Material de Lectura

Olga Orozco



Selección y notas introductorias de Elva Macías y Myriam Moscona



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Notas introductorias

Nota introductoria, Elva Macías
La dolorosa claridad, Myriam Moscona




Nota introductoria

“...Había en varios tiempos varias casas que eran una sola casa...” En uno de esos tiempos, el 17 de marzo de 1920, nació Olga Orozco en Toay, La Pampa argentina. Su infancia, dice, siguió creciendo con ella con su carga de terrores, asombros y misterios, en una casa prodigiosa que entre médanos y cardos rusos, era llevada por el viento como la proa de un jardín sin límites y que aún ahora la recibe milagrosamente desde el fondo de cada caída. Esa casa y sus habitantes, personajes de su árbol familiar, viven todavía en algunos de sus más altos poemas; de igual manera el paisaje de La Pampa, convertido en paisaje interior, provee a sus imágenes suntuosas de arideces y resquebraduras: “donde el amor reposa su gastado ademán sobre las hierbas cenicientas”. Vida y creación, indisolublemente unidas, la hacen concebir una poesía panteísta, metafísica, con un sentido religioso nunca doctrinario. “Más que cristiana, mi poesía es gnóstica. Allí existe la idea de un Dios anterior que, de algún modo, se dispersó y se disgregó en nosotros y volverá a unirse con todos nosotros y volverá a constituirse en unidad.” Ese desprendimiento, la caída a este mundo, visto como el revés del cielo, será la gran suma de su obra, desde el libro inicial hasta la producción más reciente. A través de esa cosmovisión y con una obra sólidamente estructurada, sus poemas, a lo largo de cincuenta años, enfocan su emoción y sabiduría a temas de múltiples implicaciones, diálogos con criaturas disímbolas: con su gata muerta (Cantos a Berenice), con el Bosco o con Van Gogh; con escritores muertos o sus personajes (Las muertes); habla a los más humildes y extraños objetos, a su soledad y a su conciencia y permanentemente se dirige a Dios. Con inusitada fidelidad a sus alientos y motivos, Olga Orozco nos ofrece una obra en sorprendente ascenso cada día.


Elva Macías

 



La dolorosa claridad
Poeta mayor de nuestra tradición, Olga Orozco* es voz para minorías. Su obra escapa a una linealidad que tal vez el lector poco habituado a la poesía no logre traducir al primer intento. Desde sus poemas consignados en Desde lejos (1946) fue clara en su trayecto por la sombra: “no es que la poesía en sí misma sea oscura, sino que los sitios por los que atraviesa lo son”.

Con profundo sentimiento religioso sus temas tocan lo inescrutable: el tiempo, el destino, la ausencia, la pérdida del reino, la palabra o el amor como paraíso recobrado.

El paisaje en su poesía es universo paralelo a la emoción, constituye un mundo de equivalencias propuesto con maestría. Como en los sueños, sus poemas ofrecen en el mismo escenario imágenes simultáneas de lo real, de lo anhelado, de lo imposible. Abierta a las cosas del mundo —en lo invisible y lo concreto— su poesía se sirve de las imágenes pero también del pensamiento. Ideas que toman la forma de la cosa como puede verse en el poema “Detrás de aquella puerta”: En algún lugar del gran muro inconcluso está la puerta, aquella que no abriste/ y que arroja su sombra de guardiana implacable en el revés de todo tu destino (...). Es su manifiesta convicción de que encarnamos las posibilidades de este mundo con trazos imprevisibles y fortuitos. Las puertas que abrimos o dejamos de abrir son para ella como un destino en forma de abanico. “Si eliges una variedad, desechas otra. Las posibilidades que se abren entre las que eliges y desechas son infinitas. Desechas toda una multiplicación porque cada una se ramifica en muchas más que se cierran al no optar por ella.”

Esa puerta clausurada en nombre del azar es un ejemplo de cómo la partitura de su pensamiento elige una cosa concreta y una forma específica para expresar la idea, en este caso, lo que somos frente al libre albedrío y al destino: diálogo constante entre nuestra elección y aquello que nos fue negado.

Ubicada en la generación argentina del cuarenta, generación también conocida como neorromántica en la que figura, entre varios más, Enrique Molina; la poesía de Olga Orozco comparte con ésta las preocupaciones de su tiempo y su lugar, pero parece coincidir más con la mirada y la búsqueda de Rainer María Rilke en Las elegías del Duino o, en la tradición hispana, con la voz inconfundible de Luis Cernuda.

Sus versículos, presentes desde el primero al último libro, son la respiración alargada en la que esta poeta ha querido descubrir a Dios por transparencia. Atrás de sus palabras creemos percibirla con los brazos levantados hacia el cielo para medir la distancia del hombre fragmentado, para dejar fe de la imposible unidad a la que estamos condenados en este tránsito y que su obra alcanza a traducir en algunos instantes de dolorosa claridad.

Pese a muchas coincidencias vitales con los escritores surrealistas, por la relevancia que para ellos tiene el elemento onírico o la vida autónoma del inconsciente, es impreciso ubicarla como poeta de esa corriente. Sus poemas están cuidadosamente vigilados por un oído sensible y exigente y no parecen privilegiar la escritura automática para llegar, por ese camino, a una verdad. La suya emerge del lenguaje, y por la vía del abandono y de la gracia aspira, entre lo sagrado y lo profano, a comulgar con Dios (“Pero no soy todo, soy con todo”). Sabe que las palabras son su único vehículo y aun así se le dispersan porque son menos que un suspiro en la hierba, pero están dispuestas a “tejer y a destejer desde su propio costado el universo”. Ella, en el alba primera del olvido, principio del que parte su memoria, es como una medium que dispone todo para la comunicación con lo invisible.

La poesía, dice esta creadora de encantamientos, escapa a cualquier definición y su ámbito “se traslada cuando se le pretende fijar y el número de alcances que genera continuamente excede siempre el círculo de los posibles significados que se le atribuyen”. Sea éste el principio para vincularse con la obra de Olga Orozco, poderosa en una tradición que encontró en Argentina a Leopoldo Lugones, Jorge Luis Borges, Oliverio Girondo y, más cerca de ella, a Enrique Molina.


Myriam Moscona

 Ciudad de México, 1998







* Olga Orozco falleció el 15 de agosto de 1999, un año después de la primera edición de este Material de Lectura. (N. del E.)

 


 


De Desde lejos

La casa
La abuela

La casa

Temible y aguardada como la muerte misma
se levanta la casa.
No será necesario que llamemos con todas nuestras
    lágrimas.
Nada. Ni el sueño, ni siquiera la lámpara.

Porque día tras día
aquellos que vivieron en nosotros un llanto contenido hasta
    palidecer
han partido,
y su leve ademán ha despertado una edad sepultada,
todo el amor de las antiguas cosas a las que acaso dimos,
    sin saberlo,
la duración exacta de la vida.

Ellos nos llaman hoy desde su amante sombra,
reclinados en las altas ventanas
como en un despertar que sólo aguarda la señal convenida
para restituir cada mirada a su propio destino;
y a través de las ramas soñolientas el primer huésped
    de la memoria nos saluda:
el pájaro del amanecer que entreabre con su canto las
    lentísimas puertas
como a un arco del aire por el que penetramos a un clima
    diferente.

Ven. Vamos a recobrar ese paciente imperio de la dicha
lo mismo que a un disperso jardín que el viento recupera.
Contemplemos aún los claros aposentos,
las pálidas guirnaldas que mecieron una noche estival,
las aéreas cortinas girando todavía en el halo de la luz
    como las mariposas de la lejanía,
nuestra imagen fugaz
detenida por siempre en los espejos de implacable destierro,
las flores que murieron por sí solas para rememorar el fulgor
    inmortal de la melancolía,
y también las estatuas que despertó, sin duda a nuestro
    paso,
ese rumor tan dulce de la hierba;
y perfumes, colores y sonidos en que reconocemos un
    instante del mundo;
y allá, tan sólo el viento sedoso y envolvente
de un día sin vivir que abandonamos, dormidos sobre el aire.

Nadie pudo ver nunca la incesante morada
donde todo repite nuestros nombres más allá de la tierra.
Mas nosotros sabemos que ella existe, como nosotros
    mismos,
por el sólo deseo de volver a vivir, entre el afán del
    polvo y la tristeza,
aquello que quisimos.

Nosotros lo sabemos porque a través del resplandor
    nocturno
el porvenir se alzó como una nube del último recinto,
el oculto, el vedado,
con nuestra sombra eterna entre la sombra.

Acaso lo sabían ya nuestros corazones.

1946





La abuela

Ella mira pasar desde su lejanía las vanas estaciones,
el ademán ligero que con idénticos días se despiden
dejando sólo el eco, el rumor de otros días apagados
bajo la gran marea de su corazón.

De todos los que amaron ciertas edades suyas, ciertos
    gestos,
las mismas poblaciones con olor a leyenda,
no quedan más que nombres a los que a veces vuelven
    como a un sueño
cuando ella interroga con sus manos el apacible polvo
    de las cosas
que antaño recobrara de un larguísimo olvido.
Sí. Ese siempre tan lejos como nunca,
esa memoria apenas alcanzada, en un último esfuerzo,
por la costumbre de la piel o por la enorme sabiduría
    de la sangre.

Ella recorre aún la sombra de su vida,
el afán de otro tiempo, la imposible desdicha soportada;
y regresa otra vez,
otra vez todavía, desde el fondo de las profundas ruinas,
a su tierna paciencia, al cuerpo insostenible, a su vejez,
igual que a un aposento donde sólo resuenan las pisadas
    de los antiguos huéspedes
que aguardan, en la noche, el último llamado de la tierra
    entreabierta.

Ella nos mira ya desde la verdadera realidad de su rostro.
 
1946

 



De Las muertes

Las muertes
Olga Orozco

Las muertes


He aquí unos muertos cuyos huesos no blanqueará
    la lluvia,
lápidas donde nunca ha resonado el golpe tormentoso de
    la piel del lagarto,
inscripciones que nadie recorrerá encendiendo la luz
    de alguna lágrima;
arena sin pisadas en todas las memorias.
Son los muertos sin flores.
No nos legaron cartas, ni alianzas, ni retratos.
Ningún trofeo heroico atestigua la gloria o el oprobio.
Sus vidas se cumplieron sin honor en la tierra,
mas su destino fue fulmíneo como un tajo;
porque no conocieron ni el sueño ni la paz en los
    infames lechos vendidos por la dicha,
porque sólo acataron una ley más ardiente que la ávida  
    gota de salmuera.
Esa y no cualquier otra.
Esa y ninguna otra.
Por eso es que sus muertes son los exasperados rostros
    de nuestra vida.

 
1952

Olga Orozco


Yo, Olga Orozco, desde tu corazón digo a todos que muero.
Amé la soledad, la heroica perduración de toda fe,
el ocio donde crecen animales extraños y plantas fabulosas,
la sombra de un gran tiempo que pasó entre misterios
    y entre alucinaciones,
y también el pequeño temblor de las bujías en el anochecer.
Mi historia está en mis manos y en las manos con que otros
    las tatuaron.
De mi estadía quedan las magias y los ritos,
unas fechas gastadas por el soplo de un despiadado amor,
la humareda distante de la casa donde nunca estuvimos,
y unos gestos dispersos entre los gestos de otros que
    no me conocieron.
Lo demás aún se cumple en el olvido,
aún labra la desdicha en el rostro de aquella que se
    buscaba en mí igual que en un espejo de sonrientes
    praderas,
y a la que tú verás extrañamente ajena:
mi propia aparecida condenada a mi forma de este mundo.
Ella hubiera querido guardarme en el desdén o en el orgullo,
en un último instante fulmíneo como el rayo,
no en el túmulo incierto donde alzo todavía la voz ronca
    y llorada
entre los remolinos de tu corazón.
No. Esta muerte no tiene descanso ni grandeza.
No puedo estar mirándola por primera vez durante tanto
    tiempo.
Pero debo seguir muriendo hasta tu muerte
porque soy tu testigo ante una ley más honda y más
   oscura que los cambiantes sueños,
allá, donde escribimos la sentencia:
“Ellos han muerto ya.
Se habían elegido por castigo y perdón, por cielo
    y por infierno.
Son ahora una mancha de humedad en las paredes
    del primer aposento”.

 
1952

 



De Los juegos peligrosos


La cartomancia

La caída
Desdoblamiento en máscara de todos



La cartomancia


Oye ladrar los perros que indagan el linaje de las sombras,
óyelos desgarrar la tela del presagio.
Escucha. Alguien avanza
y las maderas crujen debajo de tus pies como si huyeras
    sin cesar y sin cesar llegaras.
Tú sellaste las puertas con tu nombre inscripto en
    las cenizas de ayer y de mañana.
Pero alguien ha llegado.
Y otros rostros te soplan el rostro en los espejos
donde ya no eres más que una bujía desgarrada,
una luna invadida debajo de las aguas por triunfos
    y combates,
por helechos.

Aquí está lo que es, lo que fue, lo que vendrá, lo que
    puede venir.
Siete respuestas tienes para siete preguntas.
Lo atestigua tu carta que es el signo del Mundo:
a tu derecha el Ángel,
a tu izquierda el Demonio.

¿Quién llama?, ¿pero quién llama desde tu nacimiento
    hasta tu muerte
con una llave rota, con un anillo que hace años fue
    enterrado?
¿Quiénes planean sobre sus propios pasos como una
    bandada de aves?
Las Estrellas alumbran el cielo del enigma.
Mas lo que quieres ver no puede ser mirado cara a cara
porque su luz es de otro reino.
Y aún no es hora. Y habrá tiempo.

Vale más descifrar el nombre de quien entra.
Su carta es la del Loco, con su paciente red de cazar
    mariposas.
Es el huésped de siempre.
Es el alucinado Emperador del mundo que te habita.
No preguntes quién es. Tú lo conoces
porque tú lo has buscado bajo todas las piedras
    y en todos los abismos
y habéis velado juntos el puro advenimiento del milagro:
un poema en que todo fuera ese todo y tú
—algo más que ese todo—.
Pero nada ha llegado.
Nada que fuera más que estos mismos estériles vocablos.
Y acaso sea tarde.

Veamos quién se sienta.
La que está envuelta en lienzos y grazna mientras hila
    deshilando tu sábana
tiene por corazón la mariposa negra.
Pero tu vida es larga y su acorde se quebrará muy lejos.
Lo leo en las arenas de la Luna donde está escrito el viaje,
donde está dibujada la casa en que te hundes como
    una estría pálida
en la noche tejida con grandes telarañas por tu Muerte
    hilandera.
Mas cuídate del agua, del amor y del fuego.

Cuídate del amor que es quien se queda.
Para hoy, para mañana, para después de mañana.
Cuídate porque brilla con un brillo de lágrimas y espadas.
Su gloria es la del Sol, tanto como sus furias y su orgullo.
Pero jamás conocerás la paz,
porque tu Fuerza es fuerza de tormentas y la Templanza
    llora de cara contra el muro.
No dormirás del lado de la dicha,
porque en todos tus pasos hay un borde de luto
    que presagia el crimen o el adiós,
y el Ahorcado me anuncia la pavorosa noche que te
    fue destinada.

¿Quieres saber quién te ama?
El que sale a mi encuentro viene desde tu propio corazón.
Brillan sobre su rostro las máscaras de arcilla y corre
    bajo su piel la palidez de todo solitario.
Vino para vivir en una sola vida un cortejo de vidas y
    de muertes.
Vino para aprender los caballos, los árboles, las piedras,
y se quedó llorando sobre cada vergüenza.
Tú levantaste el muro que lo ampara, pero fue sin querer
    la Torre que lo encierra:
una prisión de seda donde el amor hace sonar sus llaves
    de insobornable carcelero.
En tanto el Carro aguarda la señal de partir:
la aparición del día vestido de Ermitaño.
Pero no es tiempo aún de convertir la sangre en piedra
    de memoria.
Aún estáis tendidos en la constelación de los Amantes,
ese río de fuego que pasa devorando la cintura del
    tiempo que os devora,
y me atrevo a decir que ambos pertenecéis a una raza de
    náufragos que se hunden sin salvación y sin consuelo.

Cúbrete ahora con la coraza del poder o del perdón,
    como si no temieras,
porque voy a mostrarte quién te odia.
¿No escuchas ya batir su corazón como un ala sombría?
¿No la miras conmigo llegar con un puñal de escarcha
    a tu costado?
Ella, la Emperatriz de tus moradas rotas,
la que funde tu imagen en la cera para los sacrificios,
la que sepulta la torcaza en tinieblas para entenebrecer
    el aire de tu casa,
la que traba tus pasos con ramas de árbol muerto, con
    uñas en menguante, con palabras.
No fue siempre la misma, pero quienquiera que sea es ella
    misma, pues su poder no es otro que el ser otra que tú.
Tal es su sortilegio.
Y aunque el Cubiletero haga rodar los dados sobre la
    mesa del destino,
y tu enemiga anude por tres veces tu nombre en el
    cáñamo adverso,
hay por lo menos cinco que sabemos que la partida es vana,
que su triunfo no es triunfo
sino tan sólo un cetro de infortunio que le confiere el
    Rey deshabitado,
un osario de sueños donde vaga el fantasma del amor
    que no muere.

Vas a quedarte a oscuras, vas a quedarte a solas.
Vas a quedarte en la intemperie de tu pecho para que
    hiera quien te mata.
No invoques la Justicia. En su trono desierto se asiló
    la serpiente.
No trates de encontrar tu talismán de huesos de pescado,
porque es mucha la noche y muchos tus verdugos.
Su púrpura ha enturbiado tus umbrales desde el amanecer
y han marcado en tu puerta los tres signos aciagos
con espadas, con oros y con bastos.
Dentro de un círculo de espadas te encerró la crueldad.
Con dos discos de oro te aniquiló el engaño de párpados
    de escamas.
La violencia trazó con su vara de bastos un relámpago azul
    en tu garganta.
Y entre todos tendieron para ti la estera de las ascuas.

He aquí que los Reyes han llegado.
Vienen para cumplir la profecía.
Vienen para habitar las tres sombras de muerte que
    escoltarán tu muerte
hasta que cese de girar la Rueda del Destino.

 
1962




La caída


Estatua del azul, deshabitada,
bella estatua de sal,
desconocida fatalidad a donde voy con los ojos abiertos
    y la memoria a ciegas:
¿eres tú quien me llama con una gran nostalgia, fuerte
    como el amor?
¿eres tú quien me aspira de pronto hacia la ronca garganta
    de los siglos?
¿eres acaso tú, incesante comienzo de mi culpa?
(¡Oh alma!, ¿a dónde vas?,
¿a dónde vas con las tinieblas y la luz como dos alas
    abiertas para el vuelo?)
Estatua del azul: yo no puedo volver.
Me exilaste de ti para que consumiera tu lado tenebroso.
Y aún tengo las dos caras con que rodé hasta aquí, igual
    que una moneda;
y la piedra que anudaste a mi cuello para que fuese dura
    la caída;
y la sombra que arrastro
—esta mancha de escarnio que pregona tu condena
    en el mundo—.
(¡Oh sangre! ¿a dónde vas?
¿a dónde vas como el doble de Dios y con la espada
    hundida en tu costado?)
Bella estatua de sal: tú no puedes llegar.
Te desterraste en mí para escarbarme con uñas y con
    dientes,
para cavar debajo de mi corazón esta tumba del cielo
donde caes y caes expiación hacia abajo y plegaria
    hacia adentro.
Reconoce la herida: mírala en todas partes.
Es la desgarradura con que habitas en todo cuanto miro,
el paraíso roto,
la señal del exilio que te lleva a partir y a volver a
    nacer en este mismo oficio de tinieblas,
la morada de paso para el crimen,
el pecado de muerte que te convierte en juez, en mártir
    y en verdugo
hasta que se desprenda en negro polvo la mascarilla última,
ésa que te recubre con la cara del hombre.

¡Oh Dios, mitad de Dios cautiva de Dios mismo!
¿Quién llamacuando llamo? ¿Quién? ¿Quién pide
    socorro desde todas partes?
Hay aquí una escalera,
una sola escalera sin tinieblas para el día tercero.

 
1962




Desdoblamiento en máscara de todos


Lejos,
de corazón en corazón,
más allá de la copa de niebla que me aspira desde el
    fondo del vértigo,
siento el redoble con que me convocan a la tierra de nadie.
(¿Quién se levanta en mí?
¿Quién se alza del sitial de su agonía, de su estera de
    zarzas,
y camina con la memoria de mi pie?)
Dejo mi cuerpo a solas igual que una armadura de
    intemperie hacia adentro
y depongo mi nombre como un arma que solamente hiere.
(¿Dónde salgo a mi encuentro
con el arrobamiento de la luna contra el cristal de todos
    los albergues?)
Abro con otras manos la entrada del sendero que no sé
    a dónde da
y avanzo con la noche de los desconocidos.
(¿Dónde llevaba el día mi señal,
pálida en su aislamiento,
la huella de una insignia que mi pobre victoria arrebataba
    al tiempo?)
Miro desde otros ojos esta pared de brumas
en donde cada uno ha marcado con sangre el jeroglífico
    de su soledad,
y suelta sus amarras y se va en un adiós de velero
    fantasma hacia el naufragio.
(¿No había en otra parte, lejos, en otro tiempo,
una tierra extranjera,
una raza de todos menos uno, que se llamó la raza de
    los otros,
un lenguaje de ciegos que ascendía en zumbidos y en
    burbujas hasta la sorda noche?)
Desde adentro de todos no hay más que una morada
    bajo un friso de máscaras;
desde adentro de todos hay una sola efigie que fue
    inscripta en el revés del alma;
desde adentro de todos cada historia sucede en todas
    partes:
no hay muerte que no mate,
no hay nacimiento ajeno ni amor deshabitado.
(¿No éramos el rehén de una caída,
una lluvia de piedras desprendidas del cielo,
un reguero de insectos tratando de cruzar la hoguera
    del castigo?)
Cualquier hombre es la versión en sombras de un Gran Rey
    herido en su costado.

Despierto en cada sueño con el sueño con que
    Alguien sueña el mundo.
Es víspera de Dios.
Está uniendo en nosotros sus pedazos.

 
1962


De Museo salvaje
 
El sello personal


Éstos son mis dos pies, mi error de nacimiento,
mi condena visible a volver a caer una vez más bajo
    las implacables ruedas del zodíaco,
si no logran volar.
No son bases del templo ni piedras del hogar.
Apenas si dos pies, anfibios, enigmáticos,
remotos como dos serafines mutilados por la
    desgarradura del camino.
Son mi pies para el paso,
paso a paso sobre todos los muertos,
remontando la muerte con punta y con talón,
cautivos en la jaula de esta noche que debo atravesar
    y corre junto a mí.
Pies sobre brasas, pies sobre cuchillos,
marcados por el hierro de los diez mandamientos:
dos mártires anónimos tenaces en partir,
dispuestos a golpear en las cerradas puertas del planeta
y a dejar su señal de polvo y obediencia como una
    huella más,
apenas descifrable entre los remolinos que barren
    el umbral.
Pies dueños de la tierra,
pies de horizonte que huye,
pulidos como joyas al aliento del sol y al roce del
    guijarro:
dos pródigos radiantes royendo mi porvenir en los
    huesos del presente,
dispersando al pasar los rastros de ese reino prometido
que cambia de lugar y se escurre debajo de la hierba
    a medida que avanzo.
¡Qué instrumentos inaptos para salir y para entrar!
Y ninguna evidencia, ningún sello de predestinación
    bajo mis pies,
después de tantos viajes a la misma frontera.
Nada más que este abismo entre los dos,
esta ausencia inminente que me arrebata siempre hacia
    adelante,
y este soplo de encuentro y desencuentro sobre cada
    pisada.
¡Condición prodigiosa y miserable!
He caído en la trampa de estos pies
como un rehén del cielo o del infierno que se interroga
    en vano por su especie,
que no entiende sus huesos ni su piel,
ni esta perseverancia de coleóptero solo,
ni este tam-tam con que se le convoca a un eterno
    retorno.
¿Y a dónde va este ser inmenso, legendario, increíble,
que despliega su vivo laberinto como una pesadilla,
aquí, todavía de pie,
sobre dos fugitivos delirios de la espuma, debajo del
    diluvio?

 
1974


De Cantos a Berenice
 

II
III
V



II


No estabas en mi umbral
ni yo salí a buscarte para colmar los huecos que fragua
    la nostalgia
y que presagian niños o animales hechos con la sustancia
    de la frustración.
Viniste paso a paso por los aires,
pequeña equilibrista en el tablón flotante sobre un foso
    de lobos
enmascarado por los andrajos radiantes de febrero.
Venías condensándote desde la encandilada transparencia,
probándote otros cuerpos como fantasmas al revés,
como anticipaciones de tu eléctrica envoltura
—el erizo de niebla,
el globo de lustrosos vilanos encendidos,
la piedra imán que absorbe su fatal alimento,
la ráfaga emplumada que gira y se detiene alrededor
    de un ascua,
en torno de un temblor—.
Y ya habías aparecido en este mundo,
intacta en tu negrura inmaculada desde la cara hasta la cola,
más prodigiosa aún que el gato de Cheshire,
con tu porción de vida como una perla roja brillando
    entre los dientes.



 


III


Quiero pensar que no eras la cría repudiada,
hija de gato errante y de gata cautiva
—la pareja precaria, victoriosa en la ley de un solo
    acoplamiento
y sumisa al decreto de algún Malthus tardío que impera
    en el desván—.
Puedo creer que no eras trofeo ni residuo
arrojado al azar desde lo alto de la roca,
ni yo la tejedora que detiene con redes milagrosas el
    vuelo o la caída.
Algo más que piedad, que providencia y desatino
erigió nuestra carpa invulnerable entre las carcomidas
    fundaciones.
Algo que comenzamos a saber entre un plato de leche
y huesos, sólo huesos de desapariciones, tan duros de roer.



 


V


Tú reinaste en Bubastis
con los pies en la tierra, como el Nilo,
y una constelación por cabellera en tu doble del cielo.
Eras hija del Sol y combatías al malhechor nocturno
—fango, traición o topo, roedores del muro del hogar,
    del lecho del amor—,
multiplicándote desde las enjoyadas dinastías de piedra
hasta las cenicientas especies de cocina,
desde el halo del templo, hasta el vapor de las marmitas.
Esfinge solitaria o sibila doméstica,
eras la diosa lar y alojabas un dios, como una pulga
    insomne,
en cada pliegue, en cada matorral de tu inefable anatomía.
Aprendiste por las orejas de Isis o de Osiris
que tus nombres eran Bastet y Bast y aquel otro que sabes
(¿o es que acaso una gata no ha de tener tres nombres?);
pero cuando las furias mordían tu corazón como
    un panal de plagas
te inflabas hasta alcanzar la estirpe de los leones
y entonces te llamabas Sekhet, la vengadora.
Pero también, también los dioses mueren para ser
    inmortales
y volver a encender, en un día cualquiera, el polvo y
    los escombros.
Rodó tu cascabel, su música amordazada por el viento.
Se dispersó tu bolsa en las innumerables bocas de la arena.
Y tu escudo fue un ídolo confuso para la lagartija y el
    ciempiés.
Te arroparon los siglos en tu necrópolis baldía
—la ciudad envuelta en vendas que anda en las pesadillas
    infantiles—,
y porque cada cuerpo es tan sólo una parte del inmenso
    sarcófago de un dios,
eras apenas tú y eras legión sentada en el suspenso,
simplemente sentada,
con tu aspecto de estar siempre sentada vigilando el
    umbral.

 
1977


De Mutaciones de la realidad


La realidad y el deseo

A Luis Cernuda


La realidad, sí, la realidad,
ese relámpago de lo invisible
que revela en nosotros la soledad de Dios.

Es este cielo que huye.
Es este territorio engalanado por las burbujas de la muerte.
Es esta larga mesa a la deriva
donde los comensales persisten ataviados por el prestigio
    de no estar.
A cada cual su copa
para medir el vino que se acaba donde empieza la sed.
A cada cual su plato
para encerrar el hambre que se extingue sin saciarse jamás.
Y cada dos la división del pan:
el milagro al revés, la comunión tan sólo en lo imposible.
Y en medio del amor,
entre uno y otro cuerpo la caída,
algo que se asemeja al latido sombrío de unas alas
    que vuelven desde la eternidad,
al pulso del adiós debajo de la tierra.

La realidad, sí, la realidad:
un sello de clausura sobre todas las puertas del deseo.

 

1979


De La noche a la deriva

Detrás de aquella puerta
Botines con lazos, de Vincent Van Gogh



Detrás de aquella puerta

En algún lugar del gran muro inconcluso está la puerta,
aquella que no abriste
y que arroja su sombra de guardiana implacable en el
    revés de todo tu destino
Es tan sólo una puerta clausurada en nombre del azar,
pero tiene el color de la inclemencia
y semeja una lápida donde se inscribe a cada paso
    lo imposible.
Acaso ahora cruja con una melodía incomparable contra
    el oído de tu ayer,
acaso resplandezca como un ídolo de oro bruñido por
    las cenizas del adiós,
acaso cada noche esté a punto de abrirse en la pared final
    del mismo sueño
y midas su poder contra tus ligaduras como un desdichado
    Ulises.
Es tan sólo un engaño,
una fabulación del viento entre los intersticios de una
    historia baldía,
refracciones falaces que surgen del olvido cuando
    lo roza la nostalgia.
Esa puerta no se abre hacia ningún retorno;
no guarda ningún molde intacto bajo el pálido rayo
    de la ausencia.
No regreses entonces como quien al final de un viaje
    erróneo
—cada etapa un espejo equivocado que te sustrajo el
    mundo—
descubriera el lugar donde perdió la llave y trocó por un
    nombre confuso la consigna.
¿Acaso cada paso que diste no cambió, como en un ajedrez,
la relación secreta de las piezas que trazaron el mapa
    de toda la partida?
No te acerques entonces con tu ofrenda de tierras
    arrasadas,
con tu cofre de brasas convertidas en piedras de expiación;
no transformes tus otros precarios paraísos en páramos
    y exilios,
porque también, también serán un día el muro y la
    añoranza.
Esa puerta es sentencia de plomo; no es pregunta.
Si consigues pasar,
encontrarás detrás, una tras otra, las puertas que elegiste.
 

1984





Botines con lazos, de Vincent Van Gogh


¿Son dos extraños fósiles,
emisarios sombríos de una fauna sepultada en un bosque
    de carbón,
que vienen a reclamar un óbolo de luz para sus muertos?
¿Son ídolos de piedra,
cascotes desprendidos del obraje de los más tristes sueños?
¿O son moldes de hierro
para fraguar los pasos a imagen del martirio y a semejanza
    de la penitencia?

Son tus viejos botines, infortunado Vincent,
hechos a la medida de un abismo interior, como
    las ortopedias del exilio;
dos lonjas de tormento curtidas por el betún de la pobreza,
embalsamadas por lloviznas agrias,
con unos lazos sueltos que solamente trenzan el desamparo
    con la soledad,
pero con duros contrafuertes para que sea exiguo
    el juego del destino
para que te acorrale contra el muro la ronda de los cuervos.

Pero son tus botines, perfectos en su género de asilo,
modelos para atar a cada ráfaga de alucinada travesía,
fieles como tu silla, tus ojos y tu Biblia.
Aferrados a ti como zarpas fatales desde las plantas
    hasta los tobillos,
desde Groot Zundert hasta la posada del infierno final,
es inútil que quieran sepultar tus raíces en una casa
    hundida en el rescoldo,
en el barro bruñido, el brillo de las velas y el íntimo
    calor de las patatas,
porque una y otra vez tropiezan con el filo de la mutilación,
porque una y otra vez los aspira hacia arriba la tromba
    que no entienden:
tu fuga de evadido como un vértigo azul, como un cráter
    de fuego.

Botines de trinchera, inermes en la batalla del vendaval
    y el alma:
han girado contigo en todas las vorágines del cielo
y han caído en la trampa de tu hoguera oculta bajo el
    incendio de los campos,
sin encontrar jamás una salida,
por más que pisoteen esas flores fanáticas que zumban
    como abejorros amarillos,
esos soles furiosos que atruenan contra tu oreja,
    tan distante,
perdida como un pálido rehén entre los torbellinos de
    otro mundo.

Botines de tribunal, a tientas en la noche del patíbulo,
sin otro resplandor que unos pobres destellos arrancados
    al pedernal de la locura,
entre los que hay un pájaro abatido en medio de su vuelo:
el extraño, remoto anuncio blanco de una negra sentencia.
Resuenan dando tumbos de ataúd al subir la escalera,
vacilan junto al lecho donde se precipitan vidrios
    de increíbles visiones,
trizado por una bala el árido universo,
y dejan caer a lentas sacudidas el balance de polvo
    tormentoso adherido a sus suelas.

Ahora husmean la manta de hiedra que recubre tu sueño
    junto a Theo,
allá, en el irreversible Auvers-sur-Oise,
y escarban otra tumba entre los andamiajes de la inmensa
    tiniebla.
Son botines de adiós, de siempre y nunca, de hambriento
    funeral:
se buscan en la memoria de tu muerte.

 

1984


De En el revés del cielo
 

En el final era el verbo


Como si fueran sombras de sombras que se alejan las
    palabras,
humaredas errantes exhaladas por la boca del viento,
así se me dispersan, se me pierden de vista contra las
    puertas del silencio.
Son menos que las últimas borras de un color, que un
    suspiro en la hierba;
fantasmas que ni siquiera se asemejan al reflejo que
    fueron.
Entonces ¿no habrá nada que se mantenga en su lugar,
nada que se confunda con su nombre desde la piel
    hasta los huesos?
Y yo que me cobijaba en las palabras como en los
    pliegues de la revelación
o que fundaba mundos de visiones sin fondo para
    sustituir los jardines del edén
sobre las piedras del vocablo.
¿Y no he intentado acaso pronunciar hacia atrás todos
    los alfabetos de la muerte?
¿No era ese tu triunfo en las tinieblas, poesía?
Cada palabra a imagen de otra luz, a semejanza de
    otro abismo,
cada una con su cortejo de constelaciones, con su nido
    de víboras,
pero dispuesta a tejer y a destejer desde su propio
    costado el universo
y a prescindir de mí hasta el último nudo.

Extensiones sin límites plegadas bajo el signo de un ala,
urdimbres como andrajos para dejar pasar el soplo
    alucinante de los dioses,
reversos donde el misterio se desnuda,
donde arroja uno a uno los sucesivos velos, los sucesivos
    nombres,
sin alcanzar jamás el corazón cerrado de la rosa.
Yo velaba incrustada en el ardiente hielo, en la hoguera
    escarchada,
traduciendo relámpagos, desenhebrando dinastías
    de voces,
bajo un código tan indescifrable como el de las estrellas
    o el de las hormigas.
Miraba las palabras al trasluz.
Veía desfilar sus oscuras progenies hasta el final del
    verbo.
Quería descubrir a Dios por transparencia.

 

1987

 



De Con esta boca, en este mundo
 

Con esta boca, en este mundo
La mala suerte



Con esta boca, en este mundo


No te pronunciaré jamás, verbo sagrado,
aunque me tina las encías de color azul,
aunque ponga debajo de mi lengua una pepita de oro,
aunque derrame sobre mi corazón un caldero de estrellas
y pase por mi frente la corriente secreta de los grandes ríos.

Tal vez hayas huido hacia el costado de la noche del alma,
ese al que no es posible llegar desde ninguna lámpara,
y no hay sombra que guíe mi vuelo en el umbral,
ni memoria que venga de otro cielo para encarnar en
    esta dura nieve
donde sólo se inscribe el roce de la rama y el quejido
    del viento.

Y ni un solo temblor que haga sobresaltar las mudas
    piedras.
Hemos hablado demasiado del silencio,
lo hemos condecorado lo mismo que a un vigía en el
    arco final,
como si en él yaciera el esplendor después de la caída,
el triunfo del vocablo, con la lengua cortada.

¡Ah, no se trata de la canción, tampoco del sollozo!
He dicho ya lo amado y lo perdido,
trabé con cada sílaba los bienes y los males que más
    temí perder.
A lo largo del corredor suena, resuena la tenaz melodía,
retumban, se propagan como el trueno
unas pocas monedas caídas de visiones o arrebatadas
    a la oscuridad.
Nuestro largo combate fue también un combate a muerte
    con la muerte, poesía.
Hemos ganado. Hemos perdido,
porque ¿cómo nombrar con esta boca,
cómo nombrar en este mundo con esta sola boca
    en este mundo con esta sola boca?
 

1994

 


La mala suerte


Alguien marcó en mis manos,
tal vez hasta en la sombra de mis manos,
el signo avieso de los elegidos por los sicarios de la
    desventura.
Su tienda es mi morada.
Envuelta estoy en la sombría lona de unas alas que caen
    y que caen
llevando la distancia dondequiera que vaya,
sin acertar jamás con ningún paraíso a la medida de
    mis tentaciones,
con ningún episodio que se asemeje a mi aventura.
Nada. Antros donde no cabe ni siquiera el perfume de
    la perduración,
encierros atestados de mariposas negras, de cuervos y
    de anguilas,
agujeros por los que se evapora la luz del universo.
Faltan siempre peldaños para llegar y siempre sobran
    emboscadas y ausencias.
No, no es un guante de seda este destino.
No se adapta al relieve de mis huesos ni a la
    temperatura de mi piel,
y nada valen trampas ni exorcismos,
ni las maquinaciones del azar ni las jugadas del empeño.
No hay apuesta posible para mí.
Mi lugar está enfrente del sol que se desvía o de la isla
    que se aleja.
¿No huye acaso el piso con mis precarios bienes?
¿No se transforma en lobo cualquier puerta?
¿No vuelan en bandadas azules mis amigos y se trueca
    en carbón el oro que yo toco?
¿Qué más puedo esperar que estos prodigios?
Cuando arrojo mis redes no recojo más que vasijas rotas,
perros muertos, asombrosos desechos,
igual que el pobrecito pescador al comenzar la noche
    fantástica del cuento.
Pero no hay desenlace con aplausos y palmas para mí.
¿No era heroico perder? ¿No era intenso el peligro? ¿No era
    bella la arena?
Entre mi amado y yo siempre hubo una espada;
justo en medio de la pasión el filo helado, el fulgor
    venenoso
que anunciaba traiciones y alumbraba la herida en el final
    de la novela.
Arena, sólo arena, en el fondo de todos los ojos que
    me vieron.
¿Y ahora con qué lágrimas sazonaré mi sal,
con qué fuego de fiebres consteladas encenderé mi vino?
Si el bien perdido es lo ganado, mis posesiones son
    incalculables.
Pero cada posible desdicha es como un vértigo,
una provocación que la insaciable realidad acepta,
    más tarde o más temprano.
Más tarde o más temprano,
estoy aquí para que mi temor se cumpla.

 

1994

 



De Eclipses y fulgores
 

Un relámpago, apenas
Himno de alabanza



Un relámpago, apenas

Frente al espejo, yo, la inevitable:
nada que agradecer en los últimos años,
nada, ni siquiera la paz con las señales de los
    renunciamientos,
con su color inmóvil.
Esta piel no registra tampoco el esplendor del paso
    de los ángeles,
sino sólo aridez, o apenas la escritura desolada
    del tiempo.
Esta boca no canta.
Ancha boca sellada por el último beso, por el último adiós,
es una larga estría en un mármol de invierno.
Pero ninguna marca delata los abismos
—ah intolerables vértigos, pesadillas como un túnel sin fin—
bajo el sedoso engaño de la frente que apenas si dibuja
    unas alas en vuelo.
¿Y qué pretenden ver estos ojos que indagan la distancia
hasta donde comienza la región de las brumas,
ciudades congeladas, catedrales de sal y el oro viejo
    del sol decapitado?
Estos ojos que vienen de muy lejos saben ver más allá,
hasta donde se quiebran las últimas astillas del reflejo.
Entonces apareces, envuelto por el vaho de la más
    lejanísima frontera,
y te buscas en mí que casi ya no estoy, o apenas si soy yo,
entera todavía,
y los dos resurgimos como desde un Jordán guardado
    en la memoria.
Los mismos otra vez, otra vez en cualquier lugar del
    mundo,
a pesar de la noche acumulada en todos los rincones,
    los sollozos y el viento.
Pero no; ya no estamos. Fue un temblor, un relámpago,
    un suspiro,
el tiempo del milagro y la caída.
Se destempló el azogue, se agitaron las aguas y
    te arrastró el oleaje
más allá de la última frontera, hasta detrás del vidrio.
Imposible pasar.
Aquí, frente al espejo, yo, la inevitable:
una imagen en sombras y toda la soledad multiplicada.



 


Himno de alabanza


¿Y por qué no he de cantar también yo un himno de    
    alabanza,
aunque casi todos los que amé sean ahora igual que
    la hojarasca
que se arremolina alrededor del viento
y no puedan jactarse ni siquiera de poder arrojar
    su propia sombra?
Por todo lo perdido, ¿acaso contrariaste mi voluntad
    de dicha
o volví del revés los pasos que me habías señalado?
Si celebré con llanto mis bodas con la noche,
    ¿fue por seguir mi vocación de abismo
o porque me cubriste con sábanas de tinieblas cada día?
Para nadie la culpa ni para mí el castigo.
Fue solamente porque cayó una estrella
o porque se precipitaron bajo la luna errónea las mareas.

Es la misma señal, el mismo asombro conque sigo
    cayendo en la espesura,
aquí, desde tu mano.
¿Y no he de cantar por eso un himno de alabanza?
Te agradezco estos ojos que se agrandan para ver
    tu escritura secreta en cada piedra;
esta boca con el sabor de “siempre”, “tal vez” y
    “nunca más”;
las manos y la piel donde arrojan su aliento los
    emisarios de territorios invisibles;
el perfume de la estación que pasa, su ráfaga hechicera
    ceñida a mi garganta,
y el reclamo insistente del sonido que atruena con el
    cuerno para las cacerías.
¡Ah sentidos, mis guardianes insomnes,
refugios instantáneos en un mundo improbable
    y sin fondo,
como yo!
Desde lo más profundo de mi estupor
    y mi deslumbramiento yo te celebro,
cuerpo, suntuoso comensal en esta mesa de dones
    fugitivos,
a ti, protagonista de paso en esta historia del amor
    que no muere,
intermediario heroico en todas las batallas de la tierra
    y el cielo,
tú, mi costado de inevitable realidad,
delator de intemperies y fronteras, siempre bajo un puñal,
entre el relámpago de la tentación y el tajo de la herida.
Y a pesar de tu corazón irascible, yo te bendigo, mar,
    bestia obstinada:
en tu acechanza y en tu letanía pasa el relato del diluvio
    y mi risa infantil,
junto con ese cielo conque sueñas en cada una de tus olas,
en cada balanceo, como yo en el vaivén de mi
    respiración.
Guárdame en tu memoria como a un guijarro más,
como a un hueso perdido y a estos nombres escritos
    en la arena,
para velar contigo hasta el último día en el insomnio
    de la inmensidad.
Gracias te doy, hormiga, modelo de mis viajes
    en las exploraciones imposibles,
y a la torcaza, por la incesante queja que acompañó
    mis lágrimas y duelos;
agradezco a la hierba la tierna protección para mis
    pies furtivos,
y a ti, brizna en el viento, por todo el imprevisible
    porvenir;
bendita seas, sombra generosa, sumisa a tanto error
    y a tantas sombras,
y también tú, mi silla, guardiana infatigable frente
    a la espera y a la lejanía.
Yo te celebro, ráfaga, lluvia, enredadera,
murmullo enamorado del silencio que habita
    entre las piedras.
¿O no puedo cantar, amor, la noche de tu ausencia
    y el filo de tu espada?
¿Quién no lleva en la punta de su arpón una ballena
    blanca?
 

1998

 


Allá lejos, ¿para qué?
(inédito)

La carne es triste, ¡ay!
y he leído todos los libros
¡Huir! ¡Allá lejos, huir!
Mallarmé

Ni mi carne fue triste, ni tampoco leí todos los libros.
Sé que es triste la carne que interroga tan sólo por
    ausencia,
porque toda respuesta de otro cuerpo la sume en el error
    y el desencuentro,
y la devuelve oscura, vacía, desolada, a su playa desierta.
Pero cuando dos cuerpos elegidos para el amor se
    buscan y se encuentran,
cada cuerpo es entonces una respuesta exacta para cada
    pregunta del deseo.
Y la carne vertiginosa asciende por el revés de la caída.
Y es delirio de fuego y alabanza, un aluvión de soles,
hasta precipitarse en el suspenso donde vuelan juntas
    las dos almas,
y hay un solo aleteo enamorado, contra las puertas de
    la eternidad.
No, ninguna tristeza tiene la bendición de un prodigioso
    encuentro
que nos lleve más lejos que todas las victorias sobre
    los límites del mundo.
Y tampoco leí todos los libros.
Pero abrí muchos libros como puertas que daban a
    circulares laberintos de puertas.
¿No cambia cada página el eco de otras páginas y lo envía
    más lejos, y es el mismo y es otro cuando vuelve?
Eso es lo que hace el mar con cada ola, el viento con
    el olvido y los recuerdos.

Asombrosa tarea la de este desmesurado, ilegible
    universo.
Nunca sentí el hastío del jardín atrapado en su estación
    sombría,
ni el del ciego papel que me interroga en vano.
No pasó por mi casa la costumbre por su alevosa ráfaga,
    congelando los años;
ni me arrojó a la cara su enrarecido aliento de animal
    enjaulado.
Solamente el milagro, amargo, deslumbrante o tormentoso,
    no la hierba oxidada, creció bajo mis pies.
¿De quién huir y a dónde y para qué?
Dondequiera que vaya soy yo misma pegada a mi
    aventura,
a mi ansioso destino tan ajeno a quedarme o a partir
con mi bolsa de fábulas y el indeciso mapa de lo desconocido.
Allá lejos estoy tan cerca de las revelaciones y
    las dichas como aquí, como ahora,
donde no logro descifrar jamás el confuso alfabeto
    de este mundo.