Domingo en Santa Cristina de Budapest y frutería al lado
Llueve entre los duraznos y las peras, las cáscaras brillantes bajo el río como cascos romanos en sus jabas. Llueve entre el ronquido de todas las resacas y las grúas de hierro. El sacerdote lleva el verde de Adviento y un micrófono. Ignoro su lenguaje como ignoro el siglo en que fundaron este templo. Pero sé que el Señor está en su boca: para mí las vihuelas, el más gordo becerro, la túnica más rica, las sandalias, porque estuve perdido más que un grano de arena en Punta Negra, más que el agua de lluvia entre las aguas del Danubio revuelto. Porque fui muerto y soy resucitado. Llueve entre los duraznos y las peras, frutas de estación cuyos nombres ignoro, pero sé de su gusto y su aroma, su color que cambia con los tiempos. Ignoro las costumbres y el rostro del frutero –su nombre es un cartel– pero sé que estas fiestas y la cebada res lo esperan al final del laberinto como a todas las aves cansadas de remar contra los vientos. Porque fui muerto y soy resucitado, loado sea el nombre del Señor, sea el nombre que sea bajo esta lluvia buena.
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