La palabra del alma la memoria y en el bosque donde vuelve a ser árbol cada huella la sustancia del alma es la palabra; la palabra donde todas las cosas extensas y reales se encienden mutuamente y de nosotros, se encienden mutuamente y conviviéndose desvarían lo mismo que un espejo, que algunas veces, cuando lo quiere Dios, tiene unas décimas de fiebre, porque todo es distinto y tú lo sabes. He llegado a mi cuarto, igual que siempre, y al desnudarme me siento entumecido de alegría, como si el cuerpo me sirviera de venda y me cegara, y yo estuviera siendo de una materia casi cristal de niño, casi nieve de niño alucinado, porque todo es distinto y tú lo sabes. Sí, allí estaban los muebles, allí estaba el armario, allí estaba el perchero, manteniendo en el aire, como un acróbata, los trajes, los silencios y los sombreros sucesivos; allí estaba aquel lecho, que desde hace varios años viene siendo, generalmente, utilizado por mí como un desván para arrumbar los sueños, para arrumbar todos los sueños que se me quedan largos, para arrumbar todos los cuerpos que se me quedan cortos y demasiado usados, todos los cuerpos míos que no me sirven ya para vivir; y allí estaban los muros por los cuales se escucha, durante todo el día, gotear la voz de las criadas, gotear la humedad femenina, la palabra que se resiente un poco de cojera, la palabra insistente e ineludible, frente a la cual, a veces, quisiéramos quedarnos sordos hasta los huesos, y ahora no están aquí, no están conmigo, ¡y ahora ya no hay perchero, ni armario, ni lecho, ni humedad en el muro! Hay sólo una ventana —una ventana sola sobre el aire— y tras de la ventana veo encendida la habitación de enfrente, la habitación que yo pensé que habitarían mis hijos. No puedo comprenderlo; desde que habito en esta casa no se ha encendido nunca —estoy seguro de ello—, no la he encendido nunca, y ahora ha llegado allí la luz no sé de dónde, no sé de cuándo, y resplandece; y como toda luz está diciendo un nombre, y como en toda luz se siente una llamada, me he vestido de prisa, me he vestido correctamente, me he vestido como si estuviera situando un pelotón de soldados en la frontera, en la misma frontera de mi alma, para estar prevenido, para tener la seguridad de que había hecho cuanto era necesario para vivir, y salgo, y voy corriendo por el pasillo ciego, y voy corriendo hacia la luz, hacia la habitación que está encendida, y rompiendo a callar mientras dice mi nombre. —Hola, Luis, ¿cómo estás?— Y era verdad, era verdad como una calle que nos lleva a la infancia, como una calle que nos duerme, y que después de nieve puede volver aún... y todavía, puede hacerse real, y estar allí contigo, estar allí conmigo, tendiéndome la mano, como el libro de música sobre el atril sigue esperando que alguien pase la hoja que ya tiene cantada; sí, era real, y por lo tanto era un milagro, y estaba allí, mirándome con aquella mirada suya, tan suave y tan honda, que parecía que iba quemándose mientras miraba; era como un milagro entre las mesas de oficina, y las revistas que se escribieron como oficios que nunca han sido tramitados, y los libros irreparables y caídos, que ya no pueden ser abiertos, y están doblando entre sus hojas algo, que vuelve a ser materia... Y Juan estaba allí, como había estado aquellos años que convivimos juntos, como había estado siempre que yo pensaba en él, desde aquel día en que dejé de verle; y estaba siempre igual, pero viviendo, viviendo en aquel cuarto donde duermen mis hijos, donde duermen los hijos que yo espero tener, que yo quiero tener, y estaba allí meciéndoles el sueño, meciéndoles ya el sueño, entre todos los objetos inútiles: los archivadores de la botánica comercial, los ficheros, la descolocación y los sillones basculantes, levantándolo todo hacia la vida. —Hola Luis, ¿cómo estás?— Es Juan Panero quien me habla; murió y era mi amigo. Y ahora, después de nieve, después de siempre, ha venido, ha venido. (¡Sí, tú también tendrás calle, tú siempre la tuviste, tú siempre tienes calle para llegar a mí!) Sí, ha sido Juan Panero quien me ha puesto en camino, ha sido Juan Panero que murió hace diez años y que ahora está conmigo porque siempre volvía. Siempre era puntual; hablaba poco, hablaba muy despacio, parecía que estuviera escribiendo, parecía como un niño que pensaba escribiendo, parecía como un niño que nos llevaba a todos de la mano. Era proporcionado de sueño y estatura, y no podía cambiar porque estrenaba su vigoroso corazón a todas horas, y ahora he vuelto a encontrarle, ahora se encuentra aquí porque siempre volvía. —Tú tienes una luz; tú sí la tienes; tú siempre la has tenido; callábamos los dos, callábamos los dos para abrazarnos dentro de aquella parte de nuestro corazón, donde no hubiera ruido, donde no hubiera nieve amontonada que cegara la puerta, donde no hubiera ya, sino una sola cosa. Tenía que ser así; tenía que ser de esta manera, llegando de este modo, —Y tú Juan, ¿cómo estás? Y tú allí, ¿cómo estás?— y tú seguías callado, y tú callabas de una manera extraña como diciendo tu silencio, y tú callabas volviéndote a morir para decirlo. Quizá pasaba el tiempo; quizá volvía; quizá estaba allí, con nosotros, sentado. Está mucho mejor —pensaba yo—, ha crecido hacia el Cielo, ha crecido hacia mí, igual que una palabra convencida que se dice entre dos, igual que un muerto que se siente crecer, igual que un muerto "bueno" que continúa creciendo, que puja y crece dentro de varios corazones y en cada uno de ellos sigue cumpliendo, al mismo tiempo, distinta edad, la edad de esta palabra mía, de esta palabra que no he vuelto a escribir hasta verte de nuevo, hasta poder hablarte como te estoy hablando ahora. Quizá pasaba el tiempo; quizá volvía. —¿Recuerdas a Piedad? ¿recuerdas que decías que ella no había nacido para cumplir tus mismos años?— Y tú sigues callado, sigues callado ahora porque no puedes recordar, porque tú lo ves todo al mismo tiempo, lo estás viviendo todo ya junto y encendido. —Y aún lo sigues viviendo, ¿no es verdad?— Volvíamos de la clase donde nosotros nos sentábamos entre el latín y entre el silencio de ella; yo te había dicho: —Espera en el pasillo, ¡no seas tonto!, no es preciso dar clase para estar a su lado. Y tú me respondiste: —No es eso, ¿sabes? Debo entrar, me es necesario entrar; estoy acostumbrándome, y aprendiendo a callar junto a ella. Y lo aprendiste para siempre porque tú tienes una luz; tú sí la tienes; tú siempre la tuviste, una luz que era la que alumbraba esta habitación cuando yo la miré desde mi cuarto, una luz que era una de las cosas que tú ya estabas siendo, igual que estabas siendo marinero, igual que estabas siendo una salida al campo, igual que estabas siendo hombre; y era una luz que tú podías vivir, que tú podías hablar, que tú decías, que tú decías con una voz tan quieta que se iba haciendo igual que un árbol, que se iba haciendo árbol, para repartirse de rama en rama entre aquellos que la escuchábamos, y a cada uno nos hablaba de manera distinta, nos hablaba quedándose en nosotros como si no supiera ya volver contigo, como si no siguiera siendo tuya, caritativamente tuya, como si hubieras olvidado que vivías mientras que nos hablabas, como si hubieras olvidado que nosotros te llamábamos Juan. Tú lo sigues viviendo como entonces. Volvíamos de clase y el Guadarrama estaba allí, haciéndose más alto cada día, más de nieve y tan alto que era preciso crecer para mirarle. En aquel tiempo las compañeras no jugaban apenas, no conocían su oficio porque se tramitaban en latín durante todo el día, y después —ya después— y a la hora de acostarse, se lloraban durmiendo, se lloraban las unas a las otras, destituyéndose a sí mismas, cristalizando todas sobre una sola lágrima, llorándose entre todas y entre todas igual. Y la mañana aquella era más dulce que una sonrisa que se ha quedado quieta y ya no es tuya; íbamos todos juntos; ¿iríamos todos juntos?: Pilar, María Josefa, Concha, Piedad, acaso Lola, Luis Felipe y nosotros. ¿Recuerdas? María Josefa era muy tristemente, muy hondamente verdadera, tenía la boca joven como una huella recién pisada, tenía la pena única, tenía la pena de esos niños que se han quedado solos en la cocina de la casa cuando todos se van, tenía la pena de esos niños que nunca son "mayores" cuando llega un viaje; Concha era siempre alegre, siempre después de alegre, y por este bautismo era difícil contemplarla de tan clara que era; pero más tarde, algo de su alegría se nos quedaba como sal en los ojos, se nos quedaba dentro y desvelándonos, porque tenía una indeleble continuidad, y cuando no soñaba al acostarse, se entristecía y enviudaba un poquito sobre su corazón, porque pensaba que había perdido para siempre la noche. Y Pilar, la dulcísima, la bendiciente, la dolorosamente intransitable; Y Lola; y Luis Felipe que ya entonces vivía con una vida proyectada, difícil y ejemplar, y Piedad, que iba en medio del grupo y nos centraba a todos en la muerte y era pequeña y cereal y terminantemente rubia... Y ahora Juan se reía, y seguía hablando y se reía, tropezando un poquito en las palabras, tropezando en la risa, como cuando los niños bajan, saltando alegremente de dos en dos, los peldaños de una escalera. —No es rubia, Luis, si tú supieras hasta cuándo no es rubia, si tú supieras hasta cuándo no ha sido nunca así, sino trigueña y candeal y doliendo a madera, y humildemente alta porque era tímida de estatura; si tú supieras, Luis, cómo sigue escondiéndose aún en los ojos que tiene, en los ojos que son como una herida que mana sangre nuestra, y por eso nos duelen cuando miran—. Estaba hablando para siempre, viviendo para siempre, ardiendo para siempre, y como me extrañaba su ardentía, y como hablaba de tal modo, que sus palabras, después de dichas, se quedaban inmóviles, se quedaban completamente siendo y se me convertían ante los ojos en cosas verdaderas, yo le dije: —Y sabes, Juan, que hablas como si todavía la siguieras queriendo—; pero anochece cuando la luz termina de decir su palabra sobre el mundo, cuando la luz —Hasta mañana, Luis— y ahora la nieve de empezar a ser bastante sigue cayendo, y siento sus palabras que van haciendo un nudo con mi sangre un nudo en aquel tiempo —No lo olvides; la muerte no interrumpe nada— y como empieza a latir el pulso de un enfermo, se fue haciendo la niebla, se fue haciendo el silencio cuando te fuiste, Juan. y yo seguí contigo, y yo seguí callado entre la sombra, y yo seguí callando, callando hasta nacer y hasta nacerte.
(De La casa encendida, 1949)
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