Material de Lectura

Rosario Castellanos



Selección y nota
introductoria
de Pablo Mora
y Pedro Serrano

 

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NOTA BIOGRÁFICA

Rosario Castellanos

Nace en México el 25 de mayo de 1925 y muere en Israel en 1974. Desde pequeña vive en Comitán, Chiapas, donde estudia hasta segundo de secundaria. Regresa a la capital a los dieciséis años e ingresa a la Facultad de Filosofía y Letras para graduarse de maestra en Filosofía en 1950. Viaja a España y visita algunos países. A su regreso trabaja en el Instituto Mexicano de Ciencias y Arte y dos años después recibe la beca Rockefeller de poesía y ensayo. Más adelante colaborará en diferentes centros y en revistas, periódicos, suplementos culturales con cuentos, ensayos, crítica literaria, etc.

En su producción literaria los textos que más destacaron son los siguientes: Apuntes para una declaración de fe (Eds. América, Revista Antológica, México, 1948), De la vigilia estéril (Eds. América, México 1950), Poemas 1953-1955 (Col. Metáfora, núm. 6, México, 1957), Lívida luz (UNAM México, 1960), entre otros. En relato el libro que más destacó fue: Los convidados de agosto (Col. Letras Latinoamericanas, núm. 4, Eds. ERA, México, 1964). Algunas de sus novelas son: Balun-Canan (Col. Letras Mexicanas, núm. 36, FCE, México, 1957) y Oficio de tinieblas (Ed. Joaquín Mortiz, México, 1962) que mereció el premio "Sor Juana Inés de la Cruz". También escribió varios ensayos, así como prólogos a algunos libros.

Pero soy el olvido, la traición,
el caracol que no guardó del mar
ni el eco de la más pequeña ola.

Ante tantos trabajos sobre la Rosario Castellanos feminista, hemos querido, en esta breve antología, ocuparnos ahora de un poeta (poetisa diría ella). El criterio de esta selección prescinde de algunos poemas citados más por otros motivos que por su valor poético. Hemos dejado así "Memorial de. Tlatelolco" y "Kinsey Report" entre otros. Nuestra intención sería la de reivindicar la poesía de una gran poeta que ha sido valorado más por su condición de mujer que por las cualidades que posee. En su poesía se encuentra, vive su condición de mujer; es un tema que recorre el total de su obra pero siempre trenzado con otros, tensado por otros.

A través de esta búsqueda Rosario se descubre y se enfrenta como mujer. Durante toda la lectura de sus poemas se percibe un oleaje de solitario, una soledad en donde la celda forzará la condición de poeta; la ironía de ser todo poeta, de pasar más allá de sus celdas y sus muros, de escribir varios libros en que ella era y al vivirlo decir: Poesía no eres tú. O como en algún nocturno;

No es posible sino soñar, morir,
soñar que no morimos,
y, a veces, un instante, despertar.

Otro de los motivos que hacen de Rosario un poeta violento, crudo, y a veces irónico, es ese juego (duelo y dualidad) del amor y la muerte, soledad de ella misma en relación continua con el "otro", posibilidad de su amor que es espejo y sombra. Un eco inalcanzable será conclusión en varios de sus poemas.

Sin embargo, esto no hará de Rosario una poeta difícil, oscura y oculta. Su modo de adjetivar, sus metáforas son como se llama alguno de sus poemas: "Lo cotidiano". Ella no necesita salir de su transcurrir callado para hacernos ver, a través de su poesía, un tolo que se fragmenta y se reúne continuamente:

porque la realidad es reductible
a los últimos signos
y se pronuncia en sólo una palabra

La relación entre la muerte y el amor cambia de poema a poema. A veces los enfrenta, y el amor es la eternidad redimida: "Entre la muerte y yo he erigido tu cuerpo"; a veces van unidos: "Matamos lo que amamos/lo demás/no ha estado vivo nunca". El amor es la salvación como en "Límite" o la perdición: "más que la derrota, el desamparo".

El poema "A la mujer que vende frutas en la plaza" es uno de los pocos logrados de ese libro en el cual Rosario trata de dar un giro a su poesía y se acerca a aquello que podemos llamar "un otro" ajeno y al cual casi nunca, en El Rescate del Mundo puede rescatar; el mundo, visto desde este ángulo "costumbrista" se mantiene lejano. Sólo cuando acerca a la persona (en este caso a la mujer, no a la fotografía) logra hacer poético este mundo, logra de verdad rescatarlo:

Tendrías que cantar para decir el nombre
de estas frutas, mejores que tus pechos.

Cuando inserta su mundo personal, su prisión, logra hacer vívidos sus poemas: Y es ahí donde la mujer está presente en toda la dimensión del poeta (en este caso coinciden); volviendo al poema reconocemos en la siguiente cita la coincidencia que hay entre Rosario, el poema y la mujer en continua e infinita soledad:

Y llevas a sentarte entre las otras
una ignorante dignidad de isla

Rosario enfrenta su soledad al mundo. La ironía aparece en el momento en que ella está más desamparada y se siente desierto, "piedra congelada" y el amor ya no es un mundo aparte del mundo sino está inserto en él, la realidad se lo ha robado. El "límite" es ahora la ironía y bajo ella la desconfianza viene al mundo y al poema. Este gesto cruel la mutila y el poema se vuelve un parto que comienza después del punto.

Su primer poema "Apuntes para una declaración de fe" es el fantasma que va a estar presente en un ir y venir, esconderse e ilustrarse durante toda su obra. Estos Apuntes serán, en sus últimos poemas, trazos firmes en los que su búsqueda se convertirá en un conocimiento. Sus poemas ya no serán más proposiciones o preguntas. Otro aspecto que recoge su obra, dejando cimiento sólido en el lector, es el tratamiento (poético) de su realidad. Nos referimos a la habilidad para el manejo de ciertos temas que se repiten; las analogías de una muerte vivida desde la raíz, desde el momento de nacer: "Porque los niños surgen de vientres como ataúdes/y en el pecho materno se nutren de venenos". A partir de lo citado, las metáforas y las imágenes en R.C. se convierten en un aguijón que hace al lector detenerse en el poema, llenándose de un nuevo veneno que lo embarca en una agonía clara y sola.

Rosario Castellanos, como poeta, va más allá de un mero enunciar el mundo, se sumerge en él y se rebela utilizando sus mismas armas. Hay que verla por lo tanto, como un poeta de este siglo que además es mujer.

Pablo Mora y Pedro Serrano

 


 

En el filo del gozo


I

Entre la muerte y yo he erigido tu cuerpo:
que estrelle en ti sus olas funestas sin tocarme
y resbale en espuma deshecha y humillada.
Cuerpo de amor, de plenitud, de fiesta,
palabras que los vientos dispersan como pétalos,
campanas delirantes al crepúsculo.
Todo lo que la tierra echa a volar en pájaros,
todo lo que los lagos atesoran de cielo
más el bosque y la piedra y las colmenas.

(Cuajada de cosechas bailo sobre las eras
mientras el tiempo llora por sus guadañas rotas.)

Venturosa ciudad amurrallada,
ceñida de milagros, descanso en el recinto
de este cuerpo que empieza donde termina el mío.

II

Convulsa entre tus brazos como mar entre rocas,
rompiéndome en el filo del gozo o mansamente
lamiendo las arenas asoleadas.
(Bajo tu tacto tiemblo
como un arco en tensión palpitante de flechas
y de agudos silbidos inminentes.
Mi sangre se enardece igual que una jauría
olfateando la presa y el estrago.
Pero bajo tu voz mi corazón se rinde
en palomas devotas y sumisas.)

III

Tu sabor se anticipa entre las uvas
que lentamente ceden a la lengua
comunicando azúcares íntimos y selectos.

Tu presencia es el júbilo.
Cuando partes, arrasas jardines y transformas
la feliz somnolencia de la tórtola
en una fiera expectación de galgos.

Y, amor, cuando regresas
el ánimo turbado te presiente
como los ciervos jóvenes la vecindad del agua.

De De la Vigilia Estéril

 

 


 

Tercera elegía del amado fantasma


I

Como la cera blanda, consumida
por una llama pálida, mis días
se consumen ardiendo en tu recuerdo.
Apenas iluminas el túnel de silencio
y el espanto impreciso
hacia el que paso a paso voy entrando.

Algo vibra en mi ser que aún protesta
contra el alud de olvido
que arrastra en pos de sí a todas las cosas.
¡Ah, si pudiera entonces crecer y levantarme,
alumbrar como lámpara
alimentada de tu vivo aceite
en una hoguera poderosa y clara!

Pero ya nada alcanza a rescatarme
de la tristeza inerte que me apaga.
Grandes espacios ciernen finas nieblas
entre tu rostro y los que aquí te borran.
Tu voz es casi un eco
y lejos resplandece tu mirada.

II

Como queriendo sorprender tu ausencia
desnuda, abro las puertas de improviso
y acecho las ventanas entornadas.

Encuentro las estancias desiertas y sombrías
donde el vacío congela sus perfiles
ciñéndose a la línea de tu cuerpo.

Es como una profunda y simple copa
para beber la integridad del llanto.

III

Tal vez no estés aquí dominando mis ojos,
dirigiendo mi sangre, trabajando en mis células,
galvanizando un pulso de tinieblas.

Tal vez no sea mi pecho la cripta que te guarda.

Pero yo no sería si no fuera
este castillo en ruinas que ronda tu fantasma.

De De la Vigilia Estéril

 

 


 

Destino


Alguien me hincó sobre este suelo duro.
Alguien dijo: Bebamos de su sangre
y hagamos un festín sobre sus huesos.
Y yo me doblegué como un arbusto
cuando lo acosa y lo tritura el viento,
sin gemir el lamento de Job, sin desgarrarme
gritando el nombre oculto de Dios, esa blasfemia
que todos escondemos
en el rincón más lóbrego del pecho.
Olvidé mi memoria,
dejé jirones rotos, esparcidos
en el último sitio donde una breve estancia
se creyera dichosa:
allí donde comíamos en torno de una mesa
el pan de la alegría y los frutos del gozo.
(Era una sola sangre en varios cuerpos
como un vino vertido en muchas copas.)
Pero a veces el cuerpo se nos quiebra
y el vino se derrama.
Pero a veces la copa reposa para siempre
junto a la gran raíz de un árbol de silencio.
Y hay una sangre sola
moviendo un corazón desorbitado
como aturdido pájaro
que torpe se golpea en muros pertinaces,
que no conoce el cielo,
que no sabe siquiera que hay un ámbito
donde acaso sus alas ensayarían el vuelo.)

Una mujer camina por un camino estéril
rumbo al más desolado y tremendo crepúsculo.
Una mujer se queda tirada como piedra
enmedio de un desierto
o se apaga o se enfría como un remoto fuego.
Una mujer se ahoga lentamente
en un pantano de saliva amarga.
Quien la mira no puede acercarle ni una esponja
con vinagre, ni un frasco de veneno,
ni un apretado y doloroso puño.
Una mujer se llama soledad.
Se llamará locura.

De De la Vigilia Estéril

 


 

 

Muro de lamentaciones


I

Alguien que clama en vano contra el cielo:
la sorda inmensidad, la azul indiferencia,
el vacío imposible para el eco.
Porque los niños surgen de vientres como ataúdes
y en el pecho materno se nutren de venenos.
Porque la flor es breve y el tiempo interminable
y la tierra un cadáver transformándose
y el espanto la máscara perfecta de la nada.

Alguien, yo, arrodillada: rasgué mis vestiduras
y colmé de cenizas mi cabeza.
Lloro por esa patria que no he tenido nunca,
la patria que edifica la angustia en el desierto
cuando humean los granos de arena al mediodía.
Porque yo soy de aquellos desterrados
para quienes el pan de su mesa es ajeno
y su lecho una inmensa llanura abandonada
y toda voz humana una lengua extranjera.

Porque yo soy el éxodo.
(Un arcángel me cierra caminos de regreso
y su espada flamígera incendia paraísos.)
¡Más allá, más allá, más allá! ¡Sombras, fuentes,
praderas deleitosas, ciudades, más allá!
Más allá del camello y el ojo de la aguja,
de la humilde semilla de mostaza
y del lirio y del pájaro desnudos.

No podría tomar tu pecho por almohada
ni cabría en los pastos que triscan tus ovejas.

Reverbera mi hogar en el crepúsculo.

Yo dormiré en la Mano que quiebra los relojes.

II

Detrás de mí tan sólo las memorias borradas.
Mis muertos ni trascienden de sus tumbas
y por primera vez estoy mirando el mundo.

Soy hija de mí misma.
De mi sueño nací. Mi sueño me sostiene.

No busquéis en mis filtros más que mi propia sangre
ni remontéis los ríos para alcanzar mi origen.

En mi genealogía no hay más que una palabra:
Soledad.

III

Sedienta como el mar y como el mar ahogada
de agua salobre y honda
vengo desde el abismo hasta mis labios
que son como una torpe tentativa de playa,
como arena rendida
llorando por la fuga de las olas.

Todo mi mar es de pañuelos blancos,
de muelles desolados y de presencias náufragas.
Toda mi playa un caracol que gime
porque el viento encerrado en sus paredes
se revuelve furioso y lo golpea.

IV

Antes acabarán mis pasos que el espacio.
Antes caerá la noche de que mi afán concluya.

Me cercarán las fieras en ronda enloquecida,
cercenarán mis voces cuchillos afilados,
se romperán los grillos que sujetan el miedo.

No prevalecerá sobre mí el enemigo
si en la tribulación digo Tu nombre.

V

Entre las cosas busco Tu huella y no la encuentro.
Lo que mi oído toca se convierte en silencio,
la orilla en que me tiendo se deshace.

¿Dónde estás? ¿Por qué apartas tu rostro de mi rostro?
¿Eres la puerta enorme que esconde la locura,
el muro que devuelve lamento por lamento?

Esperanza,
¿eres sólo una lápida?

VI

No diré con los otros que también me olvidaste.
No ingresaré en el coro de los que te desprecian
ni seguiré al ejército blasfemo.

Si no existes
yo te haré a semejanza de mi anhelo,
imagen de mis ansias.

Llama petrificada
habitarás en mí como en tu reino.

VII

Te amo hasta los límites extremos:
la yema palpitante de los dedos,
la punta vibratoria del cabello.

Creo en Ti con los párpados cerrados.
Creo en Tu fuego siempre renovado.

Mi corazón se ensancha por contener Tus ámbitos.

VIII

Ha de ser tu substancia igual que la del día
que sigue a las tinieblas, radiante y absoluto.
Como lluvia, la gracia prometida
descenderá en escalas luminosas
a bañar la aridez de nuestra frente.

Pues ¿para qué esta fiebre si no es para anunciarte?

Carbones encendidos han limpiado mi boca.

Canto tus alabanzas desde antes que amanezca.

De De la Vigilia Estéril (1950)

 


 

A la mujer que vende frutas en la plaza

Amanece en las jícaras
y el aire que las toca se esparce como ebrio.
Tendrías que cantar para decir el nombre
de estas frutas, mejores que tus pechos.

Con reposo de hamaca
tu cintura camina
y llevas a sentarse entre las otras
una ignorante dignidad de isla.

Me quedaré a tu lado,
amiga,
hablando con la tierra
todo el día.

De "Invocaciones" de El Rescate del Mundo (1952)

 


 

Misterios gozosos


13

Señor, agua pequeña,
sorbo para tu sed
espera.

Señor, para el invierno,
alegre,
chisporroteante hoguera.

Señor, mi corazón,
la uva
que tu pie pisotea.

16

Heme aquí en los umbrales de la ley.

El mundo que venía como un pájaro
se ha posado en mi hombro
y yo tiemblo lo mismo que una rama
bajo el peso del canto
y del vuelo un instante detenido.

De Poemas

 


 

Lamentación de Dido


Guardiana de las tumbas; botín para mi hermano, el de
la corva garra de gavilán;
nave de airosas velas, nave graciosa, sacrificada al
rayo de las tempestades;
mujer que asienta por primera vez la planta del pie en
tierras desoladas
y es más tarde nodriza de naciones, nodriza que
amamanta con leche de sabiduría y de consejo;
mujer siempre, y hasta el fin, que con el mismo pie de
la sagrada peregrinación
sube —arrastrando la oscura cauda de su memoria—
hasta la pira alzada del suicidio.

Tal es el relato de mis hechos. Dido mi nombre. Destinos como el mío se han pronunciado desde la antigüedad
con palabras hermosas y nobilísimas.
Mi cifra se grabó en la corteza del árbol enorme de las
tradiciones.
Y cada primavera, cuando el árbol retoña,
es mi espíritu, no el viento sin historia, es mi espíritu
el que estremece y el que hace cantar su follaje.

Y para renacer, año con año,
escojo entre los apóstrofes que me coronan, para que
resplandezca con un resplandor único,
éste, que me da cierto parentesco con las playas:
Dido, la abandonada, la que puso su corazón bajo el
hachazo de un adiós tremendo.
Yo era lo que fui: mujer de investidura desproporcionada
con la flaqueza de su ánimo.
Y, sentada a la sombra de un solio inmerecido,
temblé bajo la púrpura igual que el agua tiembla bajo
el légamo.
Y para obedecer mandatos cuya incomprensibilidad me
sobrepasa recorrí las baldosas de los pórticos con la
balanza de la justicia entre mis manos
y pesé las acciones y declaré mi consentimiento para
algunas —las más graves—.
Esto era en el día. Durante la noche no la copa del
festín, no la alegría de la serenata, no el sueño
deleitoso.
Sino los ojos acechando en la oscuridad, la
inteligencia batiendo la selva intrincada de los textos
para cobrar la presa que huye entre las páginas.
Y mis oídos, habituados a la ardua polémica de los mentores,
llegaron a ser hábiles para distinguir el robusto sonido del
oro
del estrépito estéril con que entrechocan los guijarros.

De mi madre, que no desdeñó mis manos y que me las
ungió desde el amanecer con la destreza,
heredé oficios varios; cardadora de lana, escogedora
del fruto que ilustra la estación y su clima,
despabiladora de lámparas.

Así pues tomé la rienda de mis días: potros domados,
conocedores del camino, reconocedores de la querencia.
Así pues ocupé mi sitio en la asamblea de los mayores.
Y a la hora de la partición comí apaciblemente el pan
que habían amasado mis deudos.
Y con frecuencia sentí deshacerse entre mi boca el
grano de sal de un acontecimiento dichoso.

Pero no dilapidé mi lealtad. La atesoraba para el
tiempo de las lamentaciones,
para cuando los cuervos aletean encima de los tejados
y mancillan la transparencia del cielo con su graznido
fúnebre
para cuando la desgracia entra por la puerta principal
de las mansiones
y se la recibe con el mismo respeto que a una reina.

De este modo transcurrió mi mocedad: en el
cumplimiento de las menudas tareas domésticas; en
la celebración de los ritos cotidianos; en la
asistencia a los solemnes acontecimientos civiles.

Y yo dormía, reclinando mi cabeza sobre una
almohada de confianza.
Así la llanura, dilatándose, puede creer en la
benevolencia de su sino,
porque ignora que la extensión no es más que la pista
donde corre, como un atleta vencedor,
enrojecido por el heroísmo supremo de su esfuerzo, la
llama del incendio.
Y el incendio vino a mí, la predación, la ruina, el
exterminio
¡y no he dicho el amor!, en figura de náufrago.

Esto que el mar rechaza, dije, es mío.

Y ante él me adorné de la misericordia como del
brazalete de más precio.
Yo te conjuro, si oyes, a que respondas: ¿quién
esquivó la adversidad alguna vez? ¿Y quién tuvo a
desdoro llamarle huésped suya y preparar la sala
del convite?
Quien lo hizo no es mi igual. Mi lenguaje se entronca
con el de los inmoladores de sí mismos.

El cuchillo bajo el que se quebró mi cerviz era un
hombre llamado Eneas.
Aquel Eneas, aquel, piadoso con los suyos solamente;
acogido a la fortaleza de muros extranjeros; astuto,
con astucias de bestia perseguida;
invocador de númenes favorables; hermoso narrador
de infortunios y hombre de paso; hombre
con el corazón puesto en el futuro.

—La mujer es la que permanece; rama de sauce que llora en las orillas de los ríos—.

Y yo amé a aquel Eneas, a aquel hombre de promesa
jurada ante otros dioses.

Lo amé con mi ceguera de raíz, con mi soterramiento
de raíz, con mi lenta fidelidad de raíz.

No, no era la juventud. Era su mirada lo que así me
cubría de florecimientos repentinos. Entonces yo
fui capaz de poner la palma de mi mano, en signo
de alianza, sobre la frente de la tierra. Y vi
acercarse a mí, amistadas, las especies hostiles. Y
vi también reducirse a número los astros. Y oí que
el mundo tocaba su flauta de pastor.

Pero esto no era suficiente. Y yo cubrí mi rostro con la
máscara nocturna del amante.
Ah, los que aman apuran tósigos mortales. Y el
veneno enardeciendo su sangre, nublando sus ojos,
trastornando su juicio, los conduce a cometer actos
desatentados; a menospreciar aquello que tuvieron
en más estima; a hacer escarnio de su túnica y a
arrojar su fama como pasto para que hocen los cerdos.
Así, aconsejada de mis enemigos, di pábulo al deseo y
maquiné satisfacciones ilícitas y tejí un espeso
manto de hipocresía para cubrirlas.
Pero nada permanece oculto a la venganza. La
tempestad presidió nuestro ayuntamiento; la
reprobación fue el eco de nuestras decisiones.

Mirad, aquí y allá, esparcidos, los instrumentos de
la labor. Mirad el ceño del deber defraudado.
Porque la molicie nos había reblandecido los tuétanos.
Y convertida en antorcha yo no supe iluminar más que
el desastre.

Pero el hombre está sujeto durante un plazo menor a la
embriaguez.
Lúcido nuevamente, apenas salpicado por la sangre de
la víctima,
Eneas partió.

Nada detiene al viento. ¡Cómo iba a detenerlo la rama
de sauce que llora en las orillas de los ríos!

En vano, en vano fue correr, destrenzada y frenética,
sobre las arenas humeantes de la playa.

Rasgué mi corazón y echó a volar una bandada de
palomas negras. Y hasta el anochecer permanecí,
incólume como un acantilado, bajo el brutal
abalanzamiento de las olas.

He aquí que al volver ya no me reconozco. Llego a mi
casa y la encuentro arrasada por las furias. Ando
por los caminos sin más vestidura para cubrirme
que el velo arrebatado a la vergüenza; sin otro
cíngulo que el de la desesperación para apretar mis
sienes. Y, monótona zumbadora, la demencia me
persigue con su aguijón de tábano.

Mis amigos me miran al través de sus lágrimas; mis
deudos vuelven el rostro hacia otra parte. Porque la
desgracia es espectáculo que algunos no deben
contemplar.

Ah, sería preferible morir. Pero yo sé que para mí no
hay muerte.
Porque el dolor —¿y qué otra cosa soy más que
dolor?— me ha hecho eterna.

De Poemas (1953-1955)

 


 

El otro

 

¿Por qué decir nombres de dioses, astros,
espumas de un océano invisible,
polen de los jardines más remotos?
Si nos duele la vida, si cada día llega
desgarrando la entraña, si cada noche cae
convulsa, asesinada.
Si nos duele el dolor en alguien, en un hombre
al que no conocemos, pero está
presente a todas horas y es la víctima
y el enemigo y el amor y todo
lo que nos falta para ser enteros.
Nunca digas que es tuya la tiniebla,
no te bebas de un sorbo la alegría.
Mira a tu alrededor: hay otro, siempre hay otro.
Lo que él respira es lo que a ti te asfixia,
lo que come es tu hambre.
Muere con la mitad más pura de tu muerte.

De Al Pie de la Letra.

 


 

Nocturno

 

Me tendí, como el llano, para que aullara el viento.
Y fui una noche entera
ámbito de su furia y su lamento.

Ah, ¿quién conoce esclavitud igual
ni más terrible dueño?

En mi aridez, aquí, llevo la marca
de su pie sin regreso.

De Al Pie de la Letra (1959)


 

Destino


Matamos lo que amamos. Lo demás
no ha estado vivo nunca.
Ninguno está tan cerca. A ningún otro hiere
un olvido, una ausencia, a veces menos.
Matamos lo que amamos. ¡Que cese ya esta asfixia
de respirar con un pulmón ajeno!
El aire no es bastante
para los dos. Y no basta la tierra
para los cuerpos juntos
y la ración de la esperanza es poca
y el dolor no se puede compartir.

El hombre es animal de soledades,
ciervo con una flecha en el ijar
que huye y se desangra.

Ah, pero el odio, su fijeza insomne
de pupilas de vidrio; su actitud
que es a la vez reposo y amenaza.

El ciervo va a beber y en el agua aparece
el reflejo de un tigre.

El ciervo bebe el agua y la imagen. Se vuelve
-antes que lo devoren- (cómplice, fascinado)
igual a su enemigo.

Damos la vida sólo a lo que odiamos.

De Lívida Luz

 


 

Límite


Aquí, bajo esta rama, puedes hablar de amor.

Más allá es la ley, es la necesidad,
la pista de la fuerza, el coto del terror,
el feudo del castigo.

Más allá, no.

De Lívida Luz


Nocturno


Para vivir es demasiado el tiempo;
para saber no es nada.
¿A qué vinimos, noche, corazón de la noche?

No es posible sino soñar, morir,
soñar que no morimos
y, a veces, un instante, despertar.

De Lívida Luz


Amanecer


¿Qué se hace a la hora de morir? ¿Se vuelve
la cara a la pared?
¿Se agarra por los hombros al que está cerca y oye? ¿Se echa uno a correr, como el que tiene
las ropas incendiadas, para alcanzar el fin?

¿Cuál es el rito de esta ceremonia?
¿Quién vela la agonía? ¿Quién estira la sábana?
¿Quién aparta el espejo sin empañar?

Porque a esta hora ya no hay madre y deudos.

Ya no hay sollozo. Nada, más que un silencio atroz.

Todos son una faz atenta, incrédula
de hombre de la otra orilla.

Porque lo que sucede no es verdad.

De Lívida Luz

 


 

Lo cotidiano


Para el amor no hay cielo, amor, sólo este día;
este cabello triste que se cae
cuando te estás peinando ante el espejo.
Esos túneles largos
que se atraviesan con jadeo y asfixia;
las paredes sin ojos,
el hueco que resuena
de alguna voz oculta y sin sentido.

Para el amor no hay tregua, amor. La noche
no se vuelve, de pronto, respirable.
Y cuando un astro rompe sus cadenas
y lo vez zigzaguear, loco, y perderse,
no por ello la ley suelta sus garfios.
El encuentro es a oscuras. En el beso se mezcla
el sabor de las lágrimas.
Y en el abrazo ciñes
el recuerdo de aquella orfandad, de aquella muerte.

De Lívida Luz (1960)

 


 

Charla


...porque la realidad es reducible
a los últimos signos
y se pronuncia en sólo una palabra...

Sonríe el otro y bebe de su vaso.
Mira pasar las nubes altas del mediodía
y se siente asediado (bugambilia, jazmín,
rosal, dalias, geranios,
flores que en cada pétalo van diciendo una sílaba
de color y fragancia)
por un jardín de idioma inagotable.

De Materia Memorable

 


 

Elegía


Cuerpo, criatura, sí, tú y yo nos conocimos.

Tal vez corrí a tu encuentro
como corre la nube cargada de relámpagos.

Ay, esa luz tan breve, esa fulminación,
ese vasto silencio que sigue a la catástrofe.

Quienes ahora nos miran (piedras oscuras, trozos
de materia ya usada)
no sabrán que un instante nuestro nombre fue amor
y que en la eternidad nos llamamos destino.

De Materia Memorable

 


 

Retorno


Has muerto tantas veces; nos hemos despedido
en cada muelle,
en cada andén de los desgarramientos,
amor mío, y regresas
con otra faz de flor recién abierta
que no te reconozco hasta que palpo
dentro de mí la antigua cicatriz
en la que deletreo arduamente tu nombre.

De Materia Memorable (1969)

 


 

Elegía


Nunca, como a tu lado, fui de piedra.

Y yo que me soñaba nube, agua,
aire sobre la hoja,
fuego de mil cambiantes llamaradas,
sólo supe yacer,
pesar, que es lo que sabe hacer la piedra
alrededor del cuello del ahogado.

De En la Tierra de enmedio


 

Autorretrato


Yo soy una señora: tratamiento
arduo de conseguir, en mi caso, y más útil
para alternar con los demás que un título
extendido a mi nombre en cualquier academia.

Así, pues, luzco mi trofeo y repito:
yo soy una señora. Gorda o flaca
según las posiciones de los astros,
los ciclos glandulares
y otros fenómenos que no comprendo.

Rubia, si elijo una peluca rubia.
O morena, según la alternativa.
(En realidad, mi pelo encanece, encanece.)

Soy más o menos fea. Eso depende mucho
de la mano que aplica el maquillaje.

Mi apariencia ha cambiado a lo largo del tiempo
—aunque no tanto como dice Weininger
que cambia la apariencia del genio—. Soy mediocre.
Lo cual, por una parte, me exime de enemigos
y, por la otra, me da la devoción
de algún admirador y la amistad
de esos hombres que hablan por teléfono
y envían largas cartas de felicitación.
Que beben lentamente whisky sobre las rocas
y charlan de política y de literatura.

Amigas... hmmm... a veces, raras veces
y en muy pequeñas dosis.
En general, rehúyo los espejos.
Me dirían lo de siempre: que me visto muy mal
y que hago el ridículo
cuando pretendo coquetear con alguien.

Soy madre de Gabriel: ya usted sabe, ese niño
que un día se erigirá en juez inapelable
y que acaso, además, ejerza de verdugo.
Mientras tanto lo amo.

Escribo. Este poema. Y otros. Y otros.
Hablo desde una cátedra.

Colaboro en revistas de mi especialidad
y un día a la semana publico en un periódico.

Vivo enfrente del Bosque. Pero casi
nunca vuelvo los ojos para mirarlo. Y nunca
atravieso la calle que me separa de él
y paseo y respiro y acaricio
la corteza rugosa de los árboles.

Sé que es obligatorio escuchar música
pero la eludo con frecuencia. Sé
que es bueno ver pintura
pero no voy jamás a las exposiciones
ni al estreno teatral ni al cine-club.

Prefiero estar aquí, como ahora, leyendo
y, si apago la luz, pensando un rato
en musarañas y otros menesteres.

Sufro más bien por hábito, por herencia, por no
diferenciarme más de mis congéneres
que por causas concretas.

Sería feliz si yo supiera cómo.
Es decir, si me hubieran enseñado los gestos,
los parlamentos, las decoraciones.

En cambio me enseñaron a llorar. Pero el llanto
es en mí un mecanismo descompuesto
y no lloro en la cámara mortuoria
ni en la ocasión sublime ni frente a la catástrofe.

Lloro cuando se quema el arroz o cuando pierdo
el último recibo del impuesto predial.

De En la Tierra de enmedio

 


 

Valium 10


A veces (y no trates
de restarle importancia
diciendo que no ocurre con frecuencia
se te quiebra la vara con que mides
se te extravía la brújula
y ya no entiendes nada

El día se convierte en una sucesión
de hechos incoherentes, de funciones
que vas desempeñando por inercia y por hábito.

Y lo vives. Y dictas el oficio
a quienes corresponde. Y das la clase
lo mismo a los alumnos inscritos que al oyente.
Y en la noche redactas el texto que la imprenta
devorará mañana.
Y vigilas (oh, sólo por encima)
la marcha de la casa, la perfecta
coordinación de múltiples programas
—porque el hijo mayor ya viste de etiqueta
para ir de chambelán a un baile de quince años
y el menor quiere ser futbolista y el de en medio
tiene un póster del Che junto a su tocadiscos—.

Y repasas las cuentas del gasto y reflexionas,
junto a la cocinera, sobre el costo
de la vida y el ars magna combinatoria
del que surge el menú posible y cotidiano.

Y aún tienes voluntad para desmaquillarte
y ponerte la crema nutritiva y aún leer
algunas líneas antes de consumir la lámpara.

Y ya en la oscuridad, en el umbral del sueño,
echas de menos lo que se ha perdido:
el diamante de más precio, la carta
de marear, el libro
con cien preguntas básicas (y sus correspondientes respuestas) para un diálogo
elemental siquiera con la Esfinge.

Y tienes la penosa sensación
de que en el crucigrama se deslizó una errata
Que lo hace irresoluble.

Y deletreas el nombre del Caos. Y no puedes
dormir si no destapas
el frasco de pastillas y si no tragas una
en la que se condensa,
químicamente pura, la ordenación del mundo.

De En la Tierra de enmedio (1972)


 

Consejo de Celestina


Desconfía del que ama: tiene hambre,
no quiere más que devorar.
Busca la compañía de los hartos.
Esos son los que dan.

 


 

Proposición de la boa

 

(A las puertas de la Tour d'Argent)

No comas nunca nada
que no seas capaz de digerir,
que no seas capaz de vomitar.

De Viaje Redondo (1972)