Ese que se levanta del asiento y cierra lentamente el clavicordio, camina grave ahora y distraído: ha escrito en esta noche el Actus Tragicus. (Detrás de Dios, del sueño y la penumbra a indescifrable araña hila memorias sobre unas amapolas). Polvo disperso lo que fue una roca mira nacer el hombre el alba y se estremece. No de la luz anticipada sino del último relámpago que almoneda los sueños de las cosas. Lo ha alcanzado la fuga de la muerte, la multitud de hojas detenidas en su sencilla eternidad de trémolo. Brisa animal cuando el metal se anima se oye crujir la nieve como el hierro y Bach se inclina a su cantata breve (un sedoso mastín gruñe en la puerta: se ha extinguido el candil en la recámara de Ana Magdalena). Ensimismado cruza la sala y de otra zarza ardiente oye las notas siervas de su nombre, bien sabe que el azar acecha oculto en su naturaleza con abismos, que de su mano comen las violas de la noche y que ha devuelto sólo al tiempo un dios disperso en sonidos armónicos o atroces. Cerca del frío recuerda que bebió —hasta las heces la sumisión ante el margrave, y que no olvida su cautiverio en la Corte de Weimar (la mariposa rota que entró por la ventana apenas entreabierta, cae). Fugaz, intemporal a despecho del desastre, ciego tantea con el pie la fosa al tiempo que en los riscos del aire van tejiendo redes de pesadillas las centurias. Él, que templó la voz humana, ¿por qué no extrae de la sombra su palabra? Sólo bebió el destino del espejo que agazapa los rostros de un modo involuntario Liberado del sueño tantas veces ¿cuántas otras fue presa del olvido? Con el sol se oye un órgano de escarcha: Señor, las ramas crujen al peso de la nieve. Hombre, debes morir. Es la antigua alianza. Y si tocó el molusco de la duda fue para saborear ecos y pasos de la muerte. Hoy sabe que su música ha creado un planeta gemelo de la tierra.
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