Herman Melville
Al final casi, navegando, entró a una calma singular y ancló en su casa y alcanzó a su esposa y bogó en la ensenada de sus manos y cada mañana cruzaba a la oficina como si fuera otra isla su trabajo. Existía el Bien: esto era su nueva ciencia su terror tuvo que alejarse totalmente para que se diera cuenta; mas fue lanzado por el viento allende el Cabo de Hornos del éxito razonable que aúlla: “Esta roca es el edén. Aquí naufraga”. Pero que lo ensordeció con truenos y lo aturdió con relámpagos: —el héroe lunático cazando, como a una joya, al raro monstruo ambiguo que mutiló su sexo, odio por odio hasta vaciarse en grito, sobreviviente imposible arrebatado al delirio— todo eso era falso y complicado; la verdad era simple. Nada espectacular el Mal, y siempre humano, comparte nuestra cama y come en nuestra mesa, y nos presenta al Bien todos los días, hasta en las estancias rodeadas de yerros; tiene un nombre (como “Billy”) y es casi perfecto aunque porta como un adorno su tartamudez: y cada vez que se topan tiene que pasar lo mismo; es el Mal el que es desvalido como un amante y busca pleito hasta encontrarlo y ambos son destruidos abiertamente ante nosotros. Pues ahora se había despertado y ya sabía que nadie se salva mientras no sea en sueños; pero había algo más que había sido trastocado por la pesadilla— incluso el castigo era humano y era una forma de amor: la quejosa tormenta había sido la presencia de su padre y había sido llevado siempre en el pecho de su padre. Que con delicadeza lo había descendido ahora para abandonarlo. Se puso de pie sobre el balcón angosto y escuchó y todas las estrellas arriba cantaron como en su infancia “Todo, todo es vanidad”, pero ya no era lo mismo; porque ahora las palabras cayeron como el sosiego de las montañas —Natanaél fue tímido por ser su amor egoísta— pero ahora gritó, transportado y vencido, “La divinidad se ha roto como un pan. Nosotros somos los pedazos.” Y se sentó en su escritorio y escribió una historia.
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