Para empezar el día
Antes del diluvio Los jardines de niebla Poemas de la Habana La vida breve
Antes del diluvio En la taberna de mi hermano se jugaba a los dados y se tomaba un vino alegre. Mi hermano era hombre de montaña, nacido tierra adentro y sólo una ilusión lo obsesionaba: ver la luna de América en los puertos. Cuando tuvo su encuentro con el mar, cuando llegó a la playa, desnudo igual que un río desde la selva; cubierto de canciones como los emigrantes; se detuvo a esperar a la luna de América. Pero mi hermano no vio nunca, desde los puentes de los barcos, esa luna redonda y deslumbrante, porque añoraba su taberna y regresó antes de zarpar. Amaba el vino alegre de los traficantes en reses y semillas que juegan a los dados y hacen el amor en sus camiones a orilla de las carreteras. Extrañaba a los bravos bebedores que lloran en el hombro como niños. Amaba el trajinar del mediodía, cuando las gentes salen de las fábricas y llegan resoplando ante los vasos de cerveza. Pero en recuerdo de aquel viaje, en la taberna de mi hermano hubo barcos pequeños en botellas de ron y paisajes marinos alumbrados por la luna de América.
*
Se suelta el viento; se agolondrina en los vestidos. Sube por las torres golpeando sus escudos. Se suelta el viento en efusión de orquídeas. La luz brama en los árboles; se eriza la rosa de protesta que hace un momento en la reunión de sombras desbarató sus pétalos. Delgado hasta la ira el viento desenreda presagios como quien desvenda llagas al pie del muro ensalitrado.
*
Me pongo mi dentadura y mi anillo episcopal. Marcho a bendecir y a perdonar pecados. Humus, ratas y oropéndolas, rayos del sol entre los ventanales, piedra traspasada al mediodía hasta transparentarla en cuarzo vivo. Ésta es la casa del Señor y yo su bienamado por los siglos de los siglos. Viejo ceremonial, viejo cadáver, a fuerza de perdonar faltas y pecados, a fuerza de cargar culpas ajenas, soy un pudridero, una banderola rota. La ciudad ha hecho de mí su estercolero. Estoy viejo, viejo de tantas oraciones. Ya tienen preparado mi túmulo morado, mi hornacina, mi lápida de mármol: —A nuestro Obispo bienamado que nos prometió la gloria eterna. Sus fieles agradecidos.
*
Duerma la virgen su pasión secreta. Sueñe con su preñez la joven desposada. Tal para cual, en el espejo, el cornudo se adorne de laureles. Tres veces ha cantado el gallo para el amigo tránsfuga. Dueños de la verdad, los conjurados repiten en las bardas su anatema. Oiga pasos de amor sobre el tejado la viuda insatisfecha que se extingue en su propia calentura, en su veneno arácnido y nostálgico. El agua se edifica, se eleva del aljibe y desciende doméstica. Ya encuentran acomodo los antiguos dolores, se clavan, se difunden, aletean en la jaula de huesos. Para los desterrados de rangos y fortuna no haya sino descanso a medias; sal en los ojos que en la madrugada dejan el sueño; no haya sino placer apresurado, alcohólico jadeo, hojas de té para empezar el día.
El Santo, Santo, Santo Señor Dios de los ejércitos ha dispuesto su muerte. El cuerpo, en donde las vigilias, cilicios y abstinencias pasaron como lluvia por tierra erosionada, descansa ya de tantos sacrificios. Las alas de los padrenuestros se agitan en el aire. Las ratas corren por el piso con sus besos bubónicos. —Ahí te pudres, garañón— le dijo el vástago bastardo y lo dejó con la agonía en los ojos. No es posible ya que el agua vuelva al pozo, una golondrina es el verano y el hábito sí lleva al monje. La extremaunción, es el azogue, que escapa entre los dedos. Ni una gota de llanto que le alumbre los últimos instantes. Tanta ruina y rencor avanzan con la muerte. Junto con las riquezas que el agio acrecentó, la sola soledad acumulada.
Los jardines de niebla
A la luz canicular la ensombrece la nube como a tus ávidas pupilas el párpado violeta. Infatigable rosa de emociones, rosa lúbrica, el brevario y el manto tiemblan en tus manos y pasan por tu rostro en un descenso de mariposas grises y viento encenizado. Brillaron en tu cuerpo los mejores espejos de los hombres, los días en que remabas a contraviento y sol como una proa negrera cargada de deseos. Se secaron tus labios, pozo samaritano donde la lengua era una llama de virtudes.
—¿Recuerdas aquel verano de arrecifes con su ola verde y el sol al pie del horizonte? Mi rostro sin afeitar sobre tus senos, los ojos desprevenidos de la lluvia, la tormenta naciendo en la garganta grisazul del mar. ¿Recuerdas aquel verano en Caldas, en la isla que todo lo tiene para ser perfecta? —Cazador de mentiras, imaginero, tú no has visto nada: encerrado de tu ciudad sin playas, bostezante, polvorienta; en tu casa, en tu cuarto, en tu siesta de las tres de la tarde.
Muérdagos furiosos retintaron los árboles. Hubo una llamarada en cada objeto. La misma inquieta llama compartida por los amantes frente a sí ante la suave y lenta tela que desciende hasta que al fin, noche de luna, desnuda como un dedo ensortijado, renaces desde siempre: En tiestos líquidos derramas tu paso de turquesa por galerías de malva. ¡Oh, noche!, cómo vienes, cómo llegas... Enhebrados los párpados al frío, acariciando espaldas, brazos, cuerpos, posiciones de amor, todo el amor, bajo un lejano, jacintal de estrellas.
Poemas de la habana
Aspirar el agrio y viejo aroma de estas calles. Tocar su piel de cocodrilo, sus canteras rugosas. Sentir cómo el verano con su radiante dentadura llega desde el mar con el fragor a cuestas de los barcos. De las profundidades de La Habana nace un estertor de alondra antigua.
Una calle muy larga es una historia vieja que hay que contar a todos. Basureros de azaleas, humedad y silencio en los patios en ruinas, pasos perdidos que van al malecón. En la noche anterior una serpiente de agua durmió a la descubierta. —No te me pongas triste que este rostro en cenizas no es la Revolución. La Revolución es ahora un tigre organizado. Una calle muy larga y una canción de olvido. Mármol domesticado, esclerosis y piedras. Lo que fue y ya no es, lo que ya no será. * Ternera moribunda, vieja y nueva ciudad ya sin prostíbulos, perdida para siempre. Amapola, lindísima amapola de mis sueños. Antes que en tu matriz sembraran sal los estudiantes, antes que el fuego clandestino quemara tus entrañas, antes, fosforecía en la noche la serpiente infinita de las playas, la libre competencia del casino y el bar, tu rostro centellante en la bahía. Nuestro último cantar fueron aquellas doce uvas amargas que se quedaron tiritando sobre el plato.
En viñales la orquestación del aire aumenta su crescendo por las cañas. Un tamboril de sol brinca en los ojos. El valle es una cóncava armonía. De entre la verde intensidad avanza a ciegas el verano, avanzan nubes poderosas bajo la luz. Esta zafra tiene una guirnalda de torsos inclinados. Y, sin embargo, aquí no hay nada idílico; ni el rostro de la amada que alarga sus pestañas en una siesta de violines. Aquí no hay nada idílico. Sólo el sudor a cuestas con sus largas jornadas, sus arrobas de arroz, el cafetal de niebla espesa y aromada. La Isla entera es cuerno lunar de toro, afilado machete.
La vida breve
Mira esa inteligencia de reloj, atenta, servicial, mas no pregunta, no inquiere ni destruye forma o cálculo. Empotrada en el muro mide el tiempo, se oxida, se apolilla y no protesta.
*
El tiempo es una lucha de mutismos válida para el suicida que asiste a su próximo larvario de silencios, denso cataclismo de estrellas subterráneas. En la noche de perros de marfil y ganglios lunares el suicida levanta su vaso de turquesas; selvas de iniquidades fosforecen los ojos. Un instante tan sólo dubita. El consabido recado: —No se culpe a nadie de mi muerte, sólo que tengo más de cuarenta años.
En la plaza, bajo los laureles de la India, los ancianos me miran con sus ojos de heno y agua zarca. Cuando me acerco a tocar a uno de ellos se vuelve polvo entre las manos.
|