Hernán Lavín Cerda Antiguas y nuevas visiones del Lobo Sapiens Nota de presentación Moisés Villaseñor Talavera VERSIÓN PDF |
Palabras previas
Es posible considerar a Hernán Lavín Cerda como un poeta de los límites. Empleo el concepto "límite" como lo definió el filósofo Eugenio Trías: una zona de contacto y no de separación, ese punto en el que los conjuntos se tocan, se retroalimentan y se mestizan sin fagocitarse, sin anularse. El origen de esta postura estética se encuentra en los años sesenta del siglo XX, en los movimientos utópicos que buscaban, en líneas generales, libertad e igualdad. Lavín Cerda empezó a publicar sus poemarios en esa década y asumió valores a lo cronopio, como principios de procedimiento antes que como temas. Y el mejor modo que el poeta encontró para trasladar libertad e igualdad al plano literario fue ubicar el verbo poético en el límite. La igualdad que los jóvenes pedían en lo social, Lavín Cerda la aplica al lenguaje. En la exploración de su material de trabajo, el poeta se convence de que la palabra es más que semántica y significado, también es espectro sonoro y amasijo visual, espacio gráfico. Al dar igual importancia al plano sensorial que al conceptual, su poesía se construye con multiplicidad de sentidos: en cuanto comienza a dominar el fraseo semántico, se inserta una palabra cuya aportación es meramente musical, o visual. A partir de este equilibrio entre lo sensible y lo semántico, Lavín Cerda desarrolla una de las características principales de su poética: la tensión entre el verbo prelógico (Lobo) y el verbo racional (sapiens). Ahí, en el ámbito de ese límite, se ubica su universo literario. El verbo prelógico es la manifestación lingüística del pensamiento concreto, esa inteligencia previa a las abstracciones. Con ese pensamiento percibimos la vida durante la infancia y es el estado en el cual permanecen algunos enfermos mentales. De ahí la fascinación de Lavín Cerda tanto por las visiones infantiles –que rompen lugares comunes e introducen verdades a través de formas novedosas– como por los "locos sagrados", por su capacidad de hilar discursos cargados de imágenes cuando menos inquietantes. A diferencia del pensamiento racional, que procesa abstracciones, el pensamiento concreto es capaz de entender símbolos. Es decir, mientras que el primero necesita de la lógica para interpretar la información, al segundo le basta el estremecimiento emotivo para comprender el significado. Oliver Sacks afirma que un niño es capaz de seguir la Biblia pero no a Euclides, no porque sea más sencillo el texto religioso sino porque está en clave simbólica. Lavín Cerda se instala en la frontera de lo racional y lo prelógico para ir cantando como niño pensamientos filosóficos, o viceversa: razona con la seriedad del púlpito una melodía infantil sin sentido aparente. Como él mismo afirma, se trata del pensamiento que canta o de la música del pensamiento: "un fenómeno que se origina entre la cordura y la locura, pero sin que nadie se vuelva definitivamente loco. Se trata de un ejercicio muy estimulante cuyo propósito es permitir que la razón se atreva a razonar del modo más inesperado", dice Nathalie de Ankara, una muñeca, en la novela La Rinconada de la Luna (2013). De este modo, con versos que despliegan información simultáneamente hacia lo sonoro, lo gráfico y lo semántico, el poeta busca que el poema sea primero un símbolo, algo perceptible, para que sea también por los sentidos, y no solamente por el significado, como se comunique la experiencia estética. Al colocar un pie en la antesala de lo lógico, el verbo del poeta navega libre por los océanos del idioma hasta construir una especie de carnaval en todos los niveles: une léxico culto con popular –construye neologismos, desde luego–, personajes de la televisión con místicos medievales, temas ontológicos con objetos cotidianos –como el bidet–, y géneros: ensayo, novela, cuento, no importa, toda la obra de Lavín Cerda está forjada en el fuego de la poesía y del mito. Gracias al otro pie, al que está tocando la orilla de la razón, no nos perdemos en el laberinto de sus disquisiciones literarias, y vamos comprendiendo que el juego es, como explica Lotman, un ser y no ser constante, el rostro y la máscara al mismo tiempo: el árbol remite al árbol pero también a otra cosa. Propongo acercarse a la poesía de Lavín Cerda con la misma seriedad con la que los niños se disponen a jugar: temiendo con toda su alma la mordida del lobo, aun a sabiendas de que el lobo no existe. Pero, como diría José Mota, ¿y si sí? Moisés Villaseñor Talavera |
Sabiduría de los zapotecas
Como los zapotecas, yo también sospecho que incinerar a los que acaban de morir con el dibujo de aquella sonrisa en los labios, no es una buena costumbre. No solamente desaparecerá la visión del mundo en los ojos de los muertos, sino además el jardín o el precipicio donde aún habitan sus almas. Entierren a los que acaban de morir, si aún les parece bien. ¿Por qué no los entierran bajo el poder y la gracia de aquellos árboles cubiertos por el esplendor de las flores amarillas? Si ya no hay otro camino, será mejor que los entierren, paso a paso, en su visión del mundo, sin enterrarlos nunca. No permitan que los muertos al fin se precipiten a la fosa común dominada por los hijos del Dios del Fuego. Como los zapotecas, yo también me deslizo entre aquellas nubes que se abren y se cierran, como aves que se deslizan entre la primera luz del crepúsculo del amanecer y aquel asombro del crepúsculo del atardecer durante la ausencia de su primera y última luz. Como los zapotecas yo también sospecho que incinerar a los que acaban de morir con un soplo de vida o con aquella espiral del vértigo en sus labios, no es una buena costumbre. |
Canción de la señorita
No es fea la señorita que aparece de perfil, no muy lejos de la luz casi imperceptible de aquella luna, y repentinamente de espaldas: no es fea, ni muy poco, apareciendo, ni muy mucho, desapareciendo, aunque no deja de ser una esclava de su nariz aún más curva y más larga que espíritu de Amedeo Modigliani: no es fea la señorita con su boca de animal tardígrado y muy grande, aún más grande que el alma curva y traviesa de su larguísima nariz. No es fea con sus ojos de perra asiática, muy amarilla en los párpados, más bien ictérica, y con las pestañas aún más curvas y más lentas que la curvatura de la bóveda celeste: no es fea la señorita de las orejas como alambiques, las rodillas agudas, esquivas, en forma de espirales, y los pies aún más torcidos que el veneno de algunas víboras. Por muy fea que pueda llegar a ser, no es fea, ni muy mucho, apareciendo, ni muy poco, desapareciendo, no es tan fea la señorita de frente o de perfil, en cuyos ojos hay aún más ternura que en los ojos equívocos del oso hormiguero, ese mamífero con voracidad de hormigas, aquel impulso del carnicero y mamífero que nunca dejará de multiplicarse como las hormigas, desde la época del Antiguo Testamento. No es fea la señorita que aparece de perfil, no muy lejos de la luz casi imperceptible de aquella luna, y suspicazmente de espaldas: no es fea, ni muy poco ni muy mucho, aunque no deja de ser aún más torcida y más larga que la lengua de algunas víboras. |
Vida de perros
¡Qué perro tan neurótico! Solamente ladra cuando no quiere, y de pronto no ladra cuando quiere. Debe ser un alemán o un japonés: no creo que sea un perro gringo, pero quién sabe. ¿Alguno de ustedes, oh, mis fieles e infieles lectores, se atrevería a decir la última palabra? Los gringos tienen humor y sonríen como Judas Iscariote, no, más bien como San Judas Tadeo, aunque a veces ladran y ladran y ladran sin tregua, exhibiendo o escondiendo sus lenguas muy filudas, en un delirio que va más allá del delirio de los japoneses y los alemanes. ¡Qué perros tan neuróticos! ¡Esquizoperros, no hay duda, oooh Virgen del Asombro y de la Gran Cabeza, esquizoperros! ¡Qué perros tan esquizofrénicos! De cualquier modo, es preciso ladrar cuando hay que ladrar, ladrar y seguir ladrando, más allá de los ale-manes y los japoneses. Si no ladramos por encima y por debajo del mundo, corremos el peligro de perder no sólo la calma sino también la razón. ¿Quién ladra cuando habla? ¡Esquizoperros, lenguas y besos de Judas, esquizoperros! ¿Quién habla cuando ladra? |
Apariciones del fantasma
1 Cuando murió Marcello Mastroianni, mi mujer se puso a llorar con un entusiasmo envidiable, como si nuestra galaxia que nunca ha sido nuestra, se hubiese desprendido apocalípticamente de sí misma evaporándose entre las nebulosas de otra galaxia. No te preocupes, le dije con una sonrisa de monje medieval. Aquí estoy yo, no sufras tanto, no me atormentes y ya no llores así, a lo bestia. Ven y abrázame, amor mío, micifuz, Muñeca de los Espíritus, fucsia mía, ragazza, Minina del Perpetuo Socorro. Ven semidesnuda y tócame una vez más. Recuerda que aún soy tu fantasma de carne y hueso. ¿Por qué no me abrazas y me besas con absoluta devoción, como en la primera noche del primer día? Tratándose de fantasmas, todos somos iguales. ¿Qué virtudes tiene aquel Mastroianni que no tenga yo? 2 Cómo me aburre, a veces, mi loca y triste figura. Casi siempre estoy lejos de mí. De vez en cuando, al estilo del inolvidable Jaime Sabines, me busco en mis corbatas que ni siquiera tienen la virtud de sonreír como en los buenos tiempos, cuando todo estaba palpitando en todo. También intento buscarme en mis zapatos y en esos ojos míos de animal montuno. La verdad es que me persigo y casi nunca me encuentro. Entonces empiezo a buscarme donde habitualmente no estoy y descubro que hay algo de mí en 11 esos lugares. Me aproximo a mi sombra, escucho el tictac de mi corazón y ya casi toco mis párpados, pero todo se esfuma y siempre estoy en otra parte. ¿Tal vez en mis zapatos, mis ojos, mis corbatas? Corro detrás del que nunca ha salido de sí mismo, grito como una bestia herida, pido misericordia, retrocedo y al fin estrello mi cabeza contra las piedras donde sólo hay corbatas, ojos de animal montuno, y aquella loca y triste figura de mis zapatos esperándome. 3 La verdad es que uno al fin se cansa de todo. Alguien escribió sobre este muro en el barrio de Santa Cruz y no muy lejos de La Giralda: ¿Por qué vuelves a la vida? Comprendo. Uno se cansa de todo. También de estar muerto en este jardín lleno de flores. Abro mi libreta de apuntes y escribo lo que acabo de leer: "Esta filosofía me es familiar", pienso en voz baja. Como la de aquel que alguna vez dijo desde los mares del sur: Habitualmente, saber morir cuesta la vida. 4 Ciertamente, la vejez es el hecho más inesperado de todos los que algún día le ocurren al hombre. Se trata de un fenómeno inaudible, aunque el primero en registrarlo es el oído que acaba perdiendo sus facultades perceptivas. Uno se vuelve viejo, paso a paso, y lo imperceptible está constituido por el universo de cada célula. Pudiera decirse que empieza a fallar la memoria de la célula y el organismo se desarticula químicamente. Lo mismo le sucede al instinto: se pulveriza el sistema eléctrico que lo constituye y la energía se desconoce al fin a sí misma. Esta mano, por ejemplo, escribe lo que ya casi no recuerda, y la otra no sabe lo que está sucediendo. Sin embargo, la situación se desarrolla de una manera armoniosa y la vejez nos alcanza, paso a paso, más bien inmóvil, cuando la habíamos olvidado. 5 No es el muerto el cuerpo del delito, sino más bien la dentadura postiza de Su Majestad el Lobo Sapiens, alias el Tartamudo del Génesis y del Apocalipsis, cuando teníamos todo el tiempo del mundo y del inframundo por delante. 6 Ahí vamos, amor mío, a lo largo y a lo ancho de este mundo de locura ingobernable. Pero nos queda el consuelo de que nada es para siempre. |
La sombra
1 Aún es el invierno de 1911, muy lejos de Inglaterra, y en esta edición de la Enciclopedia Británica soy una sombra que no puede distinguir los colores; diariamente me visto de azul, un traje azul oscuro y una corbata de líneas azules. En lo más profundo de mi bolsillo sigue palpitando un reloj de plata con números romanos que no alcanzo a descifrar: perdí el sentido de lo que cada número significa. Cuando yo era joven me gustaban las corbatas de color verde, un verde con óxido como el de algunas campanas muy antiguas, pero no, ahora no, mi vieja sombra permanece inmóvil y hasta el color de las campanas me ha sido negado. A veces, cuando sueño, los colores son intensos y podrían volverse insoportables: soñar es un desliz a través de la penumbra verdadera y terrible. Ahora he vuelto a quedarme solo. 2 Dos veces a la semana estoy perdido en un laberinto: de pronto me atacan los enanos y trato de quitármelos de encima, pero es inútil. Soy la sombra de siempre que agoniza muy lejos de Londres, y aunque levante la cabeza no puedo hacer nada. Soy una máscara de carnaval frente a un espejo y trato de arrancarme los ojos, pero hace mucho frío: si logro sacarme la máscara podría ver al fin un rostro desfigurado profundamente por la lepra. 3 Todavía me vislumbro repitiéndome a mí mismo: es difícil que un anciano pueda ser fiel a su imagen. Me aburro, me canso, al fin se cansa uno de todo, tal vez no me aburro. ¿En cuál futuro seré mi propio enemigo? Al final del cementerio hay un reloj, pero el tiempo se bifurca y nadie podrá saber si ese reloj es fiel a su imagen. Por ahora yo me dejo vivir para que esta imagen mía descubra la zozobra o se fortalezca en su infidelidad. Pero ¿qué se puede hacer? Ya es tarde, ¿no? 4 Sobrevives junto a Fanny, tu mucama de siempre, y aquel viejo gato llamado Beppo el Inmóvil, ese gato a punto de quedarse ciego en homenaje a tu sombra, o tal vez en honor a un personaje de Lord Byron. 5 Ya lo dijo la vieja sombra, como sonámbula, en la madrugada del 28 de febrero de 1916: Ahora, por fin esa cosa distinguida, la Muerte. Desde la ceguera, la sombra creyó vivir su agonía y nunca supo que estaba repitiendo las últimas palabras de Henry James en Londres. Como en el círculo de su sueño, la vieja sombra se adelantó setenta años al desenlace de su propia muerte. 6 Inglaterra ya no existe, Beppo el Inmóvil desaparece y la sombra camina con lentitud por las calles más antiguas de Buenos Aires. ¿Es usted Borges?, le pregunta una mujer con un paraguas de color verdiazul, y la vieja sombra responde: Sólo a veces, cuando el olvido me visita. |
Descubrimiento de la lluvia
Dicen que mucho antes del descubrimiento de la lluvia, las mujeres se bañaban con el polvo que algunos reconocen como la luz de las estrellas. Dicha forma de bañarse fue siempre un enigma y las mujeres bailaban y se reían sin descanso como si la fiesta no tuviera un final en este mundo. Melancolía y asombro en aquellas noches del origen, cuando la lluvia era otra dimensión de la utopía y bailábamos en el polvo con los senos desnudos como si la resurrección fuese posible. Dirán que mucho antes del descubrimiento de la lluvia, las mujeres desconocían el odio y observaban la velocidad de las estrellas cuya luz no era todavía un fenómeno de naturaleza metafísica. Algo de temor en aquellas noches del origen, cuando el amor y el odio no existían más allá del simulacro de algunas mujeres que bailábamos sin culpa, después de vislumbrar que la resurrección era un alumbramiento cuyo misterio se originaba en la más absoluta inocencia. |
El ataúd amarillo
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Metamorfosis de Roberto Bolaño
(1953-2003)
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Sobre una cama ortopédica
Era el verano de 1987
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El arte de amar
(La Danza del Péndulo)Celestino amaba a Leticia, la que amaba locamente a Segismundo, el que amaba con entusiasmo y sin entusiasmo a Valeria, la que amaba con furia uterina y algo de misticismo a Luis Alberto, el que observaba las estrellas, solitario, y sólo amaba a Nora del Carmen, la que no amaba a nadie, casi a punto de enloquecer en su amor platónico. Celestino se fue a la Unión Soviética en el otoño de 1960. Leticia tuvo una crisis religiosa y se enamoró de Maimónides, un poco antes de ingresar al convento de las Hijas del Buen Pastor. Segismundo se volvió loco sin saber por qué, luego de amar con entusiasmo y sin entusiasmo. Valeria descubrió el Arte de la Soledad en su casa llena de gatos equívocos, famélicos, más o menos esquivos, y junto a la sombra de Pericles, aquel loro inmortal que sólo hablaba desde una lengua muerta: una especie de esperanto en resurrección casi permanente, aunque ustedes se muerdan la punta de la lengua, vaya uno a saber, del aire al aire, al menos simbólicamente como en el cine mudo, y acaben por no creerlo. Luis Alberto se suicidó en una noche de verano y no muy lejos del cerro San Cristóbal, cerca del principio y del fin del mundo, en Santiago de Chile del Nuevo Extremo, según los conquistadores hispanos de aquella época, bajo un calor insuperable, más bien olímpico, y Nora del Carmen se caso al fin con Hernán Rodrigo Lavín Cerdus, un loco que nada tenía que ver con la historia, pero lo sospechaba todo a través de la sutileza de su espíritu. Psicosomáticamente, Lavín Cerdus lo sospechaba todo. |
Pequeña historia del bidet
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Árbol de la memoria
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Discurso del inmortal
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La antigua casa
Qué hermoso es vivir aquí, todavía: resucitar a cada instante. La antigua casa se nos va llenando de gemidos. Vuela un cenzontle hacia el pasado, vuela en un hilo de luz, las hormigas levantan el pétalo de una flor transparente, vuela en su hilo el cenzontle y un escarabajo se pierde entre las guayabas que aún se pudren sobre la tierra húmeda. Pronto, muy pronto vendrá la noche y las primeras gotas de lluvia borrarán nuestra imagen que vuela en círculos y persigue al cenzontle hacia el pasado. Qué hermoso es vivir aquí, todavía: resucitar a cada instante. La antigua casa se va llenando de demonios y hasta las abejas solares resucitan hacia el pasado en el corazón de las guayabas que milagrosamente se pudren más allá de la noche, como en una urdimbre de agua tensa, la única urdimbre donde al fin todo vuela en círculos hacia el pasado. |
Memorial de las caballerías
Caballos que nadie reconoce Un caballo que ha descubierto el cántico del azar y a veces agoniza en los brazos de su madre. El que vuela o canta como un pájaro entre las nubes. El que desaparece en su galope hacia el abismo del tablero de ajedrez, como si la guerra no hubiera terminado. El que descubre, con alegría, que cada noche es una metáfora por donde avanzan las yeguasen su espiral inmóvil. El que acaricia a una piedra sobre el polvo. El que se burla de sí mismo en la tierra de nadie. El que huye en medio de la música. El que piensa en su destino y suspicaz, insomne, prefiere que los otros disfruten del paisaje y tengan al fin la razón. Estos caballos que nadie reconoce están salvando el mundo. La transfiguración de los caballos Al amanecer veo cuatro grupos de caballos que galopan desde las cuatro esquinas del mundo. Sobre el centro de la Tierra estamos esperándolos. Al anochecer vimos cuatro grupos de abuelos que galopaban desde las cuatro esquinas del mundo. Sobre el centro de la Tierra estamos esperándolos. Al amanecer vimos cómo los caballos se transfiguraban en nuestro abuelos. Sobre el centro de la Tierra estamos esperándolos. Al anochecer veo que nuestros abuelos cantan como si fueran los abuelos de todo el mundo. Sobre el centro de la Tierra soy el último caballo que sonríe sin atreverse a decir una palabra, mientras seguimos esperándolos en el centro de la Tierra. |
Decálogo de todos los días
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El baile infinito de Rasputín
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