Olga Orozco Selección y notas introductorias de Elva Macías y Myriam Moscona VERSIÓN PDF |
Notas introductorias
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Nota introductoria, Elva Macías La dolorosa claridad, Myriam Moscona Nota introductoria |
“...Había en varios tiempos varias casas que eran una sola casa...” En uno de esos tiempos, el 17 de marzo de 1920, nació Olga Orozco en Toay, La Pampa argentina. Su infancia, dice, siguió creciendo con ella con su carga de terrores, asombros y misterios, en una casa prodigiosa que entre médanos y cardos rusos, era llevada por el viento como la proa de un jardín sin límites y que aún ahora la recibe milagrosamente desde el fondo de cada caída. Esa casa y sus habitantes, personajes de su árbol familiar, viven todavía en algunos de sus más altos poemas; de igual manera el paisaje de La Pampa, convertido en paisaje interior, provee a sus imágenes suntuosas de arideces y resquebraduras: “donde el amor reposa su gastado ademán sobre las hierbas cenicientas”. Vida y creación, indisolublemente unidas, la hacen concebir una poesía panteísta, metafísica, con un sentido religioso nunca doctrinario. “Más que cristiana, mi poesía es gnóstica. Allí existe la idea de un Dios anterior que, de algún modo, se dispersó y se disgregó en nosotros y volverá a unirse con todos nosotros y volverá a constituirse en unidad.” Ese desprendimiento, la caída a este mundo, visto como el revés del cielo, será la gran suma de su obra, desde el libro inicial hasta la producción más reciente. A través de esa cosmovisión y con una obra sólidamente estructurada, sus poemas, a lo largo de cincuenta años, enfocan su emoción y sabiduría a temas de múltiples implicaciones, diálogos con criaturas disímbolas: con su gata muerta (Cantos a Berenice), con el Bosco o con Van Gogh; con escritores muertos o sus personajes (Las muertes); habla a los más humildes y extraños objetos, a su soledad y a su conciencia y permanentemente se dirige a Dios. Con inusitada fidelidad a sus alientos y motivos, Olga Orozco nos ofrece una obra en sorprendente ascenso cada día. |
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Poeta mayor de nuestra tradición, Olga Orozco* es voz para minorías. Su obra escapa a una linealidad que tal vez el lector poco habituado a la poesía no logre traducir al primer intento. Desde sus poemas consignados en Desde lejos (1946) fue clara en su trayecto por la sombra: “no es que la poesía en sí misma sea oscura, sino que los sitios por los que atraviesa lo son”.
Con profundo sentimiento religioso sus temas tocan lo inescrutable: el tiempo, el destino, la ausencia, la pérdida del reino, la palabra o el amor como paraíso recobrado. El paisaje en su poesía es universo paralelo a la emoción, constituye un mundo de equivalencias propuesto con maestría. Como en los sueños, sus poemas ofrecen en el mismo escenario imágenes simultáneas de lo real, de lo anhelado, de lo imposible. Abierta a las cosas del mundo —en lo invisible y lo concreto— su poesía se sirve de las imágenes pero también del pensamiento. Ideas que toman la forma de la cosa como puede verse en el poema “Detrás de aquella puerta”: En algún lugar del gran muro inconcluso está la puerta, aquella que no abriste/ y que arroja su sombra de guardiana implacable en el revés de todo tu destino (...). Es su manifiesta convicción de que encarnamos las posibilidades de este mundo con trazos imprevisibles y fortuitos. Las puertas que abrimos o dejamos de abrir son para ella como un destino en forma de abanico. “Si eliges una variedad, desechas otra. Las posibilidades que se abren entre las que eliges y desechas son infinitas. Desechas toda una multiplicación porque cada una se ramifica en muchas más que se cierran al no optar por ella.” Esa puerta clausurada en nombre del azar es un ejemplo de cómo la partitura de su pensamiento elige una cosa concreta y una forma específica para expresar la idea, en este caso, lo que somos frente al libre albedrío y al destino: diálogo constante entre nuestra elección y aquello que nos fue negado. Ubicada en la generación argentina del cuarenta, generación también conocida como neorromántica en la que figura, entre varios más, Enrique Molina; la poesía de Olga Orozco comparte con ésta las preocupaciones de su tiempo y su lugar, pero parece coincidir más con la mirada y la búsqueda de Rainer María Rilke en Las elegías del Duino o, en la tradición hispana, con la voz inconfundible de Luis Cernuda. Sus versículos, presentes desde el primero al último libro, son la respiración alargada en la que esta poeta ha querido descubrir a Dios por transparencia. Atrás de sus palabras creemos percibirla con los brazos levantados hacia el cielo para medir la distancia del hombre fragmentado, para dejar fe de la imposible unidad a la que estamos condenados en este tránsito y que su obra alcanza a traducir en algunos instantes de dolorosa claridad. Pese a muchas coincidencias vitales con los escritores surrealistas, por la relevancia que para ellos tiene el elemento onírico o la vida autónoma del inconsciente, es impreciso ubicarla como poeta de esa corriente. Sus poemas están cuidadosamente vigilados por un oído sensible y exigente y no parecen privilegiar la escritura automática para llegar, por ese camino, a una verdad. La suya emerge del lenguaje, y por la vía del abandono y de la gracia aspira, entre lo sagrado y lo profano, a comulgar con Dios (“Pero no soy todo, soy con todo”). Sabe que las palabras son su único vehículo y aun así se le dispersan porque son menos que un suspiro en la hierba, pero están dispuestas a “tejer y a destejer desde su propio costado el universo”. Ella, en el alba primera del olvido, principio del que parte su memoria, es como una medium que dispone todo para la comunicación con lo invisible. La poesía, dice esta creadora de encantamientos, escapa a cualquier definición y su ámbito “se traslada cuando se le pretende fijar y el número de alcances que genera continuamente excede siempre el círculo de los posibles significados que se le atribuyen”. Sea éste el principio para vincularse con la obra de Olga Orozco, poderosa en una tradición que encontró en Argentina a Leopoldo Lugones, Jorge Luis Borges, Oliverio Girondo y, más cerca de ella, a Enrique Molina. |
Ciudad de México, 1998 |
De Desde lejos
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La casa La abuela |
La casa |
Temible y aguardada como la muerte misma se levanta la casa. No será necesario que llamemos con todas nuestras lágrimas. Nada. Ni el sueño, ni siquiera la lámpara. Porque día tras día aquellos que vivieron en nosotros un llanto contenido hasta palidecer han partido, y su leve ademán ha despertado una edad sepultada, todo el amor de las antiguas cosas a las que acaso dimos, sin saberlo, la duración exacta de la vida. Ellos nos llaman hoy desde su amante sombra, reclinados en las altas ventanas como en un despertar que sólo aguarda la señal convenida para restituir cada mirada a su propio destino; y a través de las ramas soñolientas el primer huésped de la memoria nos saluda: el pájaro del amanecer que entreabre con su canto las lentísimas puertas como a un arco del aire por el que penetramos a un clima diferente. Ven. Vamos a recobrar ese paciente imperio de la dicha lo mismo que a un disperso jardín que el viento recupera. Contemplemos aún los claros aposentos, las pálidas guirnaldas que mecieron una noche estival, las aéreas cortinas girando todavía en el halo de la luz como las mariposas de la lejanía, nuestra imagen fugaz detenida por siempre en los espejos de implacable destierro, las flores que murieron por sí solas para rememorar el fulgor inmortal de la melancolía, y también las estatuas que despertó, sin duda a nuestro paso, ese rumor tan dulce de la hierba; y perfumes, colores y sonidos en que reconocemos un instante del mundo; y allá, tan sólo el viento sedoso y envolvente de un día sin vivir que abandonamos, dormidos sobre el aire. Nadie pudo ver nunca la incesante morada donde todo repite nuestros nombres más allá de la tierra. Mas nosotros sabemos que ella existe, como nosotros mismos, por el sólo deseo de volver a vivir, entre el afán del polvo y la tristeza, aquello que quisimos. Nosotros lo sabemos porque a través del resplandor nocturno el porvenir se alzó como una nube del último recinto, el oculto, el vedado, con nuestra sombra eterna entre la sombra. Acaso lo sabían ya nuestros corazones. |
1946
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La abuela |
Ella mira pasar desde su lejanía las vanas estaciones, el ademán ligero que con idénticos días se despiden dejando sólo el eco, el rumor de otros días apagados bajo la gran marea de su corazón. De todos los que amaron ciertas edades suyas, ciertos gestos, las mismas poblaciones con olor a leyenda, no quedan más que nombres a los que a veces vuelven como a un sueño cuando ella interroga con sus manos el apacible polvo de las cosas que antaño recobrara de un larguísimo olvido. Sí. Ese siempre tan lejos como nunca, esa memoria apenas alcanzada, en un último esfuerzo, por la costumbre de la piel o por la enorme sabiduría de la sangre. Ella recorre aún la sombra de su vida, el afán de otro tiempo, la imposible desdicha soportada; y regresa otra vez, otra vez todavía, desde el fondo de las profundas ruinas, a su tierna paciencia, al cuerpo insostenible, a su vejez, igual que a un aposento donde sólo resuenan las pisadas de los antiguos huéspedes que aguardan, en la noche, el último llamado de la tierra entreabierta. Ella nos mira ya desde la verdadera realidad de su rostro. |
1946
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De Las muertes
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Las muertes Olga Orozco |
Las muertes |
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1952
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Olga Orozco |
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1952
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De Los juegos peligrosos
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La cartomancia La caída Desdoblamiento en máscara de todos |
La cartomancia |
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1962
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La caída |
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1962
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Desdoblamiento en máscara de todos |
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1962
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De Museo salvaje
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El sello personal |
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1974
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De Cantos a Berenice
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II III V II |
No estabas en mi umbral ni yo salí a buscarte para colmar los huecos que fragua la nostalgia y que presagian niños o animales hechos con la sustancia de la frustración. Viniste paso a paso por los aires, pequeña equilibrista en el tablón flotante sobre un foso de lobos enmascarado por los andrajos radiantes de febrero. Venías condensándote desde la encandilada transparencia, probándote otros cuerpos como fantasmas al revés, como anticipaciones de tu eléctrica envoltura —el erizo de niebla, el globo de lustrosos vilanos encendidos, la piedra imán que absorbe su fatal alimento, la ráfaga emplumada que gira y se detiene alrededor de un ascua, en torno de un temblor—. Y ya habías aparecido en este mundo, intacta en tu negrura inmaculada desde la cara hasta la cola, más prodigiosa aún que el gato de Cheshire, con tu porción de vida como una perla roja brillando entre los dientes.
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1977
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De Mutaciones de la realidad
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La realidad y el deseo |
A Luis Cernuda
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1979
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De La noche a la deriva
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Detrás de aquella puerta Botines con lazos, de Vincent Van Gogh |
Detrás de aquella puerta |
En algún lugar del gran muro inconcluso está la puerta, aquella que no abriste y que arroja su sombra de guardiana implacable en el revés de todo tu destino Es tan sólo una puerta clausurada en nombre del azar, pero tiene el color de la inclemencia y semeja una lápida donde se inscribe a cada paso lo imposible. Acaso ahora cruja con una melodía incomparable contra el oído de tu ayer, acaso resplandezca como un ídolo de oro bruñido por las cenizas del adiós, acaso cada noche esté a punto de abrirse en la pared final del mismo sueño y midas su poder contra tus ligaduras como un desdichado Ulises. Es tan sólo un engaño, una fabulación del viento entre los intersticios de una historia baldía, refracciones falaces que surgen del olvido cuando lo roza la nostalgia. Esa puerta no se abre hacia ningún retorno; no guarda ningún molde intacto bajo el pálido rayo de la ausencia. No regreses entonces como quien al final de un viaje erróneo —cada etapa un espejo equivocado que te sustrajo el mundo— descubriera el lugar donde perdió la llave y trocó por un nombre confuso la consigna. ¿Acaso cada paso que diste no cambió, como en un ajedrez, la relación secreta de las piezas que trazaron el mapa de toda la partida? No te acerques entonces con tu ofrenda de tierras arrasadas, con tu cofre de brasas convertidas en piedras de expiación; no transformes tus otros precarios paraísos en páramos y exilios, porque también, también serán un día el muro y la añoranza. Esa puerta es sentencia de plomo; no es pregunta. Si consigues pasar, encontrarás detrás, una tras otra, las puertas que elegiste. |
1984
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Botines con lazos, de Vincent Van Gogh |
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1984
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De Con esta boca, en este mundo
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Con esta boca, en este mundo La mala suerte Con esta boca, en este mundo |
No te pronunciaré jamás, verbo sagrado, aunque me tina las encías de color azul, aunque ponga debajo de mi lengua una pepita de oro, aunque derrame sobre mi corazón un caldero de estrellas y pase por mi frente la corriente secreta de los grandes ríos. Tal vez hayas huido hacia el costado de la noche del alma, ese al que no es posible llegar desde ninguna lámpara, y no hay sombra que guíe mi vuelo en el umbral, ni memoria que venga de otro cielo para encarnar en esta dura nieve donde sólo se inscribe el roce de la rama y el quejido del viento. Y ni un solo temblor que haga sobresaltar las mudas piedras. Hemos hablado demasiado del silencio, lo hemos condecorado lo mismo que a un vigía en el arco final, como si en él yaciera el esplendor después de la caída, el triunfo del vocablo, con la lengua cortada. ¡Ah, no se trata de la canción, tampoco del sollozo! He dicho ya lo amado y lo perdido, trabé con cada sílaba los bienes y los males que más temí perder. A lo largo del corredor suena, resuena la tenaz melodía, retumban, se propagan como el trueno unas pocas monedas caídas de visiones o arrebatadas a la oscuridad. Nuestro largo combate fue también un combate a muerte con la muerte, poesía. Hemos ganado. Hemos perdido, porque ¿cómo nombrar con esta boca, cómo nombrar en este mundo con esta sola boca en este mundo con esta sola boca? |
1994
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1994
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De Eclipses y fulgores
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Un relámpago, apenas Himno de alabanza Un relámpago, apenas |
Frente al espejo, yo, la inevitable: nada que agradecer en los últimos años, nada, ni siquiera la paz con las señales de los renunciamientos, con su color inmóvil. Esta piel no registra tampoco el esplendor del paso de los ángeles, sino sólo aridez, o apenas la escritura desolada del tiempo. Esta boca no canta. Ancha boca sellada por el último beso, por el último adiós, es una larga estría en un mármol de invierno. Pero ninguna marca delata los abismos —ah intolerables vértigos, pesadillas como un túnel sin fin— bajo el sedoso engaño de la frente que apenas si dibuja unas alas en vuelo. ¿Y qué pretenden ver estos ojos que indagan la distancia hasta donde comienza la región de las brumas, ciudades congeladas, catedrales de sal y el oro viejo del sol decapitado? Estos ojos que vienen de muy lejos saben ver más allá, hasta donde se quiebran las últimas astillas del reflejo. Entonces apareces, envuelto por el vaho de la más lejanísima frontera, y te buscas en mí que casi ya no estoy, o apenas si soy yo, entera todavía, y los dos resurgimos como desde un Jordán guardado en la memoria. Los mismos otra vez, otra vez en cualquier lugar del mundo, a pesar de la noche acumulada en todos los rincones, los sollozos y el viento. Pero no; ya no estamos. Fue un temblor, un relámpago, un suspiro, el tiempo del milagro y la caída. Se destempló el azogue, se agitaron las aguas y te arrastró el oleaje más allá de la última frontera, hasta detrás del vidrio. Imposible pasar. Aquí, frente al espejo, yo, la inevitable: una imagen en sombras y toda la soledad multiplicada.
¿Y por qué no he de cantar también yo un himno de alabanza, aunque casi todos los que amé sean ahora igual que la hojarasca que se arremolina alrededor del viento y no puedan jactarse ni siquiera de poder arrojar su propia sombra? Por todo lo perdido, ¿acaso contrariaste mi voluntad de dicha o volví del revés los pasos que me habías señalado? Si celebré con llanto mis bodas con la noche, ¿fue por seguir mi vocación de abismo o porque me cubriste con sábanas de tinieblas cada día? Para nadie la culpa ni para mí el castigo. Fue solamente porque cayó una estrella o porque se precipitaron bajo la luna errónea las mareas. Es la misma señal, el mismo asombro conque sigo cayendo en la espesura, aquí, desde tu mano. ¿Y no he de cantar por eso un himno de alabanza? Te agradezco estos ojos que se agrandan para ver tu escritura secreta en cada piedra; esta boca con el sabor de “siempre”, “tal vez” y “nunca más”; las manos y la piel donde arrojan su aliento los emisarios de territorios invisibles; el perfume de la estación que pasa, su ráfaga hechicera ceñida a mi garganta, y el reclamo insistente del sonido que atruena con el cuerno para las cacerías. ¡Ah sentidos, mis guardianes insomnes, refugios instantáneos en un mundo improbable y sin fondo, como yo! Desde lo más profundo de mi estupor y mi deslumbramiento yo te celebro, cuerpo, suntuoso comensal en esta mesa de dones fugitivos, a ti, protagonista de paso en esta historia del amor que no muere, intermediario heroico en todas las batallas de la tierra y el cielo, tú, mi costado de inevitable realidad, delator de intemperies y fronteras, siempre bajo un puñal, entre el relámpago de la tentación y el tajo de la herida. Y a pesar de tu corazón irascible, yo te bendigo, mar, bestia obstinada: en tu acechanza y en tu letanía pasa el relato del diluvio y mi risa infantil, junto con ese cielo conque sueñas en cada una de tus olas, en cada balanceo, como yo en el vaivén de mi respiración. Guárdame en tu memoria como a un guijarro más, como a un hueso perdido y a estos nombres escritos en la arena, para velar contigo hasta el último día en el insomnio de la inmensidad. Gracias te doy, hormiga, modelo de mis viajes en las exploraciones imposibles, y a la torcaza, por la incesante queja que acompañó mis lágrimas y duelos; agradezco a la hierba la tierna protección para mis pies furtivos, y a ti, brizna en el viento, por todo el imprevisible porvenir; bendita seas, sombra generosa, sumisa a tanto error y a tantas sombras, y también tú, mi silla, guardiana infatigable frente a la espera y a la lejanía. Yo te celebro, ráfaga, lluvia, enredadera, murmullo enamorado del silencio que habita entre las piedras. ¿O no puedo cantar, amor, la noche de tu ausencia y el filo de tu espada? ¿Quién no lleva en la punta de su arpón una ballena blanca? |
1998
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Allá lejos, ¿para qué? |
(inédito) |
La carne es triste, ¡ay!
y he leído todos los libros ¡Huir! ¡Allá lejos, huir! Mallarmé |
Ni mi carne fue triste, ni tampoco leí todos los libros. Sé que es triste la carne que interroga tan sólo por ausencia, porque toda respuesta de otro cuerpo la sume en el error y el desencuentro, y la devuelve oscura, vacía, desolada, a su playa desierta. Pero cuando dos cuerpos elegidos para el amor se buscan y se encuentran, cada cuerpo es entonces una respuesta exacta para cada pregunta del deseo. Y la carne vertiginosa asciende por el revés de la caída. Y es delirio de fuego y alabanza, un aluvión de soles, hasta precipitarse en el suspenso donde vuelan juntas las dos almas, y hay un solo aleteo enamorado, contra las puertas de la eternidad. No, ninguna tristeza tiene la bendición de un prodigioso encuentro que nos lleve más lejos que todas las victorias sobre los límites del mundo. Y tampoco leí todos los libros. Pero abrí muchos libros como puertas que daban a circulares laberintos de puertas. ¿No cambia cada página el eco de otras páginas y lo envía más lejos, y es el mismo y es otro cuando vuelve? Eso es lo que hace el mar con cada ola, el viento con el olvido y los recuerdos. Asombrosa tarea la de este desmesurado, ilegible universo. Nunca sentí el hastío del jardín atrapado en su estación sombría, ni el del ciego papel que me interroga en vano. No pasó por mi casa la costumbre por su alevosa ráfaga, congelando los años; ni me arrojó a la cara su enrarecido aliento de animal enjaulado. Solamente el milagro, amargo, deslumbrante o tormentoso, no la hierba oxidada, creció bajo mis pies. ¿De quién huir y a dónde y para qué? Dondequiera que vaya soy yo misma pegada a mi aventura, a mi ansioso destino tan ajeno a quedarme o a partir con mi bolsa de fábulas y el indeciso mapa de lo desconocido. Allá lejos estoy tan cerca de las revelaciones y las dichas como aquí, como ahora, donde no logro descifrar jamás el confuso alfabeto de este mundo. |