Me he tendido sobre la arena en playas de áridas dulzuras, Donde se goza el desgaste del mundo; A la hora llena de asombro en que las estrellas nacen, He visto venir a las sirenas, mis hermanas, Sus largos cuerpos vestidos con el nácar de los sueños. Las he visto venir de las riberas, locas, Entonando su lúgubre canto en medio de la noche; Amantes sin amor, cautivas para siempre, Que nunca sintieron bramar en sus pechos dolientes, Bajo el frío de sus senos, el fuego secreto de un corazón. Me han pedido el cálido trozo del alma Que se estremece como un niño dentro de mí; Este péndulo vivo, hecho de sombra y llama, Lanzadera que trama el telar de la sangre Y de instante en instante se acelera y se pasma. Deseaban esta úlcera de promesas incumplidas Que nos irrita aunque no lo queramos Y permite al ahogado, ya sea grumete o corsario, Encontrar en el agua y la sal que lo macera El calor y el amor que disfrutamos en la cama. Querían este corazón para sufrir y conocer Los cantos del dolor y sus roncos sollozos, Y comprender por qué, cuando amanece el día Revelando el naufragio y la barca sin dueño, La esposa del marino acude ansiosa a la orilla del mar. Para que la desdicha pueda alcanzarlas, Enseñándoles gritos que nunca conocieron; Para que a la triste hora en que el día se apaga Puedan llorar, enternecerse y abrazarse Soportando el dolor como una carga viva. Cedí, enardecida, al llanto de su incierta mirada, Cedí al oscuro rumor de su canto, y vi hundirse Mi corazón entre las perlas de sus anillos, Entre sus dedos lascivos, en el hueco de las olas, Hacia el tormentoso abismo donde rueda todo lo que muere. Lo vi resbalar en el precipicio de la tempestad, Abrirse como un loto en el calmo seno de las aguas Y saltar sobre las crestas danzantes de las olas, Gimiendo, atrapado entre juncos, en el temblor De largos hilos vibrantes como cabellos de oro. Vi su sangre tibia sonrosar el mar inmenso Al sumergirse como un sol herido Y dejar tras él, triunfante, el vacío y la locura; Lo vi desaparecer devorado por la noche naciente Con todo lo que yo llamé "mi corazón".
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En inquietantes bosques donde el cazador acorrala a su presa, En jardines donde florece el jazmín embriagante, Acallando sus mudos lamentos con un dedo sobre sus labios, Vi venir hacia mí una muchedumbre de estatuas; El mármol y el metal me tomaron de la mano. Los sombríos ídolos posaron su bella, amarga mirada sobre mí, En el dorado interior de los templos Donde con ojos de zafiro miran hacia el mar, Y un lento suspiro, parecido al estremecimiento de las góndolas, Agitó las pesadas guirnaldas que adornan sus pechos. En los tajos de Carrara, en los abismos de las montañas, El mármol bruto clamó bajo mis pasos; las piedras De jaspe y de ágata, las rojas rocas cristalizadas Que arrastran en las canteras los rudos escultores, Me hablaron de la desesperación de no ser. Sufren por no entender los nombres que llevan Ni saber quién es el rey o el César Que pasivamente representan sobre las puertas de Roma O qué maestro olvidado en este infierno humano Subsistirá en ellas como un insulto contra el tiempo. Bajo sus frentes pálidas ceñidas de apio y de verbena Hastiadas del incienso que no perciben elevándose ante ellas, Hartas de la tibia dulzura de la tarde que no impregna sus venas, Las griegas deidades lamentan su vana, eterna belleza: El dolor de ser sin darse cuenta de ello. Estas deidades me han pedido el alma, mi alma inagotable, Para ver brotar en ellas un manantial de oro, Para que el fiel, arrodillado en la arena, Al ver sonreír sus impenetrables máscaras; Abra los brazos, grite y se levante plenamente gratificado. Para poder escuchar al fin a los que imploran O burlarse secretamente de los tontos que las adoran; Para abrir las joyas de sus ojos sobre el universo, Castigar a sus sacerdotes y azotar a sus escultores, Aburridas de la idolatría y la impostura. Pegué mi boca al rígido mármol de sus labios Calientes por mis besos apresurados Y mi alma entera, con todo su pasado, se alejó de mí, Llena de pavor, desesperación y fiebre, Para entrar en sus severos cuerpos pulidos por orfebres. Mi cuerpo, viudo de mi alma, vagó a la intemperie, Insensible al canto melodioso de los vientos; Para animar a los dioses me abandonó mi alma, Lámpara de oro suspendida en vano, cuyo aceite, Gota a gota, se ha perdido para siempre.
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Cabizbaja, anduve en las necrópolis Donde vagan los chacales lanzando aullidos disonantes; Desde el fondo de sus tumbas, del techo de sus cúpulas, Tendían sus manos los muertos tentando mi espalda, Rogándome que les entregara mi cuerpo. Reclamaban de mí la amalgama de átomos Que sirve de soporte a los furores del deseo. El caballo que galopa por los reinos de la carne Y masca, babeando, la cálida sal del placer Montado por jinetes fantasmas que se turnan. Los avaros rondaban cerca de los depósitos vacíos Donde antaño se enmohecían sus bienes enterrados, Y deseaban mis alargadas manos para sus ávidas faenas, Para amontonar reluciente oro y pilas de plata lívida, Tesoros demasiado pesados para quien los posee en vano. Como héroes engañados que maldicen su gloria, Cansados de beber el vino puro del cáliz, Los santos, para condenarse, reclamaban mi cuerpo. Reclamaban mi boca para beber de ella; Mi voz podría divulgar los oráculos de los muertos. Lamentando su frenesí, desde el fondo de su reposo, Renegando de una dicha que han pagado muy cara, Trascendentes hambrientos que nada sacia, Como los demonios sobre los cerdos de Asia, Los muertos se arrojaron sobre mí para habitar mi carne. Tomaron, agitándolo, este cuerpo entregado sin temor, Mordieron con mi boca turbios engaños seductores, Anudaron mi abrazo alrededor de sus deseos, Por donde yo pasé imprimieron su huella Y a camas desconocidas me arrastraron. Desatando sin temor mis nudos interiores, Como un canto escapado de un gran violoncello, Todo lo que creí mío ahora se disuelve y se tambalea. Rueda prolongándose en el aire amortiguado y se derrama; Ahora sólo puedo encontrarme buscándome en otra parte.
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¡Silencio, catacumbas! ¡Templos griegos, callen! ¡Amplias olas conmovedoras, no le cuenten esto a nadie! Ustedes, muertos, incomunicados en la prisión de sus tumbas ¡Callen para siempre bajo el peso de las lágrimas! ¡Guarden mi secreto, dioses, si hablan con el viento! Desesperado testigo de mi metamorfosis, Sin poder alcanzar el ser que fui, La muerte, único mendigo que obtendrá mi rechazo, Para encontrarme excava en el seno de las cosas Como quien busca un perfume en el interior de una rosa. Que vaya, el que quiera, a rogar a las sirenas Por mi voluptuoso corazón abandonado entre las olas. Para mí han sido inútiles la absolución y las fúnebres exequias; Como el nardo se derrama sobre el cuello de las reinas, Yo existo eternamente en lo que he dado.
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