Esta mañana te sorprendo con el rostro tan desnudo que temblamos; sin más que un aire de haber sido y sólo estar, ahora, un aire que te cuelga de los ojos y los dientes, correveidile colibrí, estático dentro del halo de su movimiento. Y no hablas. No hables, que no tienes ya voz de adivinanza y acaso te he perdido con saberte, y acaso estas aquí, de pronto inmóvil, tierra que me acogió de noche náufrago y que al alba descubro isla desierta y árida; y me voy por tu orilla, pensativo, y no encuentro el litoral ni el nombre que te deseaba en la tormenta.
Esta mañana me consume en su rescoldo la conciencia de mis llagas; sin ella no creería en la escalera inaccesible de la noche ni en su hermoso guardián insobornable: aquí me hirió su mano, aquí su sueño, en Emel su sonrisa, en luz su poesía, su desamor me agobia en tu mirada.
Y luché contra el mar toda la noche, desde Homero hasta Joseph Conrad, para llegar a tu rostro desierto y en su arena leer que nada espere, que no espere misterio, que no espere.
Con la mañana derogaron las estrellas sus señales y sus leyes y es inútil que el cartógrafo dibuje ríos secos en la palma de la mano.
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