser tan cercana, absoluta por ser al fin tan miserablemente humana.
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