...Y mueves la manija del retrete y en vez de tirar agua llora sangre. "¡Es sangre, sangre!", exclamas lerdamente. Acude tu mujer; llegan los críos. Y procuras —a instancias de los tuyos, pues tú, qué duda cabe, has visto tanto— averiguar la causa del suceso, o por lo menos —"¿Quieres?"— si el plasma es de animal. "No es de animal", te dice al fin —te quema en fin— un subteniente. "¡Sea por Dios!", respondes cauteloso. Día tras día tu mujer reclama: "La sangre, Ernesto, ensucia mi retrete. Y no es posible echar agua del grifo pues sabes que lo veda una ordenanza". Refulge el sol. Los niños cantan.
1 Quien ha recorrido una y cien y mil veces mil cien y una calles de la ciudad el puerto cien mil y una veces rabioso jadeante y no ha dado con ella ha vivido sin ella —con otras— tediosa eternidad y de pronto la encuentra está allí la siente... piensa que no hay sima tan honda que no colme el deseo ni cúspide tan alta que no la alcance amor. 2 Tener, tenerte. Sin voluntad, ni eco, sin resquicio. Será tu cuerpo —mañana— el trozo mío, la entraña, el corazón, el bazo... Seré tu carne, el viento, tu altura, tu gemido... 3 Inesperadamente tu cuerpo fue volviéndose mío. El júbilo final Apoteosis En ti contigo arco los dos nosotros Piedra maestra tu sexo piedra el mío. La piedra imán La clave la piedra del bautismo. 4 Último goce quizá o primera muerte Amoroso dolor si placentero Tú y yo quemándonos Alrededor: el hielo.
¿Cuántas veces te tuve y sin embargo ajena? ¿Por qué —oh renacido amor— rondas mi oscura muerte? ¿Por qué encierra mi cuerpo el pozo de tu dicha? (Soy —como ayer— el mismo —acaso más amargo—, idénticas las brasas y semejante el rito.) ¿Por qué —dime amor muerto— vuelves a mí —desnuda— si sólo puedo darte el peso de mi historia?
De dientes afuera, amor, nada es bastante. Te circunscribo, cubro. Halo de ti: levanto. Voy y te digo. Vuelvo a insistir. Prometo. "Mis venas, tuyas. Mi corazón, lo mismo, Al igual que los ojos, el terror, la esperanza." De dientes afuera, amor, nada es bastante. Y al propio tiempo, arguyo, mino: clamo por más, socavo. Te pido cien —con ese gesto mío que imagino sutil y sin embargo es basto—, cuando me das —como si dar no fuera—, cuando te das noventa.
Cuando el gesto me ronda, quema —en su verde— los labios, mi voz —la llave— penetra el alma entelerida, pueril, desorbitada; mi voz —espátula— honrada, escinde, hiende, corta, separa; y es taladro mi voz, y pico, pala.
¿Cómo medir las lágrimas del otro con la vara gastada de uno mismo? Yo sólo soy —si soy— el que se pone por la mañana el terno deshojado, quien atraviesa —oscuro— albas moradas, el que se esconde —harto de sí, borrado— entre cuatro hecatombes de ladrillos. ¿Cómo medir las lágrimas ajenas? Debo —loco de mí— negarme el llanto.
Quizá no deba dibujar el buque: sería afrontar un riesgo innecesario, hacerme de una nueva (enorme) culpa si por acaso zozobrara en el mar (blanco impasible, inhóspito) de papel.
Cuando se llega al sitio tirado por atávicos lazos de amor y te sienten los tuyos —pues, qué duda cabe, eres— extraño inesperado, culpado huésped a quien ciertas corteses fórmulas se deben, pues son los tuyos al menos practicantes, viejos, buenos cristianos, sientes que en tu pecho hierven todas las víboras.
Ladislao Pujlas
Pudo haberse llamado Ladislao Pujlas y nacer en un pueblo cualquiera de la Europa oriental. Tuvo hasta su muerte el privilegio de vivir sin saberlo uno de los mejores estadios de mi vida. Amó sin complacer a nadie: tan sólo a Pujlas. De un valor inconsciente, arriesgaba el pescuezo como juega sus últimos dólares el hético apostador de carreras de galgos —quizá mañana sus hijos no tengan qué comer—: serán, por unas horas, los artistas del hambre; no hay mal, insomne apostador, que no venga por bien. Ladislao era justo —tanto, que no lo parecía—; útil —los otros marineros, guacamayos heridos, despotricaban pero hacían su parte—; generoso —le arrebataba el pan al anciano sediento— Ladislao Pujlas tuvo una muerte digna: saturado de alcohol, deshecho el músculo cardiaco estuvo tres semanas con dos putas del Congo. En los últimos —testimonio: las negras—, tiraba sangre.
Naufragio
Húndase el buque. Contamos con lo necesario: salvavidas y botes. botellas de champaña. Y sabemos nadar. Mas, ¿para qué el esfuerzo? y hacerlo, ¿con qué fin? Zozobremos sin prisa. Naufraguemos sin gritos. Acaso, sin zozobra. Húndase el barco; hundámonos con él desnudamente. Que se ahoguen las ratas. Los pasajeros de primera. El capitán. El torvo maquinista. Que sea la calma chicha y la sirena —púdica— guarde silencio. Cuando amanezca —a un nudo de la costa— húndase el buque. Hundámonos con él desnudamente.
|