Más supo el laberinto, allí, a su lado, de tu secreto amor con las esferas, mar martillo que gritas en yunques pitagóricos la sucesión contada de tus olas.
Una tarde inventé el número siete para ponerle letra a la canción trenzada en el corro de niñas de la Osa Menor.
Estuve con Orfeo cuando lo destrozaban brisas fingidas vientos, con San Antonio Abad abandoné la dicha entre un lento lamento de mendigos, y escuché sin amarras a unas sirenas que se llamaban Niágara, o Tequendama, o Iguazú.
Y la guitarra de Rosa de Lima transfigurada por la voz plebeya, y los salmos, la azada, el caer de la tierra en el sepulcro del largo frío rubio que era idéntico a Búffalo Bill pero más dueño de mis sueños.
Todo eso y más oí, o creí que lo oía.
Pero ahora el silencio congela mis orejas; se me van a caer pétalo a pétalo; me quedaré completamente sordo; haré versos medidos con los dedos; y el silencio se hará tan pétreo y mudo que no dirá ni el trueno de mis sienes ni el habla de burbujas de los peces.
Y no habré oído nunca lo que nadie me dijo: tu nombre, poesía.
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