El baile infinito de Rasputín
Aún se desliza la sangre de Rasputín, aquel monje más cuerdo y más loco, sobre la nieve de Rusia, esa nieve que levanta el vuelo, sólo el vuelo sexual y místico de aquellos locos sagrados de la antigua Rusia, la sangre azul, de color ámbar, la sangre azul y blanca de todas las Rusias, más allá del relámpago, en esta geografía de nieves eternas donde aparece y desaparece la orgía casi perpetua de Novykh, Grigori Iefimovich, el monje Novykh de los ojos encendidos como una novia más piadosa y brutal que virgen, ya nadie es virgen en los baños públicos donde las putas abrazan a Rasputín y lo besan como si fuese el Ángel de la Guarda de los desamparados más jóvenes y más viejos en lo más profundo de la nieve. Ahora Rasputín se emborracha, demiurgo y taumaturgo, canta como si lo hubiera perdido todo en la fiesta de la piedad y del milagro, todo es milagro, y al fin baila y baila de modo caballuno, es la yegua más loca muriendo y resucitando entre las patas de su propio caballo, casi todo es locura y misericordia en el caballo, qué místico y sin freno, sí, cuánta locura en la silla de montar y desmontar, toda la euforia del mundo en la silla del caballo de sí mismo, todo es milagro, espesura y desesperación, caridad y tinieblas en la orgía del caballo que nunca deja de bailar sobre la pista del desenfreno bajo las luces de color ámbar, aquella pista del Hotel Astoria, en San Petersburgo.
Nací del soplo del Espíritu Santo que está muy feliz y aún gime en el vientre de mi madre cuya virginidad es eterna como el vuelo de las nieves desde el vientre infinito de la Santa Rusia, yo me emborracho, yo bailo y canto en la borrachera de todas las Rusias de este mundo y del otro mundo, cantan y respiran y bailan por mí las nieves de la agonía y del arrepentimiento, yo pecador, yo niño extraviado en el vientre aún virgen de la enigmática zarina, somos el soplo, Rasputín mío, Grigori Iefimovich, somos el soplo, de la zarina en tu espíritu, Rasputín de todas las Rusias, y en el fondo aquel temblor indomable del viento en la llama de la enigmática zarina, vientre por vientre, sí, respiración y soplo en el corazón de la zarina que me pide todo sin pedirme nada, que sólo llora sin llorar nunca, yo canto y bailo en el vientre de la Santa Rusia con todas sus lámparas encendidas bajo las nubes que van y vienen desde lo más profundo del Santo Infierno, venid a mí, túnel y vientre, zarina de Nicolás II, zarina loca en los túneles de Moscú y de San Petersburgo, llueve sobre el túnel del Espíritu Santo en las aguas del río Moscova, llueve y llueve a lo lejos, desde lejos, muy lejos, llueve desde el otro mundo sobre el soplo y la trinidad en llamas del Espíritu Santo, qué afeminado el príncipe Yussupov que una vez más me visita para dispararme tres tiros, la Santísima Trinidad en aquellos tiros a la altura de mi corazón, la trinidad en llamas desde aquel sótano donde el alcohol aún palpita en el fondo de la bilis y tiemblan las uvas endemoniadas como una novia sin destino.
Mi cuerpo al fin se desploma sobre las nieves eternas de la Santa Rusia, Yussupov sigue disparando más allá de 1916 con su cara de virgen, virginidad y locura en la zarina que se estremece y vuela sobre las aguas del río Moscova, toda la sangre, toda la leche y la sange del mundo en las profundidades del río Moscova con sus aguas que de pronto levantan el vuelo y desaparecen entre las nubes del color de la zarina de Nicolás II, zarina loca, las nubes del principio y del fin del mundo, aquellas aguas del río Moscova entre las nubes donde yo bailo y canto, borracho, yo canto y bailo, borracho, nunca dejaré de bailar en aquella pista de San Petersburgo desde donde la nieve ensangrentada se extiende sobre el mundo como un manto de luz infinita e ingobernable.
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