Nota introductoria
I Apreciada en su totalidad, la obra poética de Miguel Ángel Flores (México, 1948) es semejante a una extensa acuarela que concentra las tribulaciones, los deseos, las espesuras; los versos, encabalgados con mesura, eligen la contemplación en lugar del alarido, el ósculo delicado, al estallido de una campana sangrienta; surgen en territorios míticos donde se atrapan ríos, ciudadelas o bosques sombríos, para luego buscar el amparo en el extraño calor de una habitación de hotel o el gobelino celestial cuya franca negrura nos hereda sus fragores estrellados. Esta permanencia de color y fuertes ensoñaciones se descubre firme y creciente en cada libro, estruja con su efectivo decantamiento, nos llama a recorrer provincias inolvidables, obliga a venerar con otros adjetivos el cuerpo que buscamos acariciar o morder, con el fervor de un santo. Expuesta con oportuna transparencia lírica, la obra, tocada por los atributos del agua, dicta sus emociones gracias a la esencia del duermevela, tras la consumación de la metáfora; nos habla de la idealización del hombre y de la historia, de sus hemorragias y las duras batallas encomendadas eternamente a la fortaleza de la divina providencia. Como en la visita a los templos, Miguel Ángel Flores pasea con solemnidad por los distintos pasillos y celdas, puede conmoverse tanto con la bella perspectiva de una colina o la comisura de un cuerpo femenino; nunca será un místico pero admira la sacralidad y respeta los designios, los funde a sus particulares homenajes a ciudades y artistas, como lo advertimos en las estampas que se refieren a la lejana y taciturna tarde otoñal de Venecia, la disputa cerrada entre el salitre y el embrujo solar de la severa Alejandría, la saudade para una inolvidable Praga, aquella entidad incomprensible de nuestro siglo destruido: Ámsterdam y el enjundioso perfil del mar Mediterráneo. II Desde la aparente fragilidad lírica de Contrasuberna hasta el retorno siniestro de los ecos y los héroes, inscrito en Pasajero de sombras. Tras la reflexión de la travesía y el sueño de Saldo ardiente o el arrebato de espuma y paradojas de Isla de invierno, la obra poética de Miguel Ángel Flores es un espejo de inquietudes que reflejan su espíritu y sus lutos para señalar nuestros pechos o reforzar el estigma. Los personajes de sus sentencias o alegorías pueden ser el genio holandés de la oscuridad y de la luz, Vermeer, el fantástico Eluard, el enaltecido poeta de Praga, Jaroslav Seifert, sin dejar de nombrar al laureado Pound y su hermosa dama marchita. En cada visita a calles o museos, catedrales o escenarios, patios o playas, entre las virtudes de Edward Hopper y Dante Gabriel Rossetti, crece un lento follaje de maduras palabras, algunas salen desesperadas de los ríos, de la sensualidad del mar o simplemente se elevan por las avenidas para estructurar un viento tranquilo, un cielo de añoranzas o armar solemnes la torre de una iglesia; hablan de huellas y umbrales, del criterio metafísico de las piedras o los naufragios suscitados en la memoria, de los postigos de una casa en la que nos devoran los murmullos. La calle se pierde en la cabellera de una mujer que duerme, el barco avanza sigiloso al corazón de todos los edificios y de todos los lamentos, para fortificar una tristeza, una melancolía persistente. Toda la ramificación de los versos nos conduce a la desesperanza de los hombres o a su imprecisa algarabía de carnaval, suplican por el sosiego de todos los rebaños sin apoyarse falsamente en las columnas de la santidad, buscan impacientes los tesoros genitales pero no se someten a la fiebre; dueños de la pesadilla y el rumor de la devastación no recurren al detestable efecto complaciente o la imagen de oropeles literarios: es bien sabido que la añoranza posee un don enloquecedor llamado a encender el dolor de los hombres, nunca a curarlos. La angustia, los anhelos, permanecen sin importar el temperamento de los tiempos. III El trabajo poético visitado representa una —voraz— acuarela pacientemente elaborada cuyas tonalidades se mecen en un oleaje incesante, sin desbordarse ni forzar el ayuntamiento. Llena de aguas de mar y lenguas, de sudores y nieves, de ríos y lluvias, de salinidad púbica y tempestades, de lágrimas y nubes deprimidas, el color se transforma y atrapa la subjetividad, se retuerce en la armonía y vigila la construcción de cada poema, para otorgar una visión o un mal sueño. Miguel Ángel Flores no celebra, o al menos esconde perfectamente su festejo, sus nostálgicas virtudes son la queja ante la condenación, la zozobra descubierta en el puerto y el triste rumor de las cotidianidades. Todo esto nos confirma que el poeta ha logrado una melancolía poderosa, con numerosos rostros y presencias, insisto, inagotablemente persistentes.
César Arístides
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