Monumento I
Para eso nos dieron brazos para agitarlos en señal de adiós Para eso nos dieron voz para la oración y el canto Para eso nos dieron tacto para tocar esos rostros sin memoria ni eternidad Para eso nos dieron palabras para escribir testimonios que repetirá la marea de los hombres cuando hayamos partido
Jardín
Había árboles más antiguos que mis padres nunca supe si eran fresnos esas llamas vegetales en el valle Aún guardo en la memoria el canto de sus frondas Si recuerdo a los sobrevivientes: un laurel y un pino Entonces ignoraba que el jardín de la infancia se puebla de epitafios Yo era espectador de corrientes filiales en combate extraños ritos de negación y encuentros Te coloco en el centro de ese jardín Yo que vi muchos jardines en ruinas en la ciudad de tu infancia esa ciudad cubierta por la gasa perpetua de la niebla Eché de menos la lluvia Los árboles me daban su silencio el mar me llamaba a grandes voces Yo era un náufrago en mitad de la noche Tú no me tendiste la mano solar del amor Y mi único deseo en la ciudad del quebranto era la purificación que otorga el olvido
Jan Vermeer de Delft
Pintó la luz: un cuerpo sin morada. Con el pincel deletreaba ese prodigio. Esa luz en su volumen y transparencia. Observemos cómo vibra, Cómo se mueve entre la sombra, Esa sombra de luz En la transparencia. La mirada de un rostro Que se prolonga en la memoria. Y el deseo que por la luz perdura. Huellas de la sombra en el lienzo La búsqueda de Vermeer: color, color en forma absoluta. La luz también tenía densidad y peso: Su presencia En combate y diálogo con las sombras. La magia de Vermeer colonizando las formas. “Vista de Delft”: serenidad de los volúmenes: Nubes en la inmovilidad de ese día Y el empañado espejo del río.
Estación de la niebla
La niebla desciende sobre el puerto Con pasos de silencio Avanza sobre casas y rostros espectrales Cruza jardines en ruinas Ventanas ciegas Puertas condenadas La noche duerme sobre nuestros pechos Inventario de horrores en patios donde anida la tristeza La garganta ensangrentada reza: Señor apiádate del mar Y sus verdugos Señor apiádate de quienes Manchan el pan y la sal Y celebran eucaristía de desaliento Señor apiádate de las muchachas Vestidas de dolor y desnudas de odio Apiádate de quienes guardan un gusto de ceniza en los labios después del beso del amor Señor apiádate de las mujeres que amé Y que nunca me amaron Y si en tu infinita misericordia Aún queda sitio para quien te invoca Apiádate de mí
Los dioses abandonan a san Miguel y el ángel muere
a Kenneth Koch ángel del silencio y el olvido Miguel de Unamuno
De súbito en el silencio de la oscuridad Una música de címbalos irrumpió estridente Miré la procesión desde el noveno piso Avanzaban por Amsterdam Avenue Hombres sin rostro que enarbolaban Los pendones de la muerte Todos en Amsterdam Avenue Se hallaban en la caverna del sueño Sólo yo contemplaba el paso de los heraldos ciegos Por qué nos abandonaba así la vida Y únicamente el viento escuchó mi queja Todos hundidos en la caverna del sueño Sólo yo fui testigo de la procesión Doblaban las campanas a muerto Y de trecho en trecho Los saltimbanquis hacían piruetas Y ejecutaban la burla de la vida Marchaban por Amsterdam Avenue en la oscuridad enorme Y la iglesia de San Juan el Divino allá abajo Era apenas un consuelo con sus agujas truncas Ante la procesión de la muerte Una piedra gris en triste remedo de la grandeza gótica Por qué cantan los santos Por qué callan los ángeles No ascendían la colina Feligreses llevando en sus espaldas Las piedras del sufrimiento y la fe Ante santos que aún esperan ser grabados en piedra Y los follajes del otoño con su rumor Hacían eco a la música de címbalos A grandes voces los hombres sin rostro nos llamaban Y de repente un ángel A punto de decir algo Tendió la mano La punta de su dedo tocó la superficie de la noche Y bajo sus pies se abrió un vacío
Vltava
En esa orilla se agita el río. El cielo es gris Pero el trazo de las fachadas anima la escena. Una trabe ahí, un arco allá, la torre y la lanza con remate de oro: Son levadura del recuerdo. Has visto la hora en la torre del reloj, La campana que tañe el esqueleto: Huesos que pule el tiempo. Y el combate de los signos del zodiaco. La torre abre los párpados, Los apóstoles nos saludan y vuelven a sus sombras, En sesenta minutos cumplirán su eterno retorno Hasta que la noche sea toda la noche Y las sombras resuciten puntuales Y la oscuridad nos haga hermanos de nuestros temores. Es como si la danza de la vida recibiera el elogio de la muerte. Tañe la campana el heraldo de la muerte La torre cierra los párpados, La muchedumbre es lo mortal y se asimila a la oscuridad de las calles. Crecen tilos que velan el sueño del río. Las jóvenes parejas olvidan el tiempo en prolongados besos. El río arrastra el polvo de las promesas rotas Una corriente de luz es gemela del río. Los cisnes buscan refugio, Son embarcaciones flotando a la deriva. Riveras de piedra, Ensoñación del arquitecto, Virtud del alarife. El tiempo madura lo que un día fue fantasía. Ángeles y arcángeles, santos y mártires, Cariátides que llevan en vilo tanto artificio. No prevalecerá el olvido: La poesía de las piedras será Su sangre, su savia eterna.
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