Fraguas
El fugitivo y sus presagios La imagen y el recuerdo La señal en el muro
El fugitivo y sus presagios
Pasaba las tardes en una vieja plaza. Tardes y plaza, árboles quemados, un roble partido en dos, la piel arrugada, pero erguido y muy alto, un oscuro mundo en sus ramas. Tardes y plaza ardiéndome en la garganta. Conminatoria y rápida la revelación apenas me rozó. Había que escapar o quedarse para siempre. Como en Fraguas, la ciudad de la que soy un fugitivo ahí estabas, padre, llamándome, con tu piel calcinada, el tronco gigantesco, tu oscuro mundo de yunques, fragores y descensos.
Amarás un telón amarillo. El viejo otoño sobre el bosque en la estación de los turistas. Dejarás Fraguas, la nombrada. Llevarás a tu padre bajo el brazo, como el de Ilión un día. Como el de Troya, fue grande y poderoso. Alborotó camas de hierro, usó trajes de alpaca y fístulas rosadas. Dejarás la ciudad en llamas del otoño. Otros serán, otros son ya los habitantes. Ni una piedra perdida recordará a tu padre. De la ciudad antigua sólo el reloj de sol, los contrafuertes rojos del poniente. Tendrá una máscara de hierro la ciudad, una malla de alambre, túnica de moscas y ceniza, rígidas banderas de polyester sobre los edificios (negocios, habrá negocios para la gente nueva) un aire de inocencia pervertida en las canteras rosas, extranjerías innobles sobre los calicantos. Dejarás Fraguas, la nombrada, un día en gran jolgorio con tu padre el sarmentoso, el olvidado, bajo el brazo.
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—Cada día te pareces más a tu padre. La misma nariz, la misma nuca, el muro de cemento, la espalda de la fábrica, tu padre, el clima, el mismo rostro de Fraguas. Los estanquillos, la cerveza los domingos; por esas fechas los niños y sus juegos en las calles, bolas de cristal, trompos claveteados, áureas monedas altas perdiéndose en los árboles. Fraguas en las tardes: —Un bruñido color en las doncellas, un espejo en el que todos anhelaban repetirse. —Cada día eres más la imagen de tu padre: el secreto fulgor que alondra el entrecejo, los puños sobre las caderas, las esquirlas de luz abriendo paso. Su voz entre cadenas sensible a la garganta; por sus vetaduras un azaroso agrio licor de espinas, erguida bayoneta de silbidos.
La rebelión contra los candados y los montacargas contra el orden de los colores, contra el índice y el pulgar en contubernio, contra el índice que brilla. La rebelión oscura, amarga, rabiosamente lúcida del que alguna vez fue parte en la luz de las naranjas; el que tocó y gozó la sombra de las piedras y fue en la fiesta popular, en las canciones, una línea dorada de sonidos, el sumo sacerdote del movimiento andante. El que un día miró bajar nubes y auras y se encerró en su interno diluvio de luciérnagas. La lenta rebelión del que se fue quedando solo, en su descenso a tientas, solo, con las voces arriba, cada vez más lejos, como el paciente insomne que oye conversar en la pieza contigua o el diestro nadador que a tumbos se despide del eco y sus presagios.
La imagen y el recuerdo
Restañar las heridas en Fraguas no fue fácil. Toda la noche mi padre estuvo cavilando. La luna gemía despacio entre el saucedal y el agua. Las banderitas de papel en las acequias cautelosas. El costillar herido de las puertas. Los centuriones a la ronda en círculos estrechando el cerco con su collar de lanzas. El alto poder del M-1 a tumbos en el puente. La noche llena de flores desdentadas. Es tan intenso el miedo que hasta los mismos guardias delante de la iglesia esconden sus temores. Mi padre cavilando, toda la noche cavilando. La casa de las fieras abierta y encendida. Sus aullidos dominan nuestro sueño. Y la lluvia en espera para lavar la sangre.
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Una veleta de lámina El gallo en su gallinero Gargantón el gallo canta El águila y su calvicie —Yo te perdono padre Un tigre de doble filo Un día de ámbar enjaulado en la piel El viborezno en su zarzal Los dientes del tigre Sus cuatro engarraduras —Yo te perdono padre Y agazapado espero tanta sangre exquisita La veleta girando al viento de las dalias La noria tumba del agua El águila coja sin la doble cabeza La lagartija arqueada sobre el tractor Ford Major
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Mi tiempo, padre: Himnos de guerra y tableteo de metralletas. Lo estoy viviendo apenas pero lo estoy viviendo. Soy el aire del arquero y su brazo. Te veo escribiendo tus poemas como éste, padre, como éste. ¿Para qué, para quiénes? ¿Para quiénes abres tu cartapacio, tu horrenda máquina de escribir como dentadura postiza? A veces te leo en los periódicos lleno de mosquitos proditorios. Hace cincuenta largos años que estás sobre la tierra. Yo, padre, soy yo-padre desde que tú naciste. El beso que pongo en tu mejilla es el bien común, el orden que rodea nuestra cisterna. Por este lento avanzar del poemario, del poema-río de tu consagración, te despega la muerte de la vida con paciencia de coleccionista.
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No soy una pancarta ni un desfile de aguas triunfalistas. No luciré jamás la escarapela tricolor; no pertenezco a esa estirpe. El himno nacional no me conmueve. Mármol y bronce de los monumentos patrios no son sino mármol y bronce. Nunca he ido a la plaza la noche de las celebraciones. Definitivamente no soy un buen ciudadano. Soy, eso sí, un hombre al que se le humedecen los ojos cuando le preguntan por su patria.
Tenemos nostalgia de las piedras. Nos custodian muros de frentes amplias donde se han escrito sentencias ineludibles, actas constitutivas, horas de pozo adentro con su latir a ciegas. Nos custodian la ciudad y su cauda procesional de lagrimones de salitre, sus herrajes y puertas, aire de resplandores en las testas insignes. Nos custodian labios denunciatorios contra infames costumbres, por ejemplo: la exquisita cortesía de ese loco que saluda al suicida y su féretro de crisantemos, su escandalosa muerte de cianuro. Nos custodian la noche y el tramonte en su hecho de relámpagos. La ciudad nos custodia desde su plaza en armas, ágora de pavores y codicias; estatuas de crisólitos vigilan este sitio y nos preservan de cualquier transparencia.
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Abril no es cruel sino prediluviano en esta tierra baldía. Sobre un cadáver calle abajo Eliot sigue viviendo. Desde entonces se me han recrudecido los dolores y el asma. Me gusta ver cómo envejecen, cómo se les pringa la piel a mis amigos. El hielo y el espejo se pudren en el vaso prudente, plic, plac, plic, plac. Se pudren el mesero, su día de descanso, la ingle con su hernia y la chaqueta blanca. Un hombre joven, pero ya no tanto, viudo de siete meses, hace planes con la muchacha de avellana y níspero. Abajo la discusión prosigue ahora con Vallejo, Trilce y la lingüística. Y los amigos envejecen otra vez. El cadáver se alarga, no acaba de pasar, debe ir en el primo trigésimo segundo. En nuestra mediedad tan peligrosa, medio siglo a la noche, más o menos, despreciamos sin tregua a los amantes. La discusión entre los obcecados, una espada en la mesa, una espada de luz para los descreídos. Y la reunión a punto de acabar porque son las seis de la tarde en el Café de Andrea. Arriba en el Hotel el viudo y la muchacha de avellana y níspero. El fruto del níspero es pubescente de forma apeonzada, coronado por los sépalos y ahuecado en el ápice; su carne dura y acerba al principio se torna blanda y azucarada por la pacificación. Su carne es perfumada y agridulce. Ella le mira el hombro, la piel de línea dura, la manzana de Adán; hace nuevas comparaciones y le marca sus dedos en la espalda.
La señal en el muro
Darse prisa y retomar el rumbo; abrir ventanas, repartir el aire, como el que dice ¡Dómine! y luego frunce el entrecejo ante el rumor del salmo. Estremecer la ropa al sol y entrar de nuevo al patio de araucarias, los granos de maíz en el tejado, la aguja en el pajar, su recóndito brillo, el velo de la gracia y el rastro del gusano. El cuervo ciego descifrando signos: —Como te llamaste, así te llamarás. En el agua del pozo los cantos primitivos de la ciudad, sus cúpulas y arcadas.
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Aparte del ciclo pluvial, las regaderas y los sanitarios, los ruidos más importantes de Fraguas se han ido perdiendo. -Fan - faneto - neto - fan - fan faneto - neto - fan- ¿Qué se hizo la máquina de vapor saliendo de su cueva de bisonte? ¿Qué se hizo el rey mi padre y su tren de esmeraldas, su cadena de oro, pechera de cobalto, la sortija de amor entre los dedos? No hay ojos para mí, melancólico y calvo busco una calle antigua, mido la distancia y no es la misma. ¿Qué se hicieron las señales que dejamos, el aldabón de hierro y la puerta labrada? Busco los antiguos lugares comunes: Un nombre de mujer, la miscelánea verde, la cicatriz del muro. Busco a la bella Adriana, su cama de latón y el cielo raso; busco al minotauro ganadero que le abrió las caderas. ¿Qué se hicieron los ruidos de Fraguas? ¿Qué se hizo el yunque de diamante de mi padre y su tren de esmeraldas?
No quedó nada, sólo el desierto; Teotihuacan, Fraguas, Caldas, Asterópolis, con sus rostros de aljibe. Derruido el zigurat, trunca la pirámide, el campanario en ruinas. Sólo el silencio altivo. ¡Patrias de la misericordia apiádense de Fraguas! Debo olvidar la crónica, los días rutilantes, la procesión de palmas. Olvidar la ciudad llameante de automóviles y anuncios. No se hable más de los altos palomares ni los apiarios rojos en el valle. (Entonces las uvas y su dulzor, de agosto.) Olvidar la historia y los ojos; dejar la ciudad como el perro rabioso que rompe con sus clases de obediencia.
Y abres los ojos con espanto. Vienes del sueño a la ferocidad del sol. Abres los ojos al horror de esta mañana. Si naciste en Fraguas, la de calles perdidas, la de sordas campanas eres hijo de mi padre. Dejaste, dejamos, la humedad de terciopelo, la caverna tibia, un ataúd de lunas tendido en las baldosas. Las piedras a pleno sol, el farallón de Fraguas. Olvídate del sueño y su festín de plumas, reposante en su himen de giganta y sus labios de arena. Deje ruidos de puertas, contraseñas, pasajes, la terminal en bruma, el ómnibus cansado. El caballo viajero se desnudó en la cuadra en busca de su yegua. Si naciste en Fraguas olvídate de todo. Fraguas es una hoja en blanco, la memoria no existe.
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