Material de Lectura

Jorge González Durán



Selección de
Pina Juárez Frausto
y Laura González Durán

Nota de
Bernando Ruiz



VERSIÓN PDF

 

Nota introductoria*
 
 

 

De los misterios herméticos el más inexplicable es el amor: consume la meditación del poeta, sus silencios y palabras a través de los símbolos arrebatados a la intensidad y a la belleza para expresar, a través de la naturaleza y sus objetos, la obra relevante de la creación: el ser amado por el cual se cifra y describe el universo, cuyas intensidades alcanzan su sublimación y éxtasis en el renunciamiento al Yo, en la exaltación del Otro.

Tal es la clave mayor que rige Ante el polvo y la muerte, de Jorge González Durán (Guadalajara, Jalisco, 1918; México, D.F., 1986), poeta de la generación de Tierra Nueva, que escogió la concisión del verso y el deslumbramiento del poema, vasto en su claridad, sobre el exceso logorreico o la voluminosa obra.

La poesía de González Durán es muestra continua de contención y equilibrio. Sus modelos, clásicos. La forma ceñida, con un pulimento donde toda aspereza fue limada por un artífice.

Frescura e intensidad conservan su fuerza por encima del rigor y el propio intento de disminución (Sonetos imperfectos), en el que el amante erige, magnifica y rememora las proporciones de la amada: la pasión rescata y une, funde como el mar e integra los opuestos: canto y silencio en el reflejo del poema.

 

Bernardo Ruiz


* Con excepción de “Interludio”, poema inédito en 1987 ‒fecha de publicación de la primera edición de este Material de Lectura‒, se publica una selección de Ante el polvo y la muerte (Imprenta Universitaria, 1945), poemario que obtuvo el Premio Nacional de Literatura en 1944. (N. del E.)


Asonancias 

 

VI

Tú, de siempre, tan lejos en el sueño,
sin valles, sin olvido, sin recuerdo.

    Claveles deshojados sin partida
con tu nombre y sus labios entreabiertos,
por decir, por callar en estos ojos,
los puñales que matan al silencio.

    Soledades de siempre, tan de siempre,
donde cruzan palabras del invierno,
donde el llanto se pierde en los suspiros,
donde tira sus lágrimas el viento.

    Soledades ausentes de los labios,
soledades cautivas en los cuerpos.

    Tú de siempre, tan cerca de las playas,
soledades sin sombra y sin recuerdo.

VIII

Estas rejas de siempre donde sangra el silencio
por llevarte encendida en la sombra del sueño.

    Sola luz de la luna que las nubes tropiezan
en su viaje de ausencia como el árbol al viento;
clara luz que se inunda en palabras tan blancas,
arena de la sangre donde llora mi cuerpo.

    Qué delgadas paredes en la noche se alejan
por la fuente sin ojos que te lleva tan lejos;
qué sonora es tu mano en los pasos perdidos,
qué temblor deshojado es la voz de los ciegos.

    Tras la estrella se anudan soledades nocturnas
desprendiendo tus labios su rumor descubierto.

     Esperándote siempre las orillas suspiran
en la rosa del alba donde lloran los sueños. 


Poema de la tierra sola

 

I

Pálido envuelve
esta quietud en el rincón perdido,
donde se abre la queja
en la voz de lo oscuro,
donde el remo de arena
deja hincada la cárcel de la espera
en mis ojos ahogados.

    Nadie te conoce.
Ninguno te conoce.
La tarde va deshabitada.
El hueco despertó de la cisterna
tu silencio en mis ojos.
El cielo está ciego
y el viento deshoja tu nombre.
Tu nombre que nadie sabe.

III

Esta prisa sin pasos por llamarte,
este dolor de arena,
estas flores de lluvia
donde expiran los arcos,
este violín del miedo
extendido en tu cauce,
tras el rumor mojado en el silencio
habitando la tarde.

    Estas gotas tan solas que me duelen
congeladas al beso de los vidrios;
este negro,
este luto,
este soñarte lejos en el siempre.

    Este silencio
tan lento,
tan antiguo,
con las miradas áridas
donde la voz se abraza.
Este abismo,
esta cintura tan sola del paisaje.
Esta luna sin pétalos,
sin noche,
bajo espinas de arena.

    Estos labios
tan secos de nombrarte
tan rojos de tu sangre
en la huida de todos los crepúsculos.
Esta quietud,
este lento desierto de mi frente,
esta ausencia tan sola que se mece
rasgándose en el brinco.
Estos violines clavándose en el miedo,
esta sombra que lejos, en el sueño
desbarata silencios.

    Estos labios helados.
Esta furia tan lenta de la carne.
Esta vida nevada de la estrella
ahogándose en la tierra,
    los claveles huyendo,
      las palabras. 


La rosa de la soledad

 

V

En ti,
sin lentitudes,
sin destierro,
ahondar en el desmayo
la playa de los sueños;
en la sed del silencio
con nuestros cuerpos solos
al brazo de los vientos

    En ti,
soledades del vértigo.

    Más allá de la calle
donde todo es recuerdo.

    Más allá de la luna
con sus hombros cubiertos.

    Sin ti
la ceniza nocturna
deshojaba sus pétalos.

VII

He de volver
ausente de mis pasos,
por el fuego que piden
los surcos de la nieve
tras las flores sin labios,
bajo el cielo que sueña
en su cuerpo disuelto,
en sus nubes sin pájaros
y en el árbol que lleva
la espuma de la tierra
hacia un mar olvidado.

    He de volver,
desde el mar que destruye
perfiles detenidos
en los ojos cerrados,
agonía de su muerte,
soledad de su llanto,
espuma que se ahoga
en su propio cansancio.

    He de volver
con tu lluvia de sombra
en inmóvil abrazo,
por decir en tu nombre,
por llamarte en el llanto,
con la noche que llevan las palabras,
con la luna cubriendo nuestros labios,
en tu nombre de siempre
y en el mar contenido de tus brazos.

XVI

Tú y yo ausentes,
y el nocturno tirado por mi espalda;
tú lejos,
y mi frente esperándote,
tendida,
con el mar solitario
de todas tus miradas,
en esta sed oscura
destruyendo mi cuerpo.

    Un crepúsculo lejos de mi sangre.
Herido en este nombre
porque te llama inmóvil la palabra
enterrada en tus ojos,
y mi silencio sin poder hablarte,
porque tu voz, en mí, no me responde.

XXIII

Despierto entre la arena
de un pájaro que sueña con el aire,
buscando cada vez en mí tu sueño;
hacia mis propios brazos
que se alejan contigo con mi cuerpo;
hacia el polvo que el agua
se lleva de mis ojos
quedando la mirada en mí perdida;
hacia mi voz tan cerca de tu nombre
que en mis labios oscuros
las palabras entregan el recuerdo,
bajo el mar silencioso
del pájaro de un sueño ya sin alas.

    Hacia mi sola sangre
que me abandona en ti
cuando te busco en ella por mi cuerpo.

    Hacia mi soledad que ya se aleja
con la postrera playa
que se entrega en el mar como el silencio,
como la nieve hacia su propio frío
más blanca que la sed ya despedida.

    Yo te espero en mi sombra,
en lo más último,
que se queda tendida junto al árbol.

    Yo me espero contigo,
tan nocturna,
hacia el mar en la noche de los brazos.

XXV

Me encontré con tu voz y con tu olvido.
¿No recuerdas la espuma de mis manos
que llegaba a tu sueño, silenciosa?
Nada sabías de mí, tan sólo un grito
de la sombra perdida en tus palabras…
Y yo era en ti una sed,
la sola sed del agua,
el labio misterioso de un silencio,
la helada palidez que va en la niebla,
y aquella luz tan fría
donde tú me olvidaste entre la arena.

    Y yo era en ti también la soledad,
oscuro litoral entre tus labios
cuando fue pronunciada la Palabra.
Nacía la luz desde la frente herida
y la sangre de Dios voló en el cielo
con los pájaros leves de la sombra.
Desde entonces tú y yo fuimos olvido,
el sueño de las alas que se acercan
hacia una misma muerte,
y el cansancio perdido de los ojos
olvidados también entre los sueños.

    Nada sabía de ti, ni de tu nombre,
cuando todo tu olvido me esperaba.
Desde siempre tu misma sombra busco,
y tu mismo silencio ‒espina, sueño‒.
Desde siempre tus labios,
y mi sed,
junto al olvido los hallé despiertos.

XXVI

Qué claro es el dolor que va en mi cuerpo,
bajo mi sola espalda, cristalino.
Cómo la huella leve del silencio
me deja entre los labios de la muerte
luminosa hacia el cielo oscurecido.
Y la eterna palabra de la nieve
qué blanca entre los dos, su mismo suelo
muda el adiós en sed y en mar el grito,
crisálida que inmóvil se presiente
en el vuelo tranquilo de la sombra.

    Noche sola en la luz de la palabra;
qué luz, qué voz en mí y en ti, desnuda,
por la clara pared que sueña el agua,
si el nido de la arena está en mis ojos
como el pájaro ciego de la luna
volando en la mirada, lento, solo,
por mi sangre que vuelve la distancia
roja espera en la vena más oscura,
cuando duele un silencio eterno y roto
en mi cuerpo de sed que se desploma.

    Todo se calla en mí, que soy silencio:
el agua se abandona entre la nieve
con la muerte más blanca de su cuerpo,
el pájaro me deja el aire solo
bajo el último vuelo que se pierde
en el cielo intocable del retorno,
y el mar su lenta sal, cristal del sueño,
inmóvil en los labios me florece,
eterna luz, dolor de siempre, y polvo
en el verde imposible de las horas.

    Qué luz tan sola habrá de contenerme
para seguir mi sangre en el olvido,
si en el último sueño se oscurece
la eterna claridad de mi silencio,
más pálido, ceniza, helado filo
que la noche me apaga por el cuerpo;
si la luz es la sangre de la muerte:
sola herida nocturna en este frío,
un temblor de esperanza por el cielo
bajo el árbol desnudo de las olas.

    Así el dolor esconde entre la arena
un pálido silencio oscurecido,
que intocable en la flor, su orilla vuela
por las alas del agua un mar de sueño;
la eterna soledad que escucha el grito
y el cálido temblor de un árbol lento
renace entre mi voz, sola presencia
que desnuda en silencio va conmigo,
herida con la luz que siempre espero
en la última sed que da la sombra.

    También mi viva carne va en la nada
por un rojo velero hasta el olvido,
oscuro navegar de la palabra
bajo el sueño marino de la sangre,
cuando vivo en la voz, cuando respiro
la inmóvil soledad impenetrable,
blanca nieve cayendo, libre, blanca,
misterioso calor de un lento abismo
que por el sueño sube o por la carne,
mi eterna soledad contigo sola.

    Va conmigo la oscura flor de sangre
con un cáliz amargo de silencio,
y la sed de los labios, intocable,
caída en las palabras que te llaman
con la espuma amorosa del recuerdo.
Arde la luz de un beso en la mirada
cuando respiro en ti, sin alcanzarme
porque mi sangre vuela por tu cuerpo:
entonces ya te quiero sin palabras
y estás en mi dolor como una rosa.

    Tan mía que nunca, tú, sentida, viva,
mi clara soledad, la luz del sueño,
el nido de mi sed, de mi ceniza,
te alejas con el cielo del naufragio.
Tú que llevas el mar azul del viento
y el agua inolvidable de los pájaros
que esperaron sus alas en la orilla.
Tú que siempre te olvidas en mi cuerpo
porque mi sangre eterna son tus labios.
Tú, el marino dolor que va en mi boca.

    Me dueles, tú, herida entre la ausencia
que devora la luz de la mirada
con la oscura serpiente de mis venas;
y me duele tu voz, la clara fruta
de un silencio tendido junto al agua,
junto a la sed tan sola de la angustia
que mi sangre camina por la arena.
¡Oh, soledad contigo!, flor, manzana,
el tallo en que te oculto se madura
y te nace mi sangre dolorosa.

    Mira cómo el silencio nos ampara
del olvido en que va la huella oscura.
Toda tú, viva rosa, fresca llama.
Soledad de mi cuerpo, inalcanzable,
donde el claro misterio se desnuda
naciendo entre los dos, en nuestra carne,
herido con el sueño de sus alas…
Y el eterno misterio de la angustia
donde brota el amor en nuestra sangre:
el último misterio, el de la sombra.

XXVIII

Contigo voy en llamas,
un fuego luminoso te circunda,
leve calor del sueño,
pálidos labios donde vuela el agua
y una playa de sombra, navegando,
en el solo silencio de tu cuerpo.

    Así mi soledad es toda tuya:
lo que de mío tengo en la mirada,
lo que en el signo inmóvil de mis manos
herido va en la nieve, en el silencio,
el frío en su caída silenciosa
con su temblor de sed y luz incierta,
la ceniza, la helada oscuridad
en que mis lentos labios se destruyen.

    Todo lo mío que vive, va contigo,
el sabor de mi sed más dolorosa
se adelanta ya solo entre mi sueño;
todo lo mío que sueña, lo que vives
en venturosa y clara soledad,
lo único de ti, lo mío de siempre
que vuela entre la voz no pronunciada.

    Olas solas de luz, tu voz ardiendo,
junto al viento marino de mis labios
se entregan otra vez, y yo respiro
tu cuerpo luminoso, tu mirada,
y aquí, en mi corazón, tu voz navega
sobre el claro latido de mi sangre. 


Canciones


La flor del agua
Canción desesperada
Gotas de agua
Nocturno
Canción

La flor del agua

 

Si tú me lo dijeras
te preguntara:
¿en dónde empieza el agua
para cortarla?

    ¿Comenzará en la nieve,
aprisionada?...

    ¿La encontraré en los ríos
si va descalza?...

    ¿Se dormirá en tu sueño
de tan delgada?...

    Si tú me lo dijeras...
pero lo callas.

    ¡Dime, dónde está el agua!
¿Por qué el mar la deshace
junto a la playa,
y en pájaros de espuma
la deja ahogada?...

   Si tú me la trajeras...
¡cuánto la amara!

    ...Y el agua se hizo flor
       en tu mirada.

 


Canción desesperada

 

¡Dónde estará mi corazón
si siento
dentro de mí latir la soledad!
¡Dónde estarán mis ojos
si la nieve
es la sola palabra que me das!...

    ¡Ay de mis ojos sin mirar el cielo!
¡Ay de mis labios en la sed del mar!...

    ¡Dónde estarán mis lágrimas
si el viento
es un llanto sin fin
y una cadena
de ceniza que llora, sin llorar!...

 


Gotas de agua

   

La noche, amor,
la noche junto al mar, reflejada...

    La noche, amor
           ‒¡qué pequeña!‒
junto a la fresca sombra de tu cara.

 



Nocturno

 

Cómo duele a mi amor esta tiniebla
que con mis brazos deslazando voy.
Cómo sola la noche te recuerda
          en mi oscura canción,
que ya la flor nocturna de la arena
se deshoja perdida entre la niebla
          llorando mi dolor.

 


Canción

 

Los besos que te doy entre los sueños:
¿los sientes?, ¿te despiertan?,
¿no son acaso para ti como suspiros
que de tus labios vuelan?

    ‒ ¡Qué silencio en la noche!‒.
Cuando sueñas:
¿no sueñas en un beso, eterno, solo,
como un mar en la sed y entre la arena?

    Porque si todo muere cuando sueñas:
¿en dónde están mis labios
que de tanto besarte, no te besan? 

 


Sonetos imperfectos


La rosa del corazón
La rosa del sueño
La rosa del amor
La rosa del cuerpo
La rosa de la soledad


La rosa del corazón

 

Cuando tú sientas frío al separarnos
y busques mi calor para acercarme,
deja libres tus ojos, que en el aire
va mi sangre desnuda hacia tus labios.

    Cuando ya no me ves y estoy lejano,
mira tu corazón, cómo en mí late,
y en su eterno latir de flor constante
míralo en el silencio de tus manos.

    Mira en él mi latir desconsolado
con el tuyo sanar su vuelo herido,
corazón de los dos, en ti encendido;

    que mi cuerpo lo siento desmayado
si entre mi corazón entumecido
no late el tuyo, leve, enamorado.

 


La rosa del sueño

 

para Francisco y María Luisa

 

Llegando sola en el fatal desvelo
tu luz, a mi palabra silenciosa,
se vuelca hacia el abismo de la rosa
la oscura flor donde agoniza el cielo.

    Solitario perfume toma vuelo
y del pétalo al sueño, luminosa,
tu mano se levanta de la rosa
cual nueva flor que se entregara al cielo.

    Entonces yo te busco y ya suspiran
mis solos labios en tu luz despiertos
que vuelan de la nieve del olvido.

    Das el sueño a mis ojos que te miran
y ya no soy aquel que entre los muertos
junto a la rosa helada va perdido. 

 


La rosa del amor

 

Mi palabra de mar, cómo te llama
cuando sola mi voz entre la espuma,
deshabitada arena, flor desnuda,
del sueño de tus labios se levanta.

    Mi palabra de amor, la sed amada,
qué luminosa en ti, cómo sepulta
la fría soledad, la nieve oscura
y la enciende en tu cuerpo, deshojada.

    Qué luz, qué fuego doloroso, herido,
arde en mis brazos y en mi pecho pulsa
hacia tu sola rosa consumido,

    para volver a ti, si soy perdido:
que en las olas del mar la voz se oculta
con mi llanto en las olas encendido.

 



La rosa del cuerpo

 

para Juan Pellicer y Blanca, su esposa

 

No es mi cuerpo la espuma, la ceniza,
el tallo congelado del olvido,
es la ola constante en que te vivo,
sola llama de amor, enardecida.

    Litoral que te lleva contenida
mi cuerpo se desnuda en tus latidos,
y en su herido silencio soy un río
de mi sangre a tus labios, rosa herida.

    Cuerpo mío que habrá de ser mi tumba:
un silencio del mar preso entre escombros
de la tierra que todo lo sepulta;

    pero, al fin, el deshielo de la muerte
me dejará tu amor, desnudo, solo,
para vivir contigo eternamente.

 


La rosa de la soledad

   

Hay un total y pálido naufragio
en que nos busca el mar y se nos muere,
se ahoga en su silencio, se nos pierde,
y en el propio recuerdo lo olvidamos.

    Nada si no el latido más callado
de tu pequeño corazón se mueve,
por él olvido el mar, y el mar ausente
lo vuelvo yo a sentir junto a tus labios

    Qué navegar tan árido entre musgos,
entre estatuas de sed, llantos del polvo,
sufrirían mis ojos en el mundo

    si de tu amor lejano yo estuviera;
porque si vivo en ti mi amor más solo:
¡rosa de soledad!, que nunca muera.

 


El mar
 

I

¿Dónde te conocí, mar solitario,
si cuando te miré me vi contigo,
si en el silencio de tu espuma vivo
y con tu soledad acompañado?

    ¿Cuándo el cielo voló para acercarnos
con sus nubes lejanas, conmovido,
si en tus olas mi cuerpo está cautivo
como el aire en la luz, aprisionado?

    ¿Te conocí cuando ella me miraba
la vez primera en que mis ojos vieron
más allá de la luz de su mirada?

    ¡Oh corazón del mar!, raíz del tiempo,
con ella te confundes y te aclaras,
latiendo entre mi voz y entre mi sueño.

III

¡Qué vuelo de palomas en la brisa
se alzó desde la espuma al encontrarte!
Y yo sentí que el mar era mi sangre
y que sin ti las olas se morían.

    Eres tú, es el sueño, eres tú misma
la que mi cuerpo solitario invades;
si has nacido ya en él; si ya lo sabe
el alba de la flor más escondida.

    ¿Por qué entonces sentir el pulso hueco,
su helado resonar, su gota de agua
caer del corazón hacia el silencio?

    Nada seré si en ti muero de olvido,
porque nada es el mar si le olvidara
el amor de la luz en el abismo. 

 


La oración del hombre



Para dejar de ser la última
hoja del solo árbol del mundo,
vuelvo hacia ti mi corazón.

 

Aún no sé si la vida está en la muerte
o la muerte es la duda de la vida:
oscuras espirales invisibles
del botón a la rosa se levantan;
mudo abismo en los pétalos inicia
mi solo corazón paralizado.
¿Para qué los latidos de la flor
van a caer sobre la tierra fría?
¿Dónde enterrar los pétalos que mueren
ahogados por un tallo de ceniza?

    Aún no sé si la luz es la pregunta
para ver que las rosas se consumen
entre inmóviles gritos deshojados.
Aún no sé si la voz es una herida,
un relámpago abierto entre la sangre
que eterniza la voz de la tormenta.

    Hoy es ayer,
mañana es la canción de los que viven;
hoy es la sed,
y el tiempo son los ojos que se cierran.

*

En cada pájaro vuela un secreto mío
que no sabré nunca.
Porque nunca sabré si el mar huye del mar,
si la ola es el ave que no vuela,
si la espuma es la risa que soñó la serpiente
y en arena se vuelve el perfil de la rosa.

    Miro solo el dolor que lleva el hombre.
¡Oh remoto, total presentimiento
nacido entre la sed del corazón
otra vez se destruye y me devora!
Vuelvo a morir, a renacer de nuevo
en todo el cielo inerme donde estalla el crepúsculo,
para coger entre mis manos huecas
calcinadas a todas las preguntas.

    ¡Qué pequeño es el mundo si lo alcanza
el fantasma metálico de un pájaro!

    Y por qué no decir la oculta furia
del pestilente y roto corazón.
Somos un infernal experimento
de multiplicaciones y de cálculos.
La cifra está en la piel de la locura
y un más o menos es la puñalada
en la entraña desierta del destino.
Fui joven una vez hace mil años:
hace mil tiempos en el sueño exacto
yo vi crecer la hierba como crece
de un latido tras otro el corazón.
El eco de una sombra milenaria
que amanecía en la flor su sed primera
desnudó entre las olas mi garganta:
el aire era la estatua de la espuma...
su fresca luz mojaba mis entrañas.

*

    Del seno de la tierra
nacieron las raíces de la muerte,
paralítica muerte mineral.

    La luz acumulada de la nieve
se quedó prisionera entre la sangre.
y otra vez la respuesta despeñada
enmudeció los vértigos mortales.

    Negro mar de la duda en que se pierden
brazos ya mutilados y caídas espaldas.

    Para sentir la noche miro rotas estrellas
caer sobre mis ojos, ciegos de helada sombra.
Nada soy del suspiro porque el viento lo calla;
nada soy de mí mismo: polvo y muerte en las olas.

    Miro en mi soledad, la soledad de todos:
un mismo mar naufraga en idéntico sueño
y un mismo corazón se pierde en nuestra sangre.

    Ante la rota cruz de calientes espinas
contra el polvo y la muerte me levanto.
Vuelvo a elevar los ojos sobre la tierra fría,
a soñar con mis manos una valiente rosa
sobre la fuente neutra de voraces consuelos. 


Interludio

 

I

    Allí, donde el silencio
deja de ser silencio.
Allí, donde la fresca luz de la palabra
deja de traducirme o de ocultarme.
Allí, donde la tierra
es la herida que se abre al infinito,
la rosa que reanima el horizonte,
la desprendida flor que se levanta
allí,
              otra vez,
                          volví a tu encuentro.

    Todo callaba en torno tuyo.
El silencio del mármol
era más cristalino.
Era tu propia, inexistente estatua,
transparencia de olvido sobre olvido.
Si tocaba tu cuerpo
mis manos comprendían la tersura
de un agua deshojada.
Si besaba tus labios
mis labios te sentían
otros labios más dentro de tus labios:
mar del beso caído en otros mares,
beso náufrago que busca otros naufragios.

    Todo te consumía y te ocultaba.
Lo que llamaba fuego era ceniza,
una roja ceniza en movimiento
pero ceniza, al fin ceniza en llamas.

II

    Caen las hojas hacia la tierra
y todo cae como las hojas
y todo se levanta
y crece como las hojas...

    ¡Oh primavera inútil!...
Todo se me desploma en el vacío,
todo desaparece y se confunde.
Todo total, hecho de ti, de todos,
de todo lo que existe sumergido
en el tierno esqueleto de la rosa.

    Mira mis ojos,
mira el oscuro espejo del corazón:
la soledad me ahoga
como una campanada de silencio
que se repite en mil y mil campanas,
y nadie, sino tú, puede mirarla
caer en el abismo impenetrable.

    Voy a la nada,
al angustioso nunca,
a la sombra sin sombra de la muerte;
prisionero sin cárcel
porque todo es caer a otra caída
como se caen las alas de los pájaros,
como se cae la luz en la ceniza.

    Eternidad de un tiempo que no existe,
de siempre y para siempre
soy la sombra de nadie,
de cualquiera,
nada soy en la nada que me envuelve,
nada estéril, voraz, pálida arena
que desciende, que cae, que se anonada.

III

    Recogí de tus manos
una a una
las gotas de agua,
las perlas de la sal
que en una orilla
de la flor del azahar de los naranjos
se despedían del sol,
de la mañana,
del mar azul que fueron desprendidas
como las frescas uvas de la vid.

    En cada gota
veía brillar el sueño de la brisa,
los murmullos del prado en que desciende
noche a noche
la silenciosa luz de las estrellas.

    Veía, también, tu imagen reflejada,
el invisible paso de las olas
y una música blanca,
de nubes,
de palomas,
de rocío,
florecía de tu rostro,
me inundaba,
inundaba la sed,
la sedienta mirada que te mira
en la playa invisible de tu mano.