Material de Lectura


Víctor Sandoval



Selección y nota de
Luis Mario Schneider



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Nota introductoria



Víctor Sandoval (Aguascalientes, 31 de octubre de 1930) cayó al incendio de la palabra a los 30 años. El viento de Norte (1959) inaugura una voz sin titubeos, atrevida. Osadía vanguardista con imágenes y metáforas equilibradas en una sed, en una armonía pertinaz de búsquedas. Es un docenario de poemas que recuerdan la sintaxis y las formas de aquel movimiento estridentista que provocó una ruptura en la literatura nacional. De paso, Víctor Sandoval compartió tertulias y amistad con Salvador Gallardo Dávalos, uno de los exponentes máximos del estridentismo. También El Viento Norte descubre esa tónica terca del futuro canto de Víctor Sandoval: fecundar en la tierra; su vinculación con la poesía cívica y la circunstancialidad amorosa llena de respiros, de esencia erótica.

Un año más tarde, Hombre de soledad (1960). Cinco sonetos donde el poeta, irritante y amatorio, se identifica con el ambiente campesino. Con ausencia de Dios, la llanura inmensa abraza y abrasa al hombre, lo envuelve en una tierna matriz para más tarde arrojarlo, libre y despechado, al mundo colectivo. Hálitos de espiga germinada, grano que se hará pan; penca nopalera y viento de horizontes, conductor de esfuerzos y experiencias.

Poema del veterano de guerra aparece en 1965. Años más tarde con pequeñas transformaciones se fusionará en Para empezar el día. Aquí, la guerra de Vietnam es el personaje, diría más, la protesta desoladora ante una contienda inútil, desgarrante. Nada de combates, nada de fragor de metrallas sino la desolación, los sueños en desusos, una esperanza de frustraciones. También una crítica a la burocracia gris que los hombres van llevando a cabo para ensombrecer felicidades.

En 1967, El Retorno. El poeta ausente de su ciudad natal que se atiza en el regreso. Una serena agitación que los caminos extraños exigieron un día pero que el olvido jamás existió porque los ojos cerrados permitían la presencia continua del hogar, de los patios, de los árboles, del viento y de las rocas, de la ciudad familiar. Es un retorno a la presencia, a la afirmación.

En la plaqueta Che, editada en 1969 y firmada también por Desiderio Macías Silva y por Héctor Hugo Olivares, Víctor Sandoval da su presencia con El viento combativo. Son cuatro composiciones de intensidades interiores, de admiración al guerrillero argentino. Hay estruendos, pero por sobre todo, una visión del combatiente a nivel personal. No tanto al héroe, sino una postración arrogante ante la misión. Presencia de hermandad; finalmente de un hermano desconocido, pero latente en el ímpetu y en la transformación.

Para empezar el día (1974) es una reunión de pequeños libros. Después de “El veterano de guerra”, “Antes del diluvio”, segunda etapa donde sé retoma la naturaleza, el paisaje entremezclado de panteísmo. Es una crítica al desorden, mejor al orden desordenado; es un insulto donde el insomnio descubre la ciudad basural del hombre. Análisis de soledades y de tristezas, de descreencias porque al parecer el caos no existe como actitud redentora. Es una solicitud antes de la tormenta, mucho antes de que se provoquen rupturas y desquiciamientos.

La tercera etapa “Los jardines de niebla” son cantos a la dualidad que da la vida y la muerte. Desfilan, entonces, experiencias personales con mitos antiguos, con personajes de vidas anteriores y vidas presentes que conforman realidades y deseos.

“Poemas de la Habana”, el nombre lo aclara, son resplandores de un viaje real, palpable. La ciudad y sus alrededores llenos de color y de ruinas atemperadas por una adhesión revolucionaria. A este nivel Víctor Sandoval juega con ironías, en circunstancias que se oponen, en justificaciones hacia un ideal que permite la quiebra de esquemas, la armonía de una ética conformista.

La última sección, “La vida breve”, se sitúa dentro del tiempo diario, en la ansiedad del tiempo pasajero. Poemas dramáticos, sufrientes, donde el poeta solidifi-ca la palabra en un estado de angustia, fruto de una inteligencia despierta, vigilante.

El ascenso triunfal de la poesía de Víctor Sandoval es Fraguas (1980). Extenso poema dividido en tres odas: “El fugitivo y sus presagios”, “La imagen y el recuerdo” y “La señal en el muro”. Pero es sobremanera la reunión de diversos elementos que paulatinamente se exponen en sus libros anteriores. La ciudad del nacimiento aflora total, hegemónica, centro y bisectriz de la familia con el padre tribal que a manera de un coloso domina la tradición a la vez que la prolonga. También sus hijos la prolongan; notable es la ausencia de la mujer, de la madre. Es el padre envuelto en el trabajo diario, también envuelto en una ciudad plagada de maquinarias y silbidos. Fraguas es asimismo una voz recogida en orfandades, en tristezas, en nostalgias, donde el hombre a la vez se protege con la acción para seguir creyendo, para no desfigurarse de la propia vida.

Víctor Sandoval es un poeta del sortilegio de lo cotidiano que nos apresa y nos libera. En resumen, la palabra en fragua alimentada en llamas donde se forja el barro humano, contradictorio pero enaltecido.

Luis Mario Schneider

 

 


 
El viento norte



P ARA TOCAR TUS HOMBROS
MUERTE DE LOS HOMBRES


PARA TOCAR TUS HOMBROS


    Para tocar tus hombros
había que pisar sobre el silencio.

    El día resbalaba
su luz por tu cintura.

    Las horas de la tarde
crecían en el poniente.

    Los múltiples pañuelos del otoño
pregonaban su llanto
y en el aire
maduraba tu cuerpo.

    Iban los remolinos por las calles,
las tolvaneras ágiles corrían
y los jardines públicos
eran salones desolados
donde bailaban los amantes.

    Para tocar tus hombros
había que pisar sobre el silencio
para que no empañara nada tu silueta.


MUERTE DE LOS HOMBRES


    La tarde bárbara
sube a golpes de mar hasta las islas
donde estalla el calor.
Sube la luz en árbol convertida.
 
    Crecen los hombres
en vértigos azules,
en altos laberintos
de sangre bajo el cielo.

    Una doncella cierra el día,
una doncella
monta el caballo de agua
donde se mira el día.

    En la columna rota
un dios espera
el cuerpo de la noche
perforado de estrellas
como larvas.

    Han muerto los hombres
en la crestería del agua.
El mundo se ha poblado de naufragios.
Hay que rezar por todos.
Una oración de tierra y viento
para los hombres muertos.

    Desde los púlpitos
del tigre y la anaconda
una oración de selva
para la flor sin barro de los hombres.

 


 

 
Hombre de soledad

 

 

*


    He nacido en la cólera del trigo.
Solo, sobre la tierra, me sustento
de la protesta rápida del viento,
con el surco por lecho y por abrigo.

    Solo, con el arado por amigo,
exacto en la medida y movimiento,
labrador de mi propio pensamiento,
no le temo a la garra ni al castigo.

    Hombre de soledad, en la llanura
resurjo de sus hondas cicatrices.
Violento en mi frutal arquitectura

    y musical del tronco a las raíces,
me sustenta mi firme arboladura
y me enciendo en recónditas matrices.



*


    Aquí descansa mi inquietud de hoguera.
Aquí siembro mi ráfaga y mi llama;
en estos horizontes donde inflama
su vientre de cristal la tolvanera.

    Aquí, como maguey de eterna espera,
en la reseca piel del panorama,
me circunda de sol y me reclama
el silencio maduro de la era.

    Con su grito de toro degollado
la espiral de la sangre me acaricia
y crece como río desbordado.

    Aquí, para que el polvo y su milicia
no destruyan el pan recién cortado,
aquí planto mi vara de justicia.

 


 

 

 
Poema del veterano de guerra

  

ENVÍO
CUARTO DE HOTEL

 


ENVÍO


Vamos a trabajar
el pan de este poema.
Hay que traer un poco de alegría;
que cada quien tome su cesta.
La noche gira sobre la esperanza
y desgasta sus párpados la estrella.
Surgen las graves letanías del trigo
por los labios abiertos de la tierra.
La espiga se desnuda sobre el aire
y el agua suelta sus cadenas.
Con un poco de esfuerzo y de ternura
vamos a trabajar
el pan de este poema.



*


Vengo de las antesalas,
de los invernaderos
donde florecen los bostezos.

Vengo de la monotonía,
de las prisiones de grandes ventanales
donde se estrella la nostalgia
y el hombre es un gran pájaro de luz
herido por los timbres sordos.

Vengo del tableteo de las máquinas,
de la sensualidad agazapada
en las rodillas de las secretarias
y entre los cubos de los escritorios.
Vengo de la mirada
de perro fiel de los ujieres.

Hay que aflojar aquí músculo y nalgas
para que los sillones no nos duelan.
Amarrar la esperanza a las pretinas,
anclar nuestras pupilas a las puertas
y esperar a que el tedio nos golpee
y el aire nos racione sus bandazos
hasta que nos conviertan
en peces arrojados a la arena.

Hay que sentir que todo esto es un páramo
en donde las mujeres
hacen reptar la flor azul del sexo
y los hombres contemplan distraídos
el cocodrilo mutilado
que lustra los zapatos,
mientras pronuncian
con rabia nuestros nombres
los solemnes pingüinos que se mueven
al ritmo de los altos timbres.

En estas agonías de la esperanza,
en estos varaderos de sueños y proyectos,
en estas jaulas de los ministerios,
se pierde la razón,
la dignidad
se dobla como portafolio
y uno se da cuenta
que el dolor, la tristeza
o el pan de nuestros hijos,
se archivan en el expediente
número tres mil quinientos diez.


CUARTO DE HOTEL

 

 

Aquí quedan los restos de un naufragio.
Las sábanas como olas suspendidas.
El ropero es un alto promontorio,
los espejos varados en la bruma,
y el viento
con sus varas golpeando los cristales.
 

*


Tómame el corazón
que se rebela en mi costado;
bésame el lado izquierdo que me duele
y déjame que te cubra
con mi uniforme de soldado.

Antes que me calara la mochila
con su peso de niño,
como aquel vietnamés desesperado
con su crío a la espalda;
antes que por mi pecho
redoblara un tambor acuartelado,
yo tenía unos ojos
que en el frente he olvidado.

Deja que con mi mano
cubra tu sexo alborotado.

Si he mordido
la granada de mano
y en la noche que albea
coronada de aviones
he quemado la aldea,
bórrame con tus labios
este horror de astillas
que me rodea.

Voy a tenderme
sobre tu cuerpo
que sabe a tierra
y sentir que me llevas
como herido de guerra.



*


El pan de nuestra mesa,
la cuchara y el plato,
las migajas que manchan el mantel,
invierno de almidón para las moscas,
la lámpara y sus luces,
vuelo de avión entre los vasos,
el vino de la cena
que se atigra en el cuerpo.

Esta noche anda suelto
el caballo de vidrio del insomnio.

Mi familia descansa,
mis hijos se han dormido;
los hombres
cantan en la casa contigua
donde existe una fragua
y cintilan sus voces,
desde un árbol de estaño.

Muy lejos de nosotros
en Vietnam, cien mil flores de cristal
anuncian ya la primavera.



*


Viene hasta Vietnam la primavera.
Vanadio entre la niebla
para las flautas y las joyas;
vanadio
para labrar la tierra.

Una mujer
con ácido en los ojos
con astillas de sol en los cabellos,
busca entre los escombros:
¿Quién restituirá
la bestia recental
que agoniza en el patio?
¿Quién restituirá
su casa y su bandera
de siemprevivas en el muro?
¿Quién restituirá
la golondrina del amor
que desbandó la guerra?
Bajo la tierra
canta el corazón de un niño.
Que responda en Vietnam la primavera.


 

 


EL RETORNO

 

    Todo lo recorrí,
todo lo anduve.
Desde los ríos que acunaron héroes
y recibieron sus deshechos cuerpos,
hasta las tierras áridas
en donde el aire
extiende el cuello de cristal
en un largo desfile de caballos.

    Todo lo recorrí,
pero en los ojos
quedó la hora transparente y húmeda
en que dejé nuestra ciudad
a la que vuelvo
para gustar su sangre
de enternecidos frutos,
su madurada sombra
que se proyecta
en el seno del valle
y ver crecer la noche
en los brazos del viento.

 

 

 


 
Che. el viento combativo


Glosa de la última carta que el comandante Guevara escribió a sus padres

Los



Glosa de la última carta que el comandante Guevara escribió a sus padres


Condotiero del siglo: me has llenado
el corazón de amor para quererte.
Y estos ojos que no pudieron verte
hoy quieren repasar lo no olvidado.

Como ciervo en el monte, acorralado,
te cercaron los perros a morderte.
Ni adarga ni rocín para tu muerte
ni lanza de justicia en el costado.

Intensidad y pesadez de ola,
el asma desgarró tu camisola.
Te dejaron agónico y doliente

y el dolor fue como una llamarada
que se vuelve sonrisa esperanzada
y en tus labios renace eternamente.

 


 

 
Para empezar el día



Antes del diluvio
Los jardines de niebla
Poemas de la Habana
La vida breve


Antes del diluvio


En la taberna de mi hermano
se jugaba a los dados
y se tomaba un vino alegre.

    Mi hermano era hombre de montaña,
nacido tierra adentro
y sólo una ilusión lo obsesionaba:
ver la luna de América en los puertos.

    Cuando tuvo su encuentro con el mar,
cuando llegó a la playa,
desnudo igual que un río
desde la selva;
cubierto de canciones
como los emigrantes;
se detuvo a esperar
a la luna de América.

    Pero mi hermano no vio nunca,
desde los puentes de los barcos,
esa luna redonda y deslumbrante,
porque añoraba su taberna
y regresó antes de zarpar.

    Amaba
el vino alegre de los traficantes
en reses y semillas
que juegan a los dados
y hacen el amor en sus camiones
a orilla de las carreteras.

    Extrañaba a los bravos bebedores
que lloran en el hombro como niños.
Amaba el trajinar del mediodía,
cuando las gentes salen de las fábricas
y llegan resoplando
ante los vasos de cerveza.

    Pero en recuerdo de aquel viaje,
en la taberna de mi hermano
hubo barcos pequeños
en botellas de ron
y paisajes marinos alumbrados
por la luna de América.



*


Se suelta el viento;
se agolondrina en los vestidos.
Sube por las torres golpeando
sus escudos.
Se suelta el viento
en efusión de orquídeas.
La luz brama en los árboles;
se eriza
la rosa de protesta
que hace un momento en la reunión de sombras
desbarató sus pétalos.
Delgado hasta la ira
el viento
desenreda presagios
como quien desvenda llagas
al pie del muro ensalitrado.



*


Me pongo mi dentadura
y mi anillo episcopal.
Marcho a bendecir y a perdonar pecados.
Humus, ratas y oropéndolas,
rayos del sol entre los ventanales,
piedra traspasada al mediodía
hasta transparentarla en cuarzo vivo.
Ésta es la casa del Señor
y yo su bienamado por los siglos de los siglos.
Viejo ceremonial, viejo cadáver,
a fuerza de perdonar faltas y pecados,
a fuerza de cargar culpas ajenas,
soy un pudridero,
una banderola rota.
La ciudad ha hecho de mí su estercolero.
Estoy viejo, viejo de tantas oraciones.
Ya tienen preparado mi túmulo morado,
mi hornacina, mi lápida de mármol:
—A nuestro Obispo bienamado
que nos prometió la gloria eterna.
Sus fieles agradecidos.



*


Duerma la virgen su pasión secreta.
Sueñe con su preñez la joven desposada.
Tal para cual, en el espejo,
el cornudo se adorne de laureles.

Tres veces ha cantado el gallo
para el amigo tránsfuga.
Dueños de la verdad, los conjurados
repiten en las bardas su anatema.

Oiga pasos de amor sobre el tejado
la viuda insatisfecha
que se extingue en su propia calentura,
en su veneno arácnido y nostálgico.

El agua se edifica,
se eleva del aljibe
y desciende doméstica.

Ya encuentran acomodo
los antiguos dolores,
se clavan, se difunden, aletean
en la jaula de huesos.

Para los desterrados
de rangos y fortuna
no haya sino descanso a medias;
sal en los ojos que en la madrugada
dejan el sueño;
no haya sino placer apresurado,
alcohólico jadeo,
hojas de té para empezar el día.



*


El Santo, Santo,
Santo Señor Dios de los ejércitos
ha dispuesto su muerte.
El cuerpo,
en donde las vigilias,
cilicios y abstinencias
pasaron como lluvia por tierra erosionada,
descansa ya de tantos sacrificios.

Las alas de los padrenuestros
se agitan en el aire.
Las ratas corren por el piso
con sus besos bubónicos.

—Ahí te pudres, garañón—
le dijo el vástago bastardo
y lo dejó con la agonía en los ojos.
No es posible ya que el agua vuelva al pozo,
una golondrina es el verano
y el hábito sí lleva al monje.
La extremaunción, es el azogue,
que escapa entre los dedos.

Ni una gota de llanto
que le alumbre los últimos instantes.
Tanta ruina y rencor
avanzan con la muerte.
Junto con las riquezas que el agio acrecentó,
la sola soledad acumulada.


Los jardines de niebla



A la luz canicular la ensombrece la nube
como a tus ávidas pupilas el párpado violeta.
Infatigable rosa de emociones, rosa lúbrica,
el brevario y el manto
tiemblan en tus manos y pasan por tu rostro
en un descenso de mariposas grises y viento encenizado.
Brillaron en tu cuerpo los mejores espejos de los hombres,
los días en que remabas a contraviento y sol
como una proa negrera cargada de deseos.
Se secaron tus labios,
pozo samaritano
donde la lengua era una llama de virtudes.



*


—¿Recuerdas aquel verano de arrecifes
con su ola verde y el sol al pie del horizonte?
Mi rostro sin afeitar sobre tus senos,
los ojos desprevenidos de la lluvia,
la tormenta naciendo en la garganta grisazul del mar.
¿Recuerdas aquel verano en Caldas,
en la isla que todo lo tiene para ser perfecta?

—Cazador de mentiras, imaginero,
tú no has visto nada: encerrado
de tu ciudad sin playas, bostezante, polvorienta;
en tu casa, en tu cuarto,
en tu siesta de las tres de la tarde.



*


Muérdagos furiosos retintaron los árboles.
Hubo una llamarada en cada objeto.
La misma inquieta llama compartida
por los amantes frente a sí
ante la suave y lenta tela que desciende
hasta que al fin, noche de luna,
desnuda como un dedo ensortijado,
renaces desde siempre:
En tiestos líquidos derramas
tu paso de turquesa por galerías de malva.
¡Oh, noche!, cómo vienes, cómo llegas...
Enhebrados los párpados al frío,
acariciando espaldas, brazos, cuerpos,
posiciones de amor,
todo el amor,
bajo un lejano, jacintal de estrellas.


Poemas de la habana


Aspirar el agrio y viejo aroma de estas calles.
Tocar su piel de cocodrilo,
sus canteras rugosas.
Sentir cómo el verano
con su radiante dentadura
llega desde el mar
con el fragor a cuestas de los barcos.
De las profundidades de La Habana
nace un estertor de alondra antigua.



*


Una calle muy larga
es una historia vieja que hay que contar a todos.
Basureros de azaleas,
humedad y silencio en los patios en ruinas,
pasos perdidos que van al malecón.
En la noche anterior
una serpiente de agua durmió a la descubierta.
—No te me pongas triste
que este rostro en cenizas no es la Revolución.
La Revolución es ahora un tigre organizado.

Una calle muy larga y una canción de olvido.
Mármol domesticado, esclerosis y piedras.
Lo que fue y ya no es, lo que ya no será.

*

Ternera moribunda,
vieja y nueva ciudad ya sin prostíbulos,
perdida para siempre.
Amapola, lindísima amapola de mis sueños.
Antes que en tu matriz sembraran sal los estudiantes,
antes que el fuego clandestino quemara tus entrañas,
antes, fosforecía en la noche
la serpiente infinita de las playas,
la libre competencia del casino y el bar,
tu rostro centellante en la bahía.

Nuestro último cantar
fueron aquellas doce uvas amargas
que se quedaron tiritando sobre el plato.



*


En viñales la orquestación del aire
aumenta su crescendo por las cañas.
Un tamboril de sol brinca en los ojos.
El valle es una cóncava armonía.
De entre la verde intensidad
avanza a ciegas el verano,
avanzan nubes poderosas bajo la luz.
Esta zafra tiene una guirnalda de torsos inclinados.
Y, sin embargo, aquí no hay nada idílico;
ni el rostro de la amada
que alarga sus pestañas en una siesta de violines.
Aquí no hay nada idílico.
Sólo el sudor a cuestas con sus largas jornadas,
sus arrobas de arroz,
el cafetal de niebla espesa y aromada.
La Isla entera es
cuerno lunar de toro,
afilado machete.
 


La vida breve



Mira esa inteligencia de reloj,
atenta, servicial, mas no pregunta,
no inquiere ni destruye forma o cálculo.
Empotrada en el muro mide el tiempo,
se oxida, se apolilla y no protesta.



*


El tiempo es una lucha de mutismos
válida para el suicida
que asiste a su próximo larvario de silencios,
denso cataclismo de estrellas subterráneas.
En la noche de perros de marfil y ganglios lunares
el suicida levanta su vaso de turquesas;
selvas de iniquidades fosforecen los ojos.
Un instante tan sólo dubita.
El consabido recado:
—No se culpe a nadie de mi muerte,
sólo que tengo más de cuarenta años.



*


En la plaza, bajo los laureles de la India,
los ancianos me miran
con sus ojos de heno y agua zarca.
Cuando me acerco a tocar a uno de ellos
se vuelve polvo entre las manos.


 
Fraguas

 


El fugitivo y sus presagios
La imagen y el recuerdo
La señal en el muro



El fugitivo y sus presagios


Pasaba las tardes en una vieja plaza.
Tardes y plaza,
árboles quemados,
un roble partido en dos,
la piel arrugada, pero erguido y muy alto,
un oscuro mundo en sus ramas.
Tardes y plaza ardiéndome en la garganta.
Conminatoria y rápida
la revelación apenas me rozó.
Había que escapar o quedarse para siempre.
Como en Fraguas, la ciudad de la que soy un fugitivo
ahí estabas, padre, llamándome,
con tu piel calcinada, el tronco gigantesco,
tu oscuro mundo de yunques, fragores y descensos.



*


Amarás un telón amarillo.
El viejo otoño sobre el bosque
en la estación de los turistas.
Dejarás Fraguas, la nombrada.
Llevarás a tu padre bajo el brazo,
como el de Ilión un día.
Como el de Troya,
fue grande y poderoso.
Alborotó camas de hierro,
usó trajes de alpaca y fístulas rosadas.
Dejarás la ciudad en llamas del otoño.
Otros serán, otros son ya los habitantes.
Ni una piedra perdida recordará a tu padre.
De la ciudad antigua sólo el reloj de sol,
los contrafuertes rojos del poniente.
Tendrá una máscara de hierro la ciudad, una malla
de alambre,
túnica de moscas y ceniza,
rígidas banderas de polyester sobre los edificios
(negocios, habrá negocios para la gente nueva)
un aire de inocencia pervertida en las canteras rosas,
extranjerías innobles sobre los calicantos.
Dejarás Fraguas, la nombrada, un día en gran jolgorio
con tu padre el sarmentoso, el olvidado, bajo el brazo.



 
*


—Cada día te pareces más a tu padre.
La misma nariz,
la misma nuca, el muro de cemento, la espalda de
la fábrica,
tu padre, el clima,
el mismo rostro de Fraguas.
Los estanquillos, la cerveza los domingos;
por esas fechas
los niños y sus juegos en las calles, bolas de cristal,
trompos claveteados,
áureas monedas altas perdiéndose en los árboles.
Fraguas en las tardes:
—Un bruñido color en las doncellas,
un espejo en el que todos anhelaban repetirse.
—Cada día eres más la imagen de tu padre:
el secreto fulgor que alondra el entrecejo,
los puños sobre las caderas,
las esquirlas de luz abriendo paso.
Su voz entre cadenas
sensible a la garganta; por sus vetaduras
un azaroso agrio licor de espinas,
erguida bayoneta de silbidos.



*


La rebelión contra los candados y los montacargas
contra el orden de los colores,
contra el índice y el pulgar en contubernio,
contra el índice que brilla.
La rebelión oscura, amarga, rabiosamente lúcida
del que alguna vez fue parte en la luz de las naranjas;
el que tocó y gozó la sombra de las piedras
y fue en la fiesta popular, en las canciones,
una línea dorada de sonidos,
el sumo sacerdote del movimiento andante.
El que un día miró bajar nubes y auras
y se encerró en su interno diluvio de luciérnagas.
La lenta rebelión
del que se fue quedando solo,
en su descenso a tientas,
solo, con las voces arriba,
cada vez más lejos,
como el paciente insomne que oye conversar en
la pieza contigua
o el diestro nadador
que a tumbos se despide del eco y sus presagios.


La imagen y el recuerdo


Restañar las heridas en Fraguas no fue fácil.
Toda la noche mi padre estuvo cavilando.
La luna gemía despacio entre el saucedal y el agua.
Las banderitas de papel en las acequias cautelosas.
El costillar herido de las puertas.
Los centuriones a la ronda en círculos
estrechando el cerco con su collar de lanzas.
El alto poder del M-1 a tumbos en el puente.
La noche llena de flores desdentadas.
Es tan intenso el miedo
que hasta los mismos guardias delante de la iglesia
esconden sus temores.
Mi padre cavilando, toda la noche cavilando.
La casa de las fieras abierta y encendida.
Sus aullidos dominan nuestro sueño.
Y la lluvia en espera para lavar la sangre.



*


Una veleta de lámina
El gallo en su gallinero
Gargantón el gallo canta
El águila y su calvicie
—Yo te perdono padre
Un tigre de doble filo
Un día de ámbar enjaulado en la piel
El viborezno en su zarzal
Los dientes del tigre
Sus cuatro engarraduras
—Yo te perdono padre
Y agazapado espero tanta sangre exquisita
La veleta girando al viento de las dalias
La noria tumba del agua
El águila coja sin la doble cabeza
La lagartija arqueada sobre el tractor Ford Major



*


Mi tiempo, padre:
Himnos de guerra y tableteo de metralletas.
Lo estoy viviendo apenas pero lo estoy viviendo.
Soy el aire del arquero y su brazo.
Te veo escribiendo tus poemas
como éste, padre, como éste.
¿Para qué, para quiénes?
¿Para quiénes abres tu cartapacio,
tu horrenda máquina de escribir
como dentadura postiza?
A veces te leo en los periódicos
lleno de mosquitos proditorios.
Hace cincuenta largos años
que estás sobre la tierra.
Yo, padre, soy yo-padre desde que tú naciste.
El beso que pongo en tu mejilla
es el bien común,
el orden que rodea nuestra cisterna.
Por este lento avanzar del poemario,
del poema-río de tu consagración,
te despega la muerte de la vida
con paciencia de coleccionista.

 

*


No soy una pancarta
ni un desfile de aguas triunfalistas.
No luciré jamás la escarapela tricolor;
no pertenezco a esa estirpe.
El himno nacional no me conmueve.
Mármol y bronce de los monumentos patrios
no son sino mármol y bronce.
Nunca he ido a la plaza la noche de las celebraciones.
Definitivamente no soy un buen ciudadano.
Soy, eso sí, un hombre
al que se le humedecen los ojos
cuando le preguntan por su patria.



*


Tenemos nostalgia de las piedras.
Nos custodian muros de frentes amplias
donde se han escrito sentencias ineludibles,
actas constitutivas, horas de pozo adentro
con su latir a ciegas.
Nos custodian la ciudad y su cauda
procesional de lagrimones de salitre,
sus herrajes y puertas,
aire de resplandores en las testas insignes.
Nos custodian labios denunciatorios
contra infames costumbres,
por ejemplo: la exquisita cortesía de ese loco
que saluda al suicida y su féretro de crisantemos,
su escandalosa muerte de cianuro.
Nos custodian la noche y el tramonte
en su hecho de relámpagos.
La ciudad nos custodia desde su plaza en armas,
ágora de pavores y codicias;
estatuas de crisólitos vigilan este sitio
y nos preservan de cualquier transparencia.
 

*


Abril no es cruel sino prediluviano
en esta tierra baldía.
Sobre un cadáver calle abajo
Eliot sigue viviendo.
Desde entonces se me han recrudecido
los dolores y el asma.
Me gusta ver cómo envejecen,
cómo se les pringa la piel
a mis amigos.
El hielo y el espejo se pudren
en el vaso prudente,
plic, plac, plic, plac.
Se pudren el mesero,
su día de descanso,
la ingle con su hernia
y la chaqueta blanca.
Un hombre joven, pero ya no tanto,
viudo de siete meses,
hace planes
con la muchacha de avellana y níspero.
Abajo la discusión prosigue
ahora con Vallejo, Trilce
y la lingüística.
Y los amigos envejecen otra vez.
El cadáver se alarga,
no acaba de pasar,
debe ir en el primo trigésimo segundo.
En nuestra mediedad tan peligrosa,
medio siglo a la noche, más o menos,
despreciamos sin tregua
a los amantes.
La discusión entre los obcecados,
una espada en la mesa,
una espada de luz
para los descreídos.
Y la reunión a punto de acabar
porque son las seis de la tarde
en el Café de Andrea.
Arriba en el Hotel
el viudo y la muchacha de avellana
y níspero.
El fruto del níspero es pubescente
de forma apeonzada,
coronado por los sépalos
y ahuecado en el ápice;
su carne dura y acerba al principio
se torna blanda y azucarada
por la pacificación.
Su carne es perfumada y agridulce.

Ella le mira el hombro,
la piel de línea dura,
la manzana de Adán;
hace nuevas comparaciones
y le marca sus dedos en la espalda.


La señal en el muro


Darse prisa y retomar el rumbo;
abrir ventanas, repartir el aire,
como el que dice ¡Dómine!
y luego frunce el entrecejo
ante el rumor del salmo.
Estremecer la ropa al sol
y entrar de nuevo al patio de araucarias,
los granos de maíz en el tejado,
la aguja en el pajar,
su recóndito brillo,
el velo de la gracia
y el rastro del gusano.
El cuervo ciego descifrando signos:
—Como te llamaste, así te llamarás.
En el agua del pozo
los cantos primitivos de la ciudad,
sus cúpulas y arcadas.
 

*


Aparte del ciclo pluvial,
las regaderas y los sanitarios,
los ruidos más importantes de Fraguas se han ido
perdiendo.
-Fan - faneto - neto - fan - fan faneto - neto - fan-
¿Qué se hizo la máquina de vapor
saliendo de su cueva de bisonte?
¿Qué se hizo el rey mi padre y su tren de esmeraldas,
su cadena de oro, pechera de cobalto,
la sortija de amor entre los dedos?
No hay ojos para mí,
melancólico y calvo busco una calle antigua,
mido la distancia y no es la misma.
¿Qué se hicieron las señales que dejamos,
el aldabón de hierro y la puerta labrada?
Busco los antiguos lugares comunes:
Un nombre de mujer, la miscelánea verde,
la cicatriz del muro. Busco a la bella Adriana,
su cama de latón y el cielo raso;
busco al minotauro ganadero que le abrió las caderas.
¿Qué se hicieron los ruidos de Fraguas?
¿Qué se hizo el yunque de diamante de mi padre
y su tren de esmeraldas?



*


No quedó nada,
sólo el desierto;
Teotihuacan, Fraguas, Caldas, Asterópolis,
con sus rostros de aljibe.
Derruido el zigurat, trunca la pirámide,
el campanario en ruinas.
Sólo el silencio altivo.
¡Patrias de la misericordia
apiádense de Fraguas!
Debo olvidar la crónica,
los días rutilantes,
la procesión de palmas.
Olvidar la ciudad llameante de automóviles y anuncios.
No se hable más de los altos palomares
ni los apiarios rojos en el valle.
(Entonces las uvas y su dulzor, de agosto.)
Olvidar la historia y los ojos;
dejar la ciudad como el perro rabioso
que rompe con sus clases de obediencia.



*


Y abres los ojos con espanto.
Vienes del sueño a la ferocidad del sol.
Abres los ojos al horror de esta mañana.
Si naciste en Fraguas, la de calles perdidas,
la de sordas campanas
eres hijo de mi padre.
Dejaste, dejamos, la humedad de terciopelo,
la caverna tibia,
un ataúd de lunas tendido en las baldosas.
Las piedras a pleno sol, el farallón de Fraguas.
Olvídate del sueño y su festín de plumas,
reposante en su himen de giganta
y sus labios de arena.
Deje ruidos de puertas, contraseñas, pasajes,
la terminal en bruma, el ómnibus cansado.
El caballo viajero se desnudó en la cuadra
en busca de su yegua.
Si naciste en Fraguas
olvídate de todo.
Fraguas es una hoja en blanco,
la memoria no existe.